Homilías

Jueves, 13 abril 2017 20:29

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de la Cena del Señor (13-04-2017)

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Ilustrísimo señor deán, excelentísimo cabildo catedral, queridos hermanos sacerdotes, hermanos y hermanas de la vida consagrada, queridos hermanos todos:

Un año más, en este Jueves Santo, el Señor nos reúne para decirnos que el culmen de la vida cristiana es la Eucaristía. La institución de la Eucaristía es el regalo más grande que el Señor ha podido hacernos, porque al fin y al cabo es el regalo de su permanencia entre nosotros para siempre. Es el regalo de la prolongación del misterio de la Encarnación. Dios, presente entre los hombres. El mismo Señor que nació en Belén y muere en la Cruz, el mismo Señor que tantas cosas en su vida nos enseñó mientras estuvo con nosotros, ha querido permanecer con los discípulos de Cristo en el misterio de la Eucaristía, para que la Eucaristía fuese nuestro alimento y fuese también el plano desde el cual cada uno de nosotros nos movemos.

El Jueves Santo es un día en el que, también, la Iglesia nos pide que celebremos la institución del ministerio sacerdotal. Hombres escogidos por el Señor para que le hagan presente a través de su vida; para que sigan prestándole la voz y puedan seguir diciendo: «Tomad y comed, este es mi Cuerpo; tomad y bebed, esta es mi Sangre». Hombres que puedan seguir diciendo: «Yo te absuelvo de todos tus pecados», que entreguen el perdón. Hombres que sigan expresando a través de su vida el misterio de nuestro Señor Jesucristo que, en vasos de barro, se hace presente en medio de los hombres, porque la fuerza no está en esos vasos que el Señor elige de entre los hombres, y de barro son, sino en la fuerza y en la gracia que el Señor pone en nuestra vida.

Y, como consecuencia de esta participación en la Eucaristía, en la mesa del Señor, y también de esa prolongación de su persona a través del ministerio sacerdotal, la vida de la fraternidad, la vida de la caridad en la vida de la Iglesia; la revolución de la ternura, queridos hermanos y hermanas, que es la única que puede cambiar este mundo y esta tierra.

Si os habéis dado cuenta, en esta tarde del Jueves Santo el amor de Jesús traspasa el espacio y el tiempo y llega hasta nosotros. Como os decía, nos regala su permanencia en la Eucaristía, nos regala el ministerio sacerdotal para que sigamos celebrando en todas las partes de la tierra esta cena del Señor, y nos convoca a la revolución de la ternura a través de ir creando la fraternidad, la vida de caridad, la preocupación de los unos por los otros. Que se restaure en este mundo la gran familia de los hijos de Dios.

Como habéis escuchado en la primera lectura, hermanos, este es un día memorable para vosotros. Es memorable para todos los cristianos: comemos el cordero, nos alimentamos de Cristo, nos reunimos en torno a la mesa como el Señor reunió a los primeros discípulos. Y esta reunión nos hace sentir que somos hermanos, tomamos la sangre de nuestro Señor que marca nuestra existencia con la entrega, con el servicio a los demás, con la consideración del otro como más importante que nosotros mismos… No necesitamos poner sangre en las jambas de nuestras casas. En nuestra vida, como discípulos de Cristo y por el bautismo, está inscrita la vida del Señor: su Muerte y su Resurrección.

Hoy también pasa el Señor, y nadie nos tocará, y nadie hará cambiar nuestra dirección, sino que tendremos esta que nos ha puesto el Señor en este día memorable, regalándonos el misterio de la Eucaristía. Cristo ha querido permanecer entre nosotros en el misterio de la Eucaristía. Instituyó la Eucaristía y el ministerio sacerdotal. Es el regalo más grande.

Permitidme queridos hermanos un recuerdo muy especial para mí. Cuando he llegado a Madrid, una persona de mi tierra y de mi pueblo me regalaba el recordatorio de mi Primera Comunión. Que ponía, entre otras cosas: «El día más feliz de mi vida». Era un día del Corpus. Quién me iba a decir a mí entonces, cuando tenia seis años, que en verdad ha sido la felicidad vivir en esa comunión con Cristo, alimentado de Cristo, y también en la medida en que he dejado que ese alimento saliese de mí para los demás, ha sido felicidad para quienes conmigo y a través de mi ministerio, podéis sentir y percibir la acción eficaz de un Dios que no quiere separarse de los hombres. Podemos contemplarlo. Podemos alimentarnos de Él, queridos hermanos. «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros», nos decía hace un momento el apóstol Pablo. «Este es el cáliz de la nueva alianza, sellada con mi sangre. Haced esto en conmemoración mía». Pero, queridos hermanos, hoy la Eucaristía y el ministerio sacerdotal nos invita y nos provoca un cambio existencial y social y de relaciones entre nosotros; limpia nuestra vida de egoísmos, limpia nuestra vida de centrarnos en nosotros mismos para convertirnos en servidores de todos los hombres y viendo en todos los hombres la imagen misma de Dios.

Os quiero explicar este cambio. Lo habéis escuchado en el Evangelio. Esto sucede aquí, entre nosotros, en este momento: estaban cenando, como nosotros; el evangelista quiere que se nos grabe bien esta escena del lavatorio de los pies y amontona seis verbos: levantarse, quitarse la ropa, ceñirse una toalla, echar agua, lavar los pies y secárselos. El evangelista describe la escena plano a plano, como si fuera una película, como si quisiera suscitar en esta comunidad cristiana, en nosotros, una actitud de lo que tiene que ser toda nuestra vida.

Sabéis todos, hermanos, que lavar los pies en la cultura de Jesús era un trabajo de esclavos. Jesús, lavando los pies, realiza un gesto escandaloso. Lo que hace Jesús lo hacían los esclavos. Por eso, con este gesto, Jesús provoca el desconcierto en sus discípulos, como lo provoca en nosotros queridos hermanos si le metemos de verdad en nuestra vida. Que el que preside la mesa, el Señor, el maestro, el Mesías, se ponga a lavar los pies, es incomprensible para los discípulos… ¡Si eso lo hacen los esclavos!

Quedaos, por un momento, contemplando esta escena. Podemos imaginarnos que estamos también nosotros dentro de aquel círculo de los discípulos, que nos encontramos frente a frente con Jesús lavando los pies. Haced esta composición de lugar, como diría san Ignacio de Loyola. Él toca lo sucio que hay en el ser humano, y en nosotros. Si lava los pies es porque era lo más sucio que había; entonces los caminos no estaban asfaltados; solo los que tenían una posición llevaban sandalias; los demás iban descalzos, y se ensuciaban los pies… Y el Señor toma esto para decirnos que él toca lo sucio que hay en el ser humano.

Por otra parte, hermanos, sabéis que los pies nos hacen estar, sostienen toda nuestra vida. Y Él quiere limpiar lo que sostiene nuestra vida, y quiere decirnos que lo que sostiene nuestra vida es Dios mismo. Que sin Dios estamos perdidos: hay suciedad, hay mancha. 

Queridos hermanos: Él propone una revolución del amor y de la ternura. Jesús no es un iluso que siembra falsas ilusiones, no es un vendedor de humo. Él propone una revolución que se hace con amor y con ternura, rompe todos los esquemas. Pedro, por ejemplo, no lo entiende, lo habéis escuchado: ¿Pero tú lavarme los pies a mí? Tú no me lavarás los pies jamás. No admite Pedro la igualdad. Encarna un modo de pensar de la cultura dominante. Cree en la desigualdad, la legitima; por eso no acepta a Jesús, no acepta que se abaje. Pero es Jesús. Mirad lo que nos dice: si no te lavo los pies, no tienes parte conmigo. Y nos lo dice esta tarde a nosotros, queridos hermanos: si no nos dejamos lavar lo sucio de nuestra vida, para que sea Dios el que sostenga nuestra vida, no tenemos parte con Él.

¿No veis que esta es la verdadera revolución? ¡Cuánto me gustaría a mi que toda la gente hoy escuchase esto! Que no es mío: es del Señor. Déjate lavar, déjate limpiar lo sucio. ¿Te resiste tú también, como Pedro? ¿No eres capaz de acoger el amor que Dios te quiere entregar? ¿Qué es lo que acoges en tu vida y en tu corazón? ¿Cómo deseas limpiar este mundo si no te dejas limpiar a ti? ¿Cómo deseas que este mundo sea diferente, distinto, cambie, haya paz, las relaciones entre los hombres sean siempre positivas, nos veamos como hermanos, luchemos unos por los otros para salir adelante siempre? ¿Cómo lo queremos hacer esto si no nos dejamos lavar los pies, si no quitamos la suciedad, los egoísmos, las impurezas, el interés por nosotros mismos, todo lo que nos mancha y no nos sostiene como hermanos frente a los otros?.

Pedro, hermanos, nos representa a todos. No se deja amar. Necesitamos que Jesús toque nuestros pies. Los pies significa, como os decía antes, la base de la persona, lo fundamental.

En este Jueves Santo del año 2017, ¿nos dejaremos tocar y limpiar los pies, limpiar nuestra vida, los discípulos de Cristo? ¿Podrá llegar esta voz a todos los que somos parte de la Iglesia que camina en Madrid para que todos hagamos un esfuerzo, hermanos? ¡Si nos lava Él!. Simplemente tenemos que dejar que nos lave, que nos limpie. Lo hace Él todo.

Por eso, el Señor termina de una forma maravillosa el Evangelio que acabamos de proclamar. Dice estas palabras: ¿habéis comprendido lo que he hecho con vosotros? ¿Habéis entendido, queridos hermanos, que Él quiere lavarnos? ¿Nos dejamos lavar los pies? ¿Nos dejamos limpiar la vida por Cristo?. Y añade el Señor: lo que he hecho con vosotros, si yo que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.

Hermanos: ¿es que no es esta la revolución del amor y de la ternura? ¿Es que esto, si lo comenzamos a hacer entre nosotros, aquí en Madrid, aquí, entre nosotros, no cambia todo? No hacen falta muchas explicaciones. Lo único que el Señor nos pide es que nos dejemos amar por Él, que nos amemos de verdad entre nosotros; si tenemos el amor de Él, Jesús nos lava los pies para decirnos que amar de verdad es volver la dignidad a todo ser humano; y al ser humano se le devuelve la dignidad cuando unos a otros somos capaces de lavarnos los pies, de ayudarnos a limpiar. No a echar en cara. Eso es fácil.

Queridos hermanos: qué fácil es ser espectadores. Qué fácil es, como cuando vemos una tienda, un escaparate: qué feo, qué bonito. Eso no nos dice el Señor que hagamos. Ni miramos escaparates, ni estamos dentro ni fuera. Cambiamos el mundo con la gracia que nos da nuestro Señor: lavándonos los pies los unos a los otros.

A lo largo de la historia, en la Iglesia ha habido siempre personas que han estado dedicadas al cuidado de los enfermos, de los ancianos, de los niños y de las mujeres en riesgo, de los pobres del mundo entero... Y Madrid es una expresión donde ha habido santos, hermanos. Aquí, en la catedral, tenemos altares dedicados a personas que han inaugurado una forma de estar presentes, lavando los pies en este mundo, dedicándose a los que más lo necesitaban. Por eso, es normal que hoy sea el día del amor fraterno. Un amor que es inclusivo, que se extiende a todos los seres humanos, comenzando por los que están más cerca, y por los necesitados.

Nuestro mundo está sediento de Dios, queridos hermanos. Nuestro mundo necesita sacerdotes que reúnan al pueblo en la fe del Señor, que les hagan entender qué significa que Jesús entra en nuestra vida, que nos dispone a lavar los pies los unos a los otros. Pero necesita testigos, hombres y mujeres como vosotros, de la trascendencia, de la esperanza, de la vida real de Cristo en medio de la historia. Esta tarde, todos nosotros le queremos decir al Señor: Señor, compartimos contigo la cena en la que nos revelaste el amor, queremos dejarte entrar dentro de nosotros, queremos alimentarnos de ti. Que podamos comprender que eres el amigo que permanece siempre a nuestro lado, que nos da la alegría verdadera, y que nos hace que regalemos la alegría a los demás, porque nos arrodillamos ante todo el que nos encontremos por el camino para limpiarle. No para echarle en cara nada: para llevarle a Jesús, para que le limpie Jesús.

Y, queridos hemanos, nadie lleva a nadie imponiendo. Nadie lleva a nadie y no le presta su corazón, su vida, sus manos, sus pies. Vamos a ayudarnos a hacerlo. Esto es de verdad el Jueves Santo. Cuando durante estas horas, después de la celebración, adoremos a nuestro Señor Jesucristo, que seamos capaces todos nosotros de decirle al Señor: Señor, lávame, límpiame, y enséñame a limpiar, enséñame a arrodillarme ante todo ser humano. Amén.

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