Homilías

Lunes, 11 octubre 2021 10:29

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de apertura de curso de la Universidad San Dámaso (1-10-2021)

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Señores cardenales, monseñor Ladaria y monseñor Rouco. Señor nuncio de Su Santidad en España. Señores arzobispos. Obispos. Queridos hermanos sacerdotes. Vicario general y vicarios episcopales. Claustro de profesores de nuestra Universidad de San Dámaso, universidad católica. Queridos alumnos. Hermanos y hermanas todos.

Acabamos de proclamar la Palabra del Señor. Esta Palabra que nos hace un regalo: nos hace descubrir una constatación que permanentemente tenemos que tener en cuenta, y nos invita a anunciar esta buena noticia que este Espíritu Santo, a quien invocamos en esta celebración de la Eucaristía, para todos los trabajos y para todos los que forman parte de la Universidad católica de San Dámaso, venga también sobre nosotros.

Sí. Nos invita a hacer ese regalo que el Espíritu, cuando nos colma de su gracia y de su ternura, nos rescata quizá de situaciones que vivimos no precisamente de compasión y misericordia, no de vivir una experiencia viva de la ternura de Dios con nosotros. Este Espíritu que nos regala la luz, nos construye, nos cimienta. Ese Espíritu del que, tal como nos ha dicho el apóstol Pablo en la primera lectura de la carta a los Corintios, nadie puede decir «Jesús es el Señor» si no es por el Espíritu Santo. Es verdad que nos va otorgando a cada cual diversos dones y actuaciones, pero él se manifiesta para el bien común de la Iglesia y de todos los hombres. Nos da sabiduría, nos da inteligencia, nos da la fe y la aumenta, y nos hace y nos permite curar a quienes encontramos en nuestro camino.

Por otra parte, hacemos una constatación. Necesitamos de esa fuerza del Espíritu, porque a veces vivimos con la misma experiencia de los primeros discípulos de Jesús: en el anochecer, con las puertas cerradas, con miedos... El Espíritu del Señor, sin embargo, nos saca de esta realidad y nos lanza a anunciar a Jesucristo Nuestro Señor todos juntos, en comunión, saliendo y caminando juntos, participando todos de la misma tarea; no cerrando puertas, sino abriendo puertas, quitando miedos, llevando la alegría en lo más profundo de nuestro corazón.

Hay unas palabras de Jesús que siempre me han impresionado, y que quisiera compartir con vosotros esta tarde: «Cuando venga el Espíritu Paráclito, a quien yo enviaré desde mi Padre...». Con estas palabras, Jesús promete a los discípulos el Espíritu Santo, el don definitivo, el don de los dones, y habla de él usando una expresión quizá particular: Paráclito. No es fácil de traducir esta palabra, porque encierra varios significados. Paráclito fundamentalmente quiere decir dos cosas: consolador y abogado. En ellas me quiero detener unos momentos.

El Paráclito es consolador. Todos nosotros, especialmente en los momentos difíciles que atravesamos en la vida, los que hemos pasado esta pandemia que hemos vivido, todos buscamos consolaciones. Y frecuentemente recurrimos a unas consolaciones terrenas, que desaparecen pronto. Son consolaciones de momento. Jesús, sin embargo, nos ofrece la consolación del cielo, la fuente del mayor consuelo. ¿Dónde está la diferencia? Las consolaciones que buscamos en el mundo son como los analgésicos: dan alivio momentáneo, pero no curan lo profundo, el mal profundo que llevamos dentro. Nos evaden, nos distraen, pero no curan de verdad, no curan la raíz; calman superficialmente. Solo quien nos hace sentirnos amados, tal y como somos, nos da paz en el corazón. Porque solo quien nos hace sentir amados, el Espíritu Santo, el amor de Dios, actúa así. Por eso, lo acabamos de cantar, «entra hasta el fondo del alma, obra en nuestro espíritu, visita lo más íntimo del corazón». Es la ternura de Dios mismo que no nos deja solos, porque estar con quien está ya es consolar.

No sé si os dais cuenta, queridos hermanos: si advertimos la oscuridad de la soledad que a veces llevamos dentro como un peso que sofoca nuestra esperanza, especialmente sofoca nuestro corazón; es como una herida que quema y no encuentra salida. Solo la encontramos si nos abrimos al Espíritu Santo. San Buenaventura tiene una expresión muy bella: «Lleva mayor consolación donde hay mayor tribulación», refiriéndose al Espíritu Santo. «No como hace el mundo, que en la prosperidad consuela y adula en la adversidad, y condena». Esto lo decía san Buenaventura en un sermón en la octava de la Ascensión. Eso hace nuestro mundo también. Eso hace el espíritu enemigo: nos halaga primero, nos hace sentir invencibles, y después nos echa por tierra, nos hace sentir inadecuados; de alguna manera, juega con nosotros. Hace todo lo posible para que caigamos. Sin embargo, lo habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado: el Espíritu del Resucitado nos realza, nos levanta, nos saca de la turbación, del miedo, nos llena de alegría. Lo habéis visto. Miremos a los apóstoles: estaban solos, estaban perdidos, tenían las puertas cerradas por miedo, vivían en el temor, y ante sus ojos estaban todas sus debilidades, todos los fracasos, todos sus pecados… Pero, ¿veis? Jesús se aparece donde ellos, les da el Espíritu y todo cambió. Los problemas y los defectos, es verdad que siguieron siendo los mismos, pero sin embargo ya no temían, porque tampoco temían a quienes les querían hacer daño. Se sentían consolados interiormente, y querían difundir esta consolación de Dios. Los que antes estaban atemorizados, ahora no temen, como habéis escuchado, de dar testimonio del amor recibido.

Pero si damos un paso adelante, queridos hermanos, también nosotros estamos llamados a dar testimonio del Espíritu. A ser «paráclitos». A ser consoladores. ¿Cómo podemos hacerlo? Queridos hermanos: no lo hacemos con grandes discursos. Lo hacemos haciéndonos próximos, no con palabras de circunstancia, que esas son fáciles, sino con la oración y con la cercanía. Recordemos que la cercanía, la compasión y la ternura, como nos ha recordado en infinidad de ocasiones el Papa Francisco, es el estilo de Dios. El Paráclito dice a la Iglesia hoy que es un tiempo de consolación, es un tiempo gozoso de anuncio del Evangelio; es el tiempo de llevar la alegría del Resucitado; es el tiempo de no estar llorando permanentemente por el drama de la secularización, aunque sea verdad; pero nuestro tiempo es para salir: nos ha abierto las puertas Cristo. Es el tiempo para derramar sobre el mundo, sin amoldarnos a la mundanidad, y testimoniar la misericordia. Más que inculcar reglas y normas, testimoniemos la misericordia de Dios. Es el tiempo del Paráclito. Es el tiempo de la libertad del corazón.

Pero el Paráclito, además de ser consolador, tal y como nos dice el Evangelio, es abogado. Es un abogado. En el contexto histórico de Jesús, el abogado no desarrollaba las funciones que desarrollan hoy los abogados. Más que hablar en lugar del imputado, normalmente el abogado en tiempos de Jesús estaba al lado del acusado y le decía al oído lo que tenía que responder a las preguntas que le hacían. Le sugería los argumentos para defenderse. Pues así hace el Espíritu Paráclito. No nos reemplaza: nos defiende de las falsedades, de las malas inspiraciones, y nos da inspiración, pensamientos, sentimientos. Lo hace sin forzarnos. Propone, pero no impone. El espíritu de la falsedad, el maligno, hace lo contrario: trata de obligarnos, quiere hacernos creer que siempre estamos obligados a ceder a las sugestiones malignas y a las pasiones de todos los vicios que podamos tener en la vida. El abogado nos hace unas sugerencias.

Hay tres antídotos básicos contra las tentaciones, hoy muy extendidas. El Espíritu Santo vive el presente. Así lo hizo con los apóstoles. Se acercó a ellos en el momento en que lo necesitaban, y así lo hizo Jesús, para que saliesen de aquella estancia. Sí. Vive el presente. No el pasado, ni el futuro: el presente. El Paráclito afirma la primacía del hoy contra la tentaciones de paralizarnos por las amarguras o las nostalgias del pasado, o por concentrarnos en incertidumbres del mañana y dejarnos atemorizar por los temores del porvenir. El Espíritu Santo nos recuerda la gracia del presente. Es ese abogado que nos susurra y nos habla de la gracia del presente. No hay otro tiempo mejor para nosotros. Es precisamente ahora, justamente ahora, donde nos encontramos, donde el Señor nos dice: «Vive el presente».

Pero, aparte de eso, no solamente nos hace vivir el presente. El Paráclito aconseja y nos dice: «Busca todo. Todo. No una partecita». El Espíritu no plasma personas cerradas. Nos constituye en una Iglesia multiforme, con variedad de carismas; en una unidad que nunca es uniformidad. Miremos a los apóstoles. Lo acabamos de escuchar: eran muy distintos. Entre ellos estaba Mateo, publicano, que había colaborado con los romanos. Y Simón, llamado el zelote, que se oponía a ellos. Había ideas muy contrapuestas, y visiones del mundo diferentes. Pero cuando reciben el Espíritu Santo, aprendieron a no dar primacía a sus puntos de vista humanos, sino solo a Dios. Todo a Dios. Todo de Dios. Hoy, si escuchamos el Espíritu, no nos centraremos en dividirnos entre nosotros. No. Porque no podemos hacerlo. Innovadores, tradicionalistas, progresistas, conservadores, de derechas, de izquierdas… Si estos son los criterios, quiere decir que la Iglesia se olvida del Espíritu Santo. Lo nuestro es otra cosa distinta. El Paráclito nos impulsa a la unidad, a la concordia, a la armonía en la diversidad. Nos hace ver que somos partes de un mismo cuerpo, que somos hermanos entre nosotros, que eso es lo que nos enseña el Señor en el padrenuestro: hijos de Dios y, por eso, hermanos de todos los hombres. Busquemos el todo. El enemigo quiere que la diversidad se transforme en oposición, que se convierte fundamentalmente en una ideología. El Espíritu Santo quiere, en la diversidad, la unidad. ¿Veis?

El Espíritu Santo vive el presente. Busca todo y pone a Dios, o nos invita a poner a Dios, antes que nuestro «yo». Es el paso decisivo de una vida espiritual seria, que no es una serie de méritos, no es una serie de obras buenas o una lista que podamos, sino una humilde acogida de Dios en nuestra existencia, en nuestra corazón. El Paráclito afirma la primacía de la gracia. Solo si nos vaciamos de nosotros, dejamos espacio al Señor; solo si nos abandonamos en Él, nos encontramos a nosotros mismos. Solo siendo pobres en el espíritu, somos ricos en el Espíritu Santo. Y esto vale también para toda la Iglesia. No salvamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, con nuestras fuerzas. Si ponemos nuestros proyectos, nuestras estructuras, nuestros planes, caeremos en un pragmatismo, en el horizontalismo, y no daremos frutos. No saldremos, como salieron los apóstoles. La Iglesia no es una organización humana. Es humana, pero no solamente es una organización humana. La Iglesia es el templo del Espíritu Santo. Somos el templo del Espíritu Santo. Y Jesús ha traído, precisamente a través de este templo, el fuego del Espíritu a la tierra. Y la Iglesia se reforma con la unción del Espíritu, con la unción de la gracia, con la fuerza de la oración, con la alegría de la misión, con la belleza cautivadora de depender solo de Dios... Pongamos a Dios en primer lugar.

Queridos hermanos: al inicio de este curso, lo primero que ha hecho el Señor es reunirnos aquí a la Universidad Eclesiástica de San Dámaso. Nos ha reunido porque queríamos pedirle la fuerza del Espíritu Santo. Y el Señor, como habéis, nos ha dicho algo que es para nosotros especialmente importante: vive el presente, busca todo, no una partecita, y pon a Dios antes que tú y yo. Con esta petición le decimos al Señor esta tarde: ven, Espíritu Santo, llena nuestros corazones; ven a nuestra Universidad, a nuestros trabajos, a los profesores, a los alumnos, a todos los que tenemos que participar de alguna manera en esta misión que la Iglesia, cuando ha querido tener esta Universidad, ofrece a todos los hombres.

Que este encuentro con el Señor, que tenemos esta tarde, nos impulse, como impulsó a los primeros apóstoles, a salir juntos, a llenarnos de alegría, a quitar los miedos. En definitiva, a anunciar a Jesucristo con todas las consecuencias. Amén.

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