Homilías

Viernes, 12 febrero 2021 13:28

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de acción de gracias por la declaración de Jérôme Lejeune como venerable (11-02-2021)

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Querido señor deán de esta catedral. Hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas.

De una forma especial, quiero agradecer a la Fundación Jérôme Lejeune el poder vivir y celebrar esta Eucaristía en este día. Esta Eucaristía en la que recordamos a este hombre excepcional que la Iglesia acaba de declarar venerable en ese proceso de canonización que esperamos, si Dios quiere, también con nuestra oración y con la intercesión de este hombre venerable, que pronto pueda ser. Yo agradezco a la Fundación esta invitación. Porque este hombre ha sido un regalo de Dios para este mundo. Y ha sido un regalo que la Iglesia reconozca sus virtudes heroicas. Ojalá este testimonio de vida que él nos dio, y su intercesión que siempre estará junto a nosotros, sea una luz para iluminar siempre esa entrega que tenemos que tener por los más débiles, por muchas personas de nuestra sociedad. Gracias de verdad y de corazón a la Fundación por este día, este 11 de febrero, en esta fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, que podamos celebrar esta Eucaristía.

Este hombre venerable, Lejeune, es un corazón que aún late de por vida. Es un hombre misericordioso que defendió, como todos vosotros sabéis, la vida de los más débiles. Tiene una actualidad singular para todos nosotros. Él ofreció su vida para dar consuelo y para dar coraje. El que él tuvo también para defender a los más débiles.

Todos vosotros sabéis de su vida. Él nació en el año 1926, a las afueras de París. Y el Papa Francisco le ha convertido en venerable. Un genetista de renombre mundial. Su historia está indisolublemente ligada, y lo estará para siempre, a la causa de los 9.000 pacientes de todo el mundo que llegaron a ser atendidos por él. En el año 1958, este hombre descubre el síndrome de Down. Y lo hace revelando la anomalía cromosómica que lo determina, y barriendo la evidencia científica de prejuicios que invadían a muchos niños y niñas. Este hombre, católico, antiabortista y defensor de la vida, fue capaz de defender sus ideas y sus teorías científicas, demostrando además que la fe y la ciencia no se oponen, sino que se complementan. Él decía, y recojo unas palabras salidas de su corazón, que él transcribió: «La medicina siempre ha estado luchando por la salud y la vida, contra la enfermedad y la muerte. Y no puede cambiar de bando». Es verdad que el mundo científico le dio la espalda. E incluso le quitaron muchas veces los fondos para una investigación. Pero esas heridas que quizá él tuvo en la vida, como la incomprensión, no arañaron ni le pusieron en contra de los demás, sino todo lo contrario: su pensamiento y su fe continuó un camino que ha iluminado toda su vida, alimentada por el Evangelio.

Hoy nos reunimos aquí. Nos reunimos para dar gracias a Dios por haber reconocido a este hombre en la Iglesia como venerable. El Papa Pablo VI, san Pablo VI, que en 1974 creó la Pontificia Academia de Ciencias, quería que Lejeune formara parte de ella. Fue san Juan Pablo II quien primero lo nombró miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias, y después consultor del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud.

Este hombre, padre de familia, con 5 hijos… Su mujer falleció hace poco tiempo. Su esposa y sus hijos le acompañaron siempre en la batalla, dando testimonio, como él lo quiso hacer. Un hombre capaz. Estamos agradeciendo a Dios que nos haya entregado a este hombre venerable a través de la Iglesia. Capaz de aunar ciencia y medicina; capaz de aunar fe y compromiso moral; orientando todo hacia el amor a la vida; transformando su atención y cuidado por aquellas personas que, por enfermedad o discapacidad, siempre deben ser amadas y ayudadas. Un hombre apasionado. Un hombre misericordioso. Que afrontaba valientemente todos los momentos difíciles que tuvo en su vida.

Esta figura, hoy, aquí, en la catedral de Madrid, nos hace ver la hondura que tuvo este hombre. Fue, junto a san Juan Pablo II, el inspirador de la Academia de la Vida. Juntos la pensaron, la intuyeron, y trabajaron para su nacimiento. Fue significativo que el primer presidente de esta Academia fuera un laico. Un médico. Un científico. Un amante de los hombres y de sus necesidades.

Por eso, le decimos al Señor hoy: gracias, Señor. Porque nos reúnes por este hombre que ha sido promotor de valores. Y que ha mantenido un compromiso sincero, abierto, profundo, con la vida humana.

Por eso, yo agradezco a los miembros de la Fundación que hayáis querido tener esta Eucaristía, esta celebración. Fundación que sigue investigando y estudiando algunas enfermedades genéticas sobre los problemas de la discapacidad. Que el Señor siempre os dé esta sensibilidad que él tuvo.

Habéis escuchado la palabra que el Señor nos ha dado. El salmo nos hablaba de la dicha de los que creen en el Señor, de los que se acercan al Señor; la dicha de los que siguen los caminos de Dios; la dicha de quien sigue esos caminos, y sabe que los frutos van a estar con Él, y que otros van a disfrutar mucho de los frutos que a través de Él lleguen a la vida. Esto es lo que estamos haciendo nosotros hoy. Esos frutos de este hombre excepcional, de este hombre que la Iglesia ha tenido a bien nombrar venerable, Jérôme Lejeune, que para nosotros se convierte en una bendición. Y se convierte también en una prosperidad de la Iglesia, como nos decía el salmo. ¿Por qué? Porque la Iglesia puede presentarse ante el mundo a través de este miembro de la Iglesia; como esa madre que, en medio de esta humanidad tan distorsionada, tan dolorida como está en estos momentos en todas las parte de la tierra, puede presentar a un hombre que defiende la vida y defiende a los que más lo necesitan.

Tres cosas os diría, sencillamente, de la palabra de Dios que acabamos de proclamar. Por una parte, Dios nos ha creado. Dios ha querido que el hombre pusiese nombre a todo lo que existe. Pero el hombre necesita ayuda. Y es verdad, queridos hermanos. Para venir a esta existencia necesitamos de dos laderas: padre y madre. Sin esas dos laderas, no estamos aquí, en este mundo. Y si se quieren sustituir de otras maneras, como sucede en este mundo en el que estamos viviendo, de otros modos, sin embargo no se puede prescindir de ellas, aunque se reutilicen, de formas no normales, abusivas. Son necesarias esas laderas. Y damos gracias a Dios porque todos los que estamos aquí hemos vivido, y le decimos al Señor hoy: gracias, Señor. Gracias por dejarnos también a nosotros poner nombre. Gracias por las laderas de nuestra existencia. Por esas laderas de padre y madre que nos han traído a este mundo.

En segundo lugar, no solamente damos gracias, sino que le decimos al Señor: Señor, que salgamos a anunciar esto fuera de nuestras fronteras. Como Tú lo hiciste. Ha sido precioso, si os habéis dado cuenta, el Evangelio que hoy, en las lecturas continuas que tiene la Iglesia, se proclama en todas las partes de la tierra. Jesús sale de las fronteras, de los suyos, y va a una región, a Tiro; una región pagana. Una región donde no creen como Él. Y Él sale precisamente a esa región para comunicar vida, que es lo que tenemos que hacer nosotros también. Lo que hizo este hombre que hoy recordamos, Lejeune, es lo que tenemos que hacer nosotros también: comunicar vida; salir como Jesús a este mundo que necesita comunicar la vida. Allí nos encontraremos como Jesús se encontró con aquella mujer griega, una fenicia de Siria nos dice el Evangelio, que había oído hablar de Jesús y le pedía que ayudase a su hija, que le quitase lo que tenía que le impedía vivir y celebrar la vida que nos reúne hoy aquí. Jesús le dijo a aquella mujer: «Deja que coman primero los hijos». Como diciendo: no te preocupes de otros. Era para provocarla lo que decía el Señor: no te preocupes de otros, preocúpate de ti misma, yo no tengo nada que ver con tu hija, deja que coman primero los hijos, no está bien echar a los perros el pan de los hijos, como si los hijos fuesen unos pocos solamente, o los de una manera de ser. El Señor provoca. Sale a las fronteras. Tenemos que salir a este mundo. Y hacer lo que Jesús. Pero aquella mujer, como veis, le replica. Y le dice: «Tienes razón, Señor. Pero también los perros debajo de la mesa comen las migajas que tiran los niños».

Entreguemos la vida del Señor siempre. Siempre. En todo lugar.

Queridos hermanos: es algo excepcional que hoy tengamos estas palabras. Que tengamos esas palabras donde el Señor crea esas dos laderas de las que procede siempre la vida. Así lo ha querido el Señor. Nuestra vida nos hace salir de nuestras fronteras. Nos hace salir a anunciar el Evangelio. Y nos hace curar siempre. Como lo hizo el Señor con aquella hija de esta mujer pagana. Jesús viene para todos los hombres. Jesús quiere entregar su amor universal a todos los hombres. Y hoy hemos descubierto, al declarar la Iglesia venerable a Jérôme Lejeune, que esta propuesta de entregar vida y amor a todos los hombres es la que hizo este investigador. Este hombre de ciencia. Este defensor de la vida.

Demos gracias a Dios. Y gracias queridos hermanos a todos vosotros que habéis organizado, a través de la presidenta de la Fundación, Mónica López, este encuentro y esta celebración de la Eucaristía. Porque es celebrar la vida. Es celebrar nuestra misión. Es celebrar lo que la palabra del Señor hoy nos ha dicho de tres maneras, quizás con tres palabras sencillas: el hombre y la mujer están para dar vida; estamos además para salir de nuestras fronteras, para comunicar esta vida que nos ha dado el Señor; y estamos siempre para curar.

Que la presencia de Jesucristo en el misterio de la Eucaristía nos haga sentir a nosotros también esta llamada que Lejeune sintió. Sintió y le provocó el abrir la vida y sus capacidades para ayudar siempre a los demás. Y vosotros sois testigos de que esa ayuda ha servido en vuestra vida, y ha alcanzado vuestro corazón. Que Jesucristo nuestro Señor nos dé hoy la gracia de que la ayuda del venerable que hoy nos convoca esté siempre de nuestra parte. Y sintamos el gozo de transmitir siempre la vida.

Amén.

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