Homilías

Jueves, 02 agosto 2018 09:50

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de desagravio en Fresnedillas de la Oliva (13-07-2018)

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Querido vicario episcopal, Gil. Querido don Pedro, párroco de esta comunidad parroquial. Hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas: saludo de manera especial a las autoridades y a la Guardia Civil aquí presentes. Hermanos todos.

Nos reúne aquí una circunstancia especial y singular que, de alguna manera, se parece a aquel momento en el que Jesús confiesa que es el Hijo de Dios, y le dan un bofetón. Y el Señor dice: Si he hablado mal, ¿por qué me pegas? Si yo he venido a reconciliar a los hombres, si yo he venido a entregarles mi amor, si yo he venido para hacerles ver que todos somos hermanos, que no hay distancias entre nosotros, que cuando hay alguna necesidad en otro tengo que salir en su búsqueda y ayudarle… Si vengo a eso, si estoy con vosotros para eso, ¿por qué me pegáis?.

Queridos hermanos: esa página del Evangelio sigue siendo una realidad permanente y constante en nuestra vida. Yo, desde que soy obispo, hace ya muchos años, he pasado por tantas iglesias particulares... primero en Galicia, como obispo de Orense; más tarde como arzobispo Oviedo y toda Asturias; más tarde en Valencia; y ahora aquí, en Madrid. Y siempre decía –sobre todo en los pueblos que visitaba, y a las gentes que visitaba–, cuando llegaban a la iglesia: aquí tenéis al vecino más importante. A Jesucristo, en el misterio de la Eucaristía. Es un vecino que, cuando le vienes a visitar, no solamente os entrega palabras que llevan paz al corazón, sino que además Él produce con su presencia tal paz en mi corazón, y tal capacidad para hacernos vivir de otra manera, que ciertamente es el mejor vecino que tenemos, al que tenemos que cuidar especialmente. No solamente no nos estorba, sino que Él nos acompaña, nos alienta, nos regala su amor, nos invita a vivir de la misma manera. Cada vez que nos reúne los domingos, alrededor del altar, vosotros veis que nos reúne siempre y nos dice: mirad, no podéis parar en vuestra vida hasta que no logréis entender que la vida, la vida de todos los hombres y la vida de todos los seres humanos, tiene que llegar a ser un lugar como esta mesa, en el que nadie sobra. Todos estamos alrededor de la mesa. Y todos vivimos, no de cualquier modo, y no de cualquier mandato, y no de cualquier palabra, sino que vivimos de esa palabra que nos dio el Señor cuando nos dijo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Y como yo os he amado está precisamente expresado ahí, en esa cruz maravillosa que tenéis aquí, en esta parroquia. Es decir: hasta dar la vida por los demás.

Queridos hermanos: este mundo en el que vivimos necesita recrear la cultura que vino a proponernos el Señor. La cultura del encuentro entre nosotros. Hay tantos desencuentros, hay tantos descartes, hay tantas situaciones que los hombres no tienen por qué vivir … que es necesaria esta cultura que comenzó Jesucristo en el misterio de la Encarnación, viniendo a este mundo para unirse a todos los hombres y para podernos decir con claridad, como nos dijo: «no he venido a condenar a los hombres, he venido a salvaros»… Esta cultura del encuentro que comienza en la Encarnación, que tiene su manifestación más plena en la muerte de nuestro Señor Jesucristo cuando nos dice: «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando».

Pues, queridos hermanos, yo, esta tarde, he querido venir junto a vosotros, primero por acompañarnos ante un acontecimiento que habéis vivido en esta comunidad parroquial, un robo y un atentado, de alguna manera, contra nuestro Señor. Quizá, no sé si consciente o inconscientemente, sospecho que inconscientemente, de quién estaba realmente en el misterio de la Eucaristía, que es Dios mismo. Y quiero pensar mejor así que no de otra manera.

Pero lo que sí es verdad es que el Señor me ha dado la oportunidad de venir junto a vosotros. Y yo quiero darle gracias a Dios por esto. He venido a vosotros para anunciaros este misterio de Jesucristo que es salvación para todos los hombres. Que es propuesta de verdad para todos los hombres. Que es camino. Un camino que solamente nos lo sabe enseñar e interpretar nuestro Señor. Quiero también así poder decir juntos el salmo 50 que acabamos de recitar: «Mi boca proclamará tu alabanza». Y lo que sale de la boca es lo que está en el corazón. Lo que está en el corazón es dar gracias a nuestro Señor: Señor, gracias por tu misericordia. Sí. Porque tú nos quieres incondicionalmente. Porque tú nos quieres, no por las obras que hagamos, que a veces las hacemos mal; y no por los pasos que demos, que a veces los damos mal; sino que nos quieres porque eres Dios. Porque has venido a salvarnos. Porque has venido a decirnos que experimentemos que el amor verdadero es el que tú nos tienes. Porque tu bondad es manifiesta. Porque tu compasión es tan grande, tan grande, tan grande, que borras nuestras culpas. Tienes pasión por el hombre.

Hace un instante me hacían una entrevista en la televisión, para Telemadrid. Y yo les decía esto: lo más bonito es que Dios no es enemigo del hombre. Dios es amigo del hombre. Y el Dios que se nos revela en Cristo es amigo del hombre. Y amigo de todos los hombres. Sí, queridos hermanos. De todos los hombres. También de aquellos que le abofetearon y que le siguen abofeteando, consciente o inconscientemente. Amigo de los hombres. Lo único que le gusta a Dios es lo que decíamos hace un instante: Tú, Señor, quieres un corazón sincero. Tú quieres hombres y mujeres que vivan con sabiduría. Por eso, nos decía el salmista: cuidadle. Que quede diáfano. Que quede limpio. Que quede su sabiduría. Que quede en tu corazón.

Qué hermoso es, queridos hermanos, que el Señor nos reúne esta noche aquí para celebrar la Eucaristía, para que nuestro corazón palpite al unísono del corazón de nuestro Señor Jesucristo. Un corazón que quiere el bien de los hombres, que quiere la amistad entre los hombres, que quiere la fraternidad entre los hombres, que quiere que nos ocupemos los unos de los otros, que no nos olvidemos de nadie, que nunca olvidemos al que más lo necesita. Por eso, el salmista, y decíamos juntos nosotros: «renuévame por dentro Señor».

Que este momento, estas circunstancias que habéis vivido en esta parroquia, sean también para que el Señor nos renueve por dentro. Empezando por nuestro corazón. Que cambie nuestro corazón. Que nos devuelva la alegría. Esa alegría de la Santísima Virgen María, que cantó: «Proclama mi alma la grandeza de Dios». No hay nadie más grande que Dios. Esa alegría que nos hace vivir con generosidad. Vivir proclamando siempre la alabanza a Dios.

Esta tarde, después de escuchar la Palabra que hemos proclamado, quiero deciros tres cosas.

Primero, volvamos a decirle al Señor: «perdón». Queridos hermanos: esta palabra la está olvidando esta humanidad. La palabra perdón, la está olvidando. Ya veis, este mundo: tú me la haces, tú me la pagas. Y me la pagas además devolviéndote el mal que me hiciste. Esto no es de Dios. No es de Dios, queridos hermanos. Y esta humanidad no tiene salidas si seguimos olvidando esta palabra. Si seguimos olvidando la palabra reconciliación, paz… no tiene salida. La paz no se logra sin el perdón. Permanece el odio. Permanece la enemistad. Y eso no es de Dios. Volved al Señor, nos decía el profeta Oseas. Volved al Señor. Conviértete al Señor, hemos escuchado hace un instante. Porque tú mismo tropezaste con tu pecado. Conviértete. Da una versión de tu vida: la que Cristo ha dado, la que Cristo te da. Porque normalmente la versión que queremos dar en la vida nosotros es la versión, pues eso, de culpabilizar a los demás.  Mirad este mundo. En todos los continentes, guerras… todos. Todos y cada uno. Y todos, a ver quién puede más. Y, mientras tanto, en todos los continentes, muchos pobres, que son los que sufren las consecuencias. Los pobres, queridos hermanos. Huyendo unos para poder comer, y yendo a otros lugares para ver si es posible encontrar trabajo; y otros huyendo, porque si no huyen les matan a los pobres… En todos los continentes, queridos hermanos: en Asia, en Europa… ¿Cómo estamos en Europa? ¿Solo nos preocupa el dinero?.

Volved. Volved al Señor. Decidle al Señor: perdóname. Fijaos, hermanos: no deshagamos la obra que salió de las manos del Señor. Somos obra de Dios. Somos imágenes de Dios, nos dice el Señor en las primeras líneas de la Biblia. Hemos sido creados a imagen de Dios. Y la imagen de Dios es esa que salió de sus propias manos. Y esta imagen de Dios tiene piedad, es curada por Dios, es amada por Dios. Y encuentra el amor de Dios. Por eso, el profeta decía: volvamos a descansar en su sombra.

Queridos hermanos: esta tarde, yo os invito a descansar junto al Señor. Él se va a hacer  presente aquí. Aquí, en el altar, dentro de un momento, volveremos a rezar al Señor en el sagrario. Como os decía, al mejor vecino. Mirad: todos los que vengáis aquí, Él no os va a reñir, ni os va a echar en cara nada... Pero si seguís ahí, saldréis de otra manera. Sí. Sí. Si de verdad escuchamos su voz. Volvamos al Señor. ¿Quién es el sabio, nos decía el profeta Oseas, que esto lo comprenda?. ¿Quién es el prudente que esto lo entienda?. Pues vosotros. Y, queridos hermanos, justos sois todos vosotros. Sí. Porque lo justo en la Biblia no quiere decir que sea un señor que no ha pecado. El justo es pecador, como los demás. Pero la diferencia entre el justo y el pecador en la Biblia es que el justo, que es pecador, se pone de cara a Dios y descubre sus sombras, y la necesidad de conversión y de amor de Dios; el pecador es quien vive de espaldas, y no quiere saber nada con Dios. No quiere saber nada con Dios. Los dos son pecadores, pero hay una diferencia: uno se pone delante de Dios, y delante de Dios descubre uno las sombras que tiene. Hermanos: yo os invito a pedir perdón al Señor. No olvidéis esta palabra. No os olvidéis de vuestras convicciones. Yo, a los matrimonios, les digo: no os acostéis ni un día sin decir el uno al otro: perdóname. Todos los días de todo el año. Perdóname. Perdóname. Y a los hijos se lo digo también: pedir perdón a vuestros padres también. Y al hermano. Perdóname. Queridos hermanos: esta palabra no se puede olvidar. Porque es de las últimas que dijo Nuestro Señor: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y, precisamente porque no sabemos lo que hacemos, necesitamos este perdón.

En segundo lugar, yo os invito a acoger lo que el Señor nos dice: os mando al mundo. Los cristianos estamos para estar en el mundo, queridos hermanos. Atendiendo a lo que Jesús dijo a sus apóstoles: mirad, os mando como ovejas entre lobos; es decir, os mando al mundo, os mando en medio de las dificultades, os mando en medio de otras opiniones, os mando en medio de otras ideas… Pero vosotros, que tenéis ideas también, no me las quitéis. Vivid la vida que os da Jesucristo. Uno puede tener ideas diferentes, queridos hermanos. Incluso entre nosotros. Ideas distintas. De todo tipo. Pero Jesús, cuando entra en nuestra vida… Yo no miro las ideas que tenía… o que tienen estos jóvenes, que no sé nada de ellos… Pero, cuando uno mira desde Jesús… Yo no digo las ideas que tenga este, o este… Pero, es que este es un hermano mío. ¿Le vas a pegar? Cristo en el mundo, queridos hermanos. ¿Nos separan las ideas? Cristo no es una idea. Cristo es una persona. Cristo da vida. Cristo envuelve nuestra vida en amor. En su propio amor. Y me hace que yo le admire, y le mire con el mismo amor de Jesucristo.

Os mando al mundo. El Señor lo ha dicho: sed sagaces. Sed sencillos. Sed sencillos. Tened cuidado. Pero no olvidéis que yo os mando al mundo para que mostréis mi rostro, para que mostréis mi vida, para que no devolváis mal por mal; sino que, si os hacen mal, devolváis bien; si os hacen daño, dad amor; si os critican, no hagáis lo mismo. Un discípulo de Jesús no hace eso. Claro, podéis decirme: es que es muy difícil. Claro. Es muy difícil para nosotros. Para nuestro Señor, no. Solamente hay que dejarse en las manos de nuestro Señor para cambiar la vida.

Jesús nos enseña que a los demás se les cambia amándoles. ¿No veis a Zaqueo? Subido allá, en una higuera. Era muy curioso, Zaqueo. Era bajito, se conoce, y se subió a un árbol. Y Jesús se fija en Zaqueo, que era un hombre que había pecado mucho. Y le dice: baja Zaqueo, que quiero hoy entrar en tu casa. Y Dios entró en su casa. Y es una maravilla cómo cambió Zaqueo, dejándose amar por Jesús. Si dejamos entrar a Jesús en nuestra casa, en nuestra vida, es una maravilla. Cambiamos. Cambiamos todo. Cambiamos todo. Pero pasa exactamente igual en otros pasajes. La Samaritana. ¿Os habéis dado cuenta? Una mujer que, ya lo hemos escuchado en el Evangelio, no era precisamente buena. Había vivido de muchas malas maneras. Cuando el Señor la encuentra en el pozo de Jacob, no le dice: pero qué sinvergüenza eres. No le dice eso. Se sienta con ella, empieza a conversar con ella, y la quiere conquistar el corazón con su propio amor; de tal manera lo conquista, que es ella misma la que le relata al Señor lo que ella es. Porque el amor trae amor. Y el amor trae verdad.

Os mando al mundo. Pero no de cualquier manera. Os mando al mundo en mi nombre. 

Y, en tercer lugar, os mando al mundo para que deis testimonio de mí. Daréis testimonio ante los gentiles. Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que tenéis que decir, que yo os lo diré. Tenedme a mí. No me olvidéis a mí. Yo os diré las palabras que tenéis que decir. Cuando os persigan, también yo os voy a decir las respuestas que tenéis que dar.

Queridos hermanos: testigos de Jesús en medio de este mundo. Y para ser testigos de Él, el mismo Señor se ha quedado en el misterio de la Eucaristía. Para eso se ha quedado. Es Jesús mismo el que está presente en el misterio de la Eucaristía. El mismo Señor que paseó por los caminos de Palestina, que hizo milagros, que se acercó a tanta gente. El mismo Jesús el cual su madre, en aquel momento en el que aquellas gentes iban a celebrar una boda y no podían porque faltaba el vino, María se acerca y les dice: haced lo que Él os diga. Haced lo que Él os diga. Este Jesús que tomó rostro humano siendo Dios. Este Jesús que se acerca a nuestra vida, y que no nos deja; que se acerca al misterio de la Eucaristía; este es el Jesús que cuando le dejamos entrar en nuestra vida, nos pide un cambio. Nos pide que seamos aquello que dice san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». San Pablo había venido persiguiendo a los discípulos primeros. San Pablo había participado en la matanza de san Esteban. San Pablo había violentado a los cristianos. Y el día que se encuentra con Jesús, formula estas palabras: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Y Cristo que vive en ti quiere confortarte de alguna manera.

Queridos hermanos. Diréis: este cardenal nuestro parece que nos cuenta cuentos de hadas. No. Os digo la verdad, queridos hermanos. No construyamos el mundo a base de bofetadas. No construyamos el mundo a base de mal por mal. No. Eso no es nuestro. Eso no es de los discípulos de Cristo. Dejémonos amar por Cristo. Y, como Él, devolvamos su amor.

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