Homilías

Domingo, 28 mayo 2017 12:38

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de envío de misioneros, en la solemnidad de la Ascensión (28-05-2017)

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Querido vicario episcopal. Ilustrísimo señor deán. Querido José María, delegado episcopal de la Delegación de Misiones de nuestra archidiócesis de Madrid. Hermanos sacerdotes. Queridos seminaristas. Queridos hermanos misioneros que estáis o vais a ir a la misión. Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.
 
En este día de la solemnidad de la Ascensión, Jesús ha completado el encargo que le ha dado el Padre. Él quiere que la misión siga viva. Y precisamente lo que Él comenzó, ha llegado a todos los lugares de la tierra. Y nuestra iglesia diocesana quiere participar también en esta misión. Por eso, en esta solemnidad de la Ascensión, recordamos por una parte a todos los madrileños que dejaron todo por llevar el Evangelio a los lugares donde la fe no está implantada, o donde los cristianos no tienen medios para vivir su fe. Ellos anuncian el Evangelio. Y fijamos nuestra mirada también en aquellos otros cristianos de nuestra archidiócesis de Madrid que quieren ir a la misión.
 
La Delegación de Misiones ha querido que el lema de esta jornada para este año fuese Mira a tus misioneros. Porque los misioneros, hermanos, no van solos: les acompañamos nosotros. No solamente con nuestra oración, con nuestra simpatía y afecto, sino también queremos compartir con ellos ayudándoles con los medios necesarios para poder anunciar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
 
Por eso, yo os animo a todos, en este día de la Ascensión del Señor. Y animo a quienes dejaron sus hogares, sus seguridades y, siguiendo el mandato de Jesús, marcharon a dar a conocer a Jesucristo. Este año nos habla precisamente de que miremos a los misioneros. Mira a tus misioneros. En 25 países de Latinoamérica y más de 29 países de África y de Europa, y en 15 países en Asia y en Oceanía, están misioneros de Madrid. Recemos por ellos. Expresemos el agradecimiento a Dios por su entrega, y apoyémosles con nuestra oración y también con nuestra limosna.
 
Miremos a los misioneros. Y para poder mirar a los misioneros tenemos que acoger con toda sinceridad la palabra que el Señor nos ha regalado hoy. Una palabra que fundamentalmente podríamos resumir en tres realidades, que para nosotros son importantes.
 
En primer lugar, el Señor nos ha regalado a todos su poder; en segundo lugar, el Señor nos ha regalado a todos su misión: a todos los cristianos. Y, en tercer lugar, el Señor nos ha regalado a todos el arma con el que tenemos que marchar a anunciar a Jesucristo siempre. 
 
En este día en que miramos a nuestros misioneros, yo os invito a que ahondemos precisamente en estas tres realidades que el Señor nos permite vivir a nosotros, especialmente en esta fiesta de la Ascensión. ¿Qué hacéis mirando al cielo? nos decía la primera lectura. ¿Qué hacéis entreteniéndoos en no sé qué cosas que no tienen nada que ver con la realidad más profunda y más honda que tiene el corazón humano? El corazón humano quiere ser feliz, el corazón humano busca la felicidad. Queridos hermanos: la felicidad no la dan las cosas. La felicidad la da una persona: Jesucristo nuestro Señor. Por eso, en la carta a los Efesios, hace un instante, se nos decía: comprended la esperanza a la que se os llama, la riqueza de gloria que Dios os regala y os da, la grandeza de su poder. Que tengáis luz en vuestros ojos y en vuestro corazón.
 
Queridos hermanos. Esa luz en el corazón y en nuestros ojos nos la da el Señor diciéndonos: primero, os doy mi poder. Lo habéis escuchado en el Evangelio: se me ha dado todo poder, en el cielo y en la tierra. ¿Cuál es el poder de Dios? ¿Cuál es el poder que nos ha revelado Jesucristo? Su amor. No tiene otro poder. No quiere hacer reinos al estilo de este mundo, con la fuerza. No. Quiere hacer el reino, y le ha iniciado ya Cristo, con su amor.
 
Queridos hermanos: en este día de la Ascensión, que es la fiesta donde se nos manifiesta dónde está la plena realización de todo lo humano, que tiene su fundamento en Dios solamente, acojamos su amor. Acojamos ese poder que el Señor nos da. Acojámoslo. Es su amor. Dejémonos amar por Dios. Dejemos que en nuestra vida personal entre ese amor de Dios. Dejemos que en nuestras familias entre el amor de Dios. Un amor que nos hace siempre mirar hacia los demás; que nos hace no entretenernos en el cielo mirando a los hombres, mirando sus realidades, mirando las necesidades que tienen, mirando lo que es más importante… Mirando, queridos hermanos, que el acontecimiento más grande que a un ser humano le puede acontecer, le puede suceder, es llenar de sabiduría su corazón. Y esa sabiduría solamente es Jesucristo. Este es su poder. El que Él nos regala. 
 
En segundo lugar, nos regala su misión. Lo habéis escuchado también en el Evangelio: Id y haced discípulos de todos los pueblos. Id a todos los hombres. No hay fronteras para un discípulo de Cristo; no hay fronteras para aquel que ha acogido el amor mismo de Dios, porque el amor de Dios no tiene fronteras, no pone límites a nadie. Es un amor para todos los hombres.
 
Los discípulos de Jesús somos enviados. El Señor nos manda a la misión, porque el fin de la misión es hacer discípulos. Id y haced discípulos. Id, salid y haced discípulos. Haced hombres y mujeres que acojan el amor de Dios.
 
 Queridos hermanos: qué fiesta más bonita. Mira a tus misioneros. En un mundo que vemos cómo está. Roto. Un mundo que a veces echa a Dios. Le echa. Le echamos de nuestro corazón y ponemos otros tesoros en nuestro corazón. Le echamos de nuestra convivencia: no nos es necesario. No queremos su luz. En un mundo así, qué fuerza tiene la misión, qué fuerza tiene el aceptar este regalo de Cristo, el regalo de la misión, de su misión: haced discípulos; haced hombres y mujeres que llenen su corazón de amor; haced hombres y mujeres que llenen su corazón de ese amor de Dios que construye, que une, que reparte, que se fija en los que más necesitan. Ese amor de Dios que da las medidas auténticas que tiene que tener el ser humano, y que Jesús de una forma extraordinaria nos las manifiesta en este día de la Ascensión, donde Él proclama la plena realización del ser humano ascendiendo a los cielos delante de los discípulos, y diciéndoles que ellos también lo van a hacer.
 
¿Veis? Qué maravilla de regalos nos hace el Señor: nos regala su amor. Su poder, que es su amor. Con este poder cambiamos este mundo. Nos regala su misión.
 
Y, en tercer lugar, el Señor nos regala un arma. Nos ha dicho en el Evangelio: cuando vayáis a los hombres, en la misión, enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado.
 
¿Qué nos enseña Jesús a guardar? Nos lo ha dicho: que amemos como Él amó. Amar como Él nos ha amado. Esta es nuestra tarea. Por eso, tantas veces nosotros tenemos que acercarnos al Señor y decirle: perdóname, Señor, porque yo no amo de la manera que tú lo haces. Yo siempre tengo algo: tengo sospechas, tengo...
 
¿Qué tengo yo en mi corazón? ¿Soy aquel hombre de la parábola del buen samaritano, que salgo y a todo el que está tirado me paro? No miro si es de no sé qué… No. Está tirado. Me paro, lo miro, me agacho, lo curo, lo limpio, lo cojo en mis manos, lo levanto, le presto lo que tengo: mi cabalgadura… Lo llevo a un lugar donde lo puedan curar y lo puedan sanar, y no me desentiendo de él. Porque el amor de Dios no es a ratos: es para siempre. Y le tengo que mantener.
 
¿Con qué arma marcho yo por el mundo? Mira a tus misioneros. De Madrid salieron  hombres y mujeres que están anunciando el Evangelio en todos los continentes. ¿Qué llevaron? Personas, queridos hermanos. Es verdad, necesitadas de ese amor de Dios. Pero la convicción más profunda es que su poder, el que llevaban, no era otro más que el amor mismo de Dios, el de Jesús; que su misión era la de Jesús; que su arma, la que tenían para entrar en el lugar adonde iban, no era otra que el amor del Señor.
 
Queridos hermanos: mira a tus misioneros. Acompáñales. Pero seamos misioneros también en Madrid. Podemos serlo.
 
La Ascensión es un momento especial de la vida de la Iglesia, en la que ella nos hace que nos fijemos en un dato esencial para vivir el anuncio de Jesucristo: que la plenitud del ser humano se alcanza solo en Jesús, que ha ascendido hasta Dios. Y nosotros lo haremos también si aceptamos estos tres regalos que nos hace nuestro Señor Jesucristo: el regalo de su poder, el regalo de su misión, y el arma que Él nos regala. Todo se manifiesta aquí, en este altar, en el misterio de la Eucaristía.
 
Pidamos esto, para toda nuestra archidiócesis. Hoy, pongamos ahí, junto al pan y al vino, a todos los misioneros de Madrid que están anunciando a Cristo. Y pongamos ahí a los que puedan marchar. Y pongamos ahí, junto al altar, a todos los cristianos de nuestra diócesis. Seamos misioneros. Aceptemos el reto de Cristo. Cojamos estos regalos.
 
Queridos hermanos: no olvidéis ninguno. No olvidéis ninguno. Cuando esta noche terminéis el día, recordad esto que os dice vuestro arzobispo. ¿He cogido el regalo del amor de Dios? ¿Tengo el poder de Dios? ¿O cuál tengo? ¿O tengo mis manías? ¿O tengo mis gustos? ¿O quiero poderes de este mundo?
 
Cuando terminéis el día, delante del Señor, decirle: Señor, acepto tu misión … Quizás no sea marcharme. Pero sí proseguir mi misión en el barrio donde estoy, en mi casa donde vivo, con las personas que me rodean. ¿Doy testimonio tuyo? ¿Qué arma utilizo?
 
Qué bonito es terminar el día y decir: Señor, perdóname, porque he cogido otras armas que no son las tuyas. Y digo que es bonito porque es reconocer la verdad de nuestra vida. ¡Cuántas veces marchamos por la vida armados! Pero no del amor del Señor.
 
Acojamos su amor. Que así sea.
 

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