Homilías

Martes, 11 abril 2017 16:03

Homilía del cardenal Osoro en la Misa Crismal en la catedral de la Almudena (11-04-2017)

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 Querido señor cardenal don Antonio María Rouco, señor nuncio de Su Santidad en España, obispo emérito de Ciudad Real don Antonio Algora, obispo auxiliar de Madrid don Juan Antonio, vicario general y vicarios episcopales. Señor deán y excelentísimo cabildo catedral. Queridos hermanos sacerdotes, diáconos, seminaristas. Queridos miembros de la vida consagrada. Hermanos y hermanas que os hacéis presentes hoy en esta Misa Crismal.

La Misa Crismal que el obispo celebra con su presbiterio, dentro del cual se consagra el Santo Crisma y bendice los demás óleos, es como una manifestación de comunión de los presbíteros con el propio obispo (OGMR, 203).

Las palabras que hemos escuchado en el Evangelio proclamado, ponen de relieve lo que vamos a celebrar. Con el Santo Crisma consagrado se ungen los recién bautizados, se sellan los confirmados, se ungen las manos de los presbíteros, la cabeza de los obispos, y las Iglesias y altares en su dedicación. El Señor, como habéis escuchado, en la sinagoga de Nazaret donde se había criado, leyó la lectura del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido: me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor... ». Y termina el Señor diciendo: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (cfr. Lc 4, 18-19. 21).

Me vais a permitir, queridos hermanos, que hoy me dirija especialmente a los sacerdotes en esta Misa Crismal. Queridos hermanos sacerdotes: hemos sido ungidos. Y, como nos decía el libro del Apocalipsis: «de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el príncipe de los reyes, el primogénito de entre los muertos, el que nos ama, el que nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, el que nos ha hecho reino de sacerdotes para Dios Padre, el que nos ha puesto en frente de su pueblo, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (cfr. Ap 1, 5-8). Esa gloria la damos ungidos; abrimos la puerta del corazón a la persona que nos ama y la cerramos a todo aquello que amenace ese amor de Jesucristo que se tiene que manifestar a través de nosotros. Abierta la puerta a quien nos ama, se la abrimos a todos los hombres.

¿Qué significa, queridos hermanos, que «ungidos» tenemos la puerta abierta a todos los hombres? ¿Qué significa que, por ello, somos ungidos a abrir la puerta del Señor y a todos los que ha dado la vida nuestro Señor? Significa abrírsela a todos los que Él ama, tal y como nos decía el Evangelio que acabamos de escuchar: a los pobres, a los descarriados, a los pecadores, a toda persona, sea quien sea: es un hijo de Dios, que alomejor vive en la inconsciencia de la orfandad, pero hijo de Dios. Y significa también cerrársela a los ídolos como son el halago fácil, la gloria mundana, las concupiscencias, el poder, la riqueza, la crítica fácil y destructiva de personas, con la división que engendra y que no da a conocer los pensamientos de Dios, sino los nuestros. Pensamientos que dividen y amenazan la comunión y la unidad. Significa, también, que hemos de hacer un trasplante más para tener los pensamientos de Dios. Sí: un trasplante de mente. En la celebración de la Misa Crismal de años anteriores, os hablé de que «ungidos» significaba hacer un trasplante de ojos para mirar con los ojos de Jesús, y hacer también un trasplante de corazón para que nuestro corazón tenga las medidas del corazón del Señor, en el que tienen cabida todos los hombres. El corazón que tiene espacio para el Señor, siempre tiene espacio para los demás. Para todos los demás. Y nos hace tener una mirada compasiva, un corazón hospitalario, y los mismos pensamientos y la mente de Cristo. Como el padre misericordioso del Evangelio que, a diferencia de los dos hijos -que uno se escapa, y el otro se cree que por haberse quedado el padre le debe dar más derechos de herencia-, tiene otra mirada, otro corazón y otros pensamientos. Hagamos trasplante de mente, para pensar y sentir como Cristo nuestro Señor.

Hermanos sacerdotes: abrid las puertas al Señor. No se las cerremos. Abrid las puertas de vuestro corazón y las puertas también de las iglesias. No tengáis miedo. Abridlas desde esa oración en el comienzo de cada jornada, que nos abre al Espíritu y nos llena de paz, alegría y capacidad para salir y acercarnos, y ser cercanos a todos los hombres. Salir a pastorear y a buscar a quien aún no está con nosotros. Complicaros la vida y complicarnos la vida nace de haber sido ungidos. De haber escuchado al Señor en la cena del Jueves Santo, como tan bellamente describe san Juan de Ávila: «Para que conozca el mundo cuánto yo amo a mi Padre, levantaos y vamos de aquí. ¿A dónde? A morir en la Cruz». El ministerio nos debe alejar de toda indiferencia, de cualquier comodidad o interés personal para, así, estar al servicio de nuestro pueblo. Somos enviados a servir, y a servir con coraje. Y para ello es necesaria la vida de comunión con Cristo, cultivada, vivida.

Confiemos siempre en que el Señor nunca defrauda. Siempre triunfa. Siempre nos da lo que necesitamos. Como nos decía el beato Pablo VI en el discurso de la segunda sesión del Concilio Vaticano II: «Debemos desear siempre una Iglesia del amor si queremos que tenga capacidad de renovarse profundamente, y de renovar el mundo, cosa que es ardua pero no difícil... El mundo ha de saber que la Iglesia lo mira con gran amor, que siente por él una admiración sincera y lo busca con buenas intenciones y con obras, no para dominarlo, sino para estar a su servicio; no para despreciarlo, sino para ennoblecerlo; no para condenarlo, sino para llevarle el consuelo y la salvación».

¿Qué quiero deciros al hablaros de que nuestro pensar tiene que ser el de Cristo y, por ello, al invitaros a hacer un trasplante de mente, de nuestros pensamientos, para tener los de Cristo? Con tres claves os lo manifiesto: 1) Sed imagen del Buen Pastor; 2) Vivid una entrega apasionada; 3) Estad siempre al servicio de los hombres, llenos de misericordia.

1. Sed imagen del Buen Pastor: atrevámonos a ser imagen del Buen Pastor, que tan bellamente se nos describe en el Evangelio. Para ello es necesario que seamos auténticos discípulos de Cristo. Que significa estar enamorados de Cristo, ya que solamente un sacerdote así puede renovar la comunidad cristiana. El Buen Pastor es imagen del Padre que va en búsqueda de todos sus hijos. El Buen Pastor es un misionero con ardor, que vive en un anhelo constante de buscar a los alejados, y no se contenta con la simple administración. El Espíritu y la unción que hemos recibido nos convierte en personas generosas y creativas, queridos hermanos; felices en el anuncio y en el servicio misionero. Nos vuelve comprometidos con la realidad que, día a día, nos reclama, y nos hace capaces de encontrar significado a todo lo que nos toque hacer por la Iglesia, por el mundo, y por todos los hombres. Tenemos un don. Se nos ha regalado por gracia un don. No somos gestores. Quien vive el ministerio como gestor, cae fácilmente en el funcionalismo. Ser imagen del Buen Pastor nos lleva a vivir una espiritualidad centrada en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración diaria de la Eucaristía. La Eucaristía tiene que ser mi vida. Y, mi vida, una Eucaristía prolongada todo el día. Sabe de darse, no de retenerse; sabe de acercarse, no de separarse. La Eucaristía tiene que ser vivida. Asumir el mandamiento del amor como estilo de vida propio Jesús, con compasión entrañable ante el dolor humano, ante los pobres, con un espíritu de servicio hasta el don de la vida -tu vida, tu tiempo-, todo para ser misionero, de tal manera que la plenitud de la vida afectiva tenga su expresión en la caridad pastoral. Primera clave para trasplantar la vida: hacer trasplante de la mente y tener los pensamientos del Señor.

2. Vivamos una entrega apasionada: que me lleva a vivir con pasión el cuidado de aquellos que se me ha confiado. Donde el compromiso afectivo-existencial me lleva siempre a estar atento a sus necesidades, con dedicación esforzada y con una gran ternura que manifiesta la que tiene Dios mismo con cada uno de nosotros. El ardor y la pasión misionera son obra del Espíritu Santo y se manifiestan en el trabajo de cada día, en el diálogo, en el servicio, en la misión cotidiana. El origen de esta entrega ardorosa y apasionada tiene sus raíces en la conciencia, cada día más viva, de la pertenencia a Cristo, donde tiene también origen el ímpetu de comunicar a todos el don de este encuentro. De tal manera, hermanos, que la misión no se reduce a un programa o a un proyecto, sino que fundamentalmente es compartir la experiencia de este encuentro con Cristo, testimoniarlo, anunciarlo de persona a persona. Esta entrega apasionada es la que nos lleva a realizar esa «conversión pastoral» en la que tannto nos insiste el Papa Francisco, nos habla permanentemente, y que nos pide que pasemos de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera, donde la Iglesia se hace presente y se manifiesta como una madre que sale al encuentro de sus hijos, como casa acogedora y escuela permanente de comunión misionera. Evangelicemos siempre con la dulce y confortadora alegría de hacerlo. No siendo evangelizadores tristes y desalentados ante las dificultades que podamos tener, impacientes o ansiosos. Hemos de evangelizar siendo la transparencia de la alegría de Cristo que hemos recibido y que nos lleva a vivir siempre en una entrega apasionada, olvidándonos de nosotros mismos y considerando siempre que los otros tienen que ser la meta que alcancemos para mostrarles la presencia viva de nuestro Señor Jesucristo. Trasplantemos la mente y nuestros pensamientos.

3. Estemos siempre al servicio de los hombres, llenos de misericordia. En definitiva es estar configurados con el corazón del Buen Pastor, que es como vivir: 1) Cuidando, es decir, al servicio de la vida y, por ello, atentos a las necesidades de los que más necesitan, comprometidos en la defensa de los más débiles, y promoviendo la cultura del encuentro, del diálogo y de la solidaridad. No tenemos otra, es la que trajo Jesucristo, es la que encarnó Jesucristo, y hemos sido ungidos para hacer, y llevar, y mostrar, y revelar esta cultura. 2) Al servicio de los hombres, con misericordia, experimentada por cada uno de nosotros en la celebración del sacramento de la penitencia, y disponibles siempre para celebrar el sacramento de la reconciliación, que en definitiva es volverse cercanos. Que no es lo mismo que procurar éxitos pastorales, sino fidelidad en la imitación al Maestro, cercano, accesible, disponible, desbordado, con la conciencia de pecador y necesitado de abrirse a la misericordia de Dios para también poder mostrarla y regalarla, no con palabras, sino con la propia vida también, y haciendo que la fuerza del Espíritu Santo se manifieste más entre los hombres.

Queridos hermanos sacerdotes: el Señor hoy nos invita a hacer un trasplante de mente, de pensamientos, imitando y siendo imagen del Buen Pastor, viviendo una entrega apasionada, y poniéndonos al servicio de todos los hombres llenos de misericordia. Con palabras de san Juan Ávila, termino invitándonos a dejar que el Señor nos dé siempre su ver, su sentir y su pensar. Decía así san Juan de Ávila: «Señor, encumbraste tu amor, que no tiene tasa, y ordenaste por modo admirable cómo, aunque te fueses al cielo, estuvieses con nosotros; y esto fue dando poder a los sacerdotes para que con las palabras de la consagración te llamen, y vengas tú mismo en persona a las manos de ellos, estés realmente presente, para que así seamos participantes en los bienes que con tu Pasión nos ganaste, Señor; y así le tengamos en nuestra memoria, con entrañable agradecimiento y consolación, amando y obedeciendo a quien tal hazaña hizo, que fue dar por nosotros su vida».

Te recibimos ahora, Señor. Haznos sacerdotes a imagen del Buen Pastor, con entrega apasionada, vivida esta pasión desde un encuentro efectivo contigo, al servicio de todos los hombres, sin distinción. Nuestra vida no se mueve por ideas: se mueve por tu persona, que quiere llegar a todos los hombres. Que lo hagamos llenos de misericordia. Amén.

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