Homilías

Martes, 05 octubre 2021 15:23

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de la festividad de la Real Esclavitud de Santa María la Real de la Almudena (08-09-2021)

  • Print
  • Email
  • Media

Queridos hermanos obispos auxiliares, don Santos y don Jesús. Vicario general. Deán de la catedral. Vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Excelentísima señora presidenta de nuestra comunidad autónoma de Madrid. Autoridades. Queridas hermandades. Hermanos y hermanas todos.

«Confío en la misericordia de Dios, y se alegra mi corazón con el auxilio que me viene de Dios». La Palabra que el Señor nos ha regalado en esta fiesta en que la Real Esclavitud y congregaciones de Madrid nos reunimos, en esta fiesta entrañable de la Santísima Virgen María, nos ha ayudado a descubrir cómo ese fiarnos de Dios hace posible toda una historia de salvación. A veces esa página del Evangelio que hemos proclamado nos parece que no tiene una fuerza especial. Y sí que la tiene. En ese relato de figuras, en donde se nos va diciendo quién engendró a quién, engendrar significa dar el ser y la propia manera de ser y de comportarnos. Y, si os habéis dado cuenta, en ese relato hay un corte especialmente importante cuando llega a José. «Engendró a José». Y rompe ahí. «El esposo de María, de la cual nació Cristo».

Cristo no ha sido engendrado por hombre humano. Es Dios mismo. El ser y la manera de ser es la de Dios. Por eso nosotros también, en esta fiesta del nacimiento de la Santísima Virgen María, le cantamos al Señor y le bendecimos. Le cantamos al Señor, porque Él es la gran fuerza que tenemos los hombres para caminar, para dar sentido a nuestra vida. Dios nos propone un horizonte de vida especial para todos nosotros. Un horizonte de vida que nos hace descubrir esa página preciosa del Evangelio que a veces repetimos muchas veces, que es el padrenuestro. El padrenuestro nos da una manera de ser, de entendernos y de descubrir lo que son para nosotros los demás. Si decimos que somos hijos de Dios, estamos diciendo al mismo tiempo que todos los hombres son hermanos nuestros. Es verdad que esto, sin la fuerza del Señor, no es fácil entenderlo y comprenderlo.

Es verdad. El misterio de nuestra vida lo vivió de una forma especial María nuestra madre, desposada con José, que, como nos ha dicho el Evangelio, esperaba a un hijo por obra del Espíritu Santo. Un misterio. Pero un misterio en el cual, queridos hermanos y hermanas, nosotros queremos entrar. Deseamos dejarnos envolver por este misterio de un Dios que nos ha querido tanto, que nos ha amado tanto, que no ha querido ser extraño a la historia de los hombres. Ha querido entrar en esta historia. Ha querido compartir esa historia. Este Dios en quien creemos, y que nos reúne esta tarde a nosotros, en esta fiesta del nacimiento de María, es, como nos ha dicho el Evangelio, «Dios con nosotros. Dios entre nosotros».

¿Qué significado tiene esta fiesta? ¿Qué significado tiene, queridos hermanos, esta fiesta de esta mujer excepcional que ha entrado en la historia y es reconocida, no solamente por los cristianos, sino por otros hombres de otras religiones? La Virgen María tiene una fuerza singular. Me voy a detener por un momento en algo que durante esta pandemia hemos vivido de una forma especial. En algunas cartas que escribo todas las semanas os he dicho que la pandemia nos ha hecho descubrir que quizá la cultura en la que estábamos viviendo, del poder, del tener…, ha pasado a hacernos descubrir en esta pandemia que nuestra cultura tiene que ser la del cuidado. Cuidarnos unos a otros. María prestó la vida para dar rostro a Dios. Y para decirnos cómo nos podíamos cuidar los unos a los otros. Qué pedagogía, no teórica, sino real, existencial, teníamos que tener para cuidarnos los hombres.

Yo, unido a la Virgen María, os quiero decir cuatro aspectos que me parece que en nuestra vida tenemos que cuidar. ¿Qué debemos cuidar en estos momentos? En primer lugar, cuidemos la fe. Custodiemos la fe. Y no para sucumbir al dolor, ni dejarnos caer en la resignación de quien ya no ve una salida. ¡Al contrario! Para ver salidas. Para descubrir horizontes. El Evangelio nos habla muchas veces de que Jesús rezaba levantando los ojos al cielo. Este es un momento de la historia en el que la pandemia, a la fuerza, nos ha hecho descubrir que hay que levantar los ojos al cielo. Son horas importantes. Porque, queridos hermanos, el peso de la angustia, el peso de la oscuridad, el peso de la noche, el peso a veces del abandono… Jesús, en todas esas circunstancias, levantó los ojos al cielo. Y María, su madre, a la que nosotros recordamos, levantó los ojos al cielo cuando Dios le pide: «préstame la vida». «Préstame la vida entera». Para que Dios entre en esta historia. Y María no rehusó. Al contrario. Dijo a Dios, a través del ángel: «Hágase en mí según tu palabra».

Queridos hermanos: custodiar la fe es mantener la mirada en alto. Es mirar al cielo. Mientras sobre la tierra se combate, y a veces se derrama sangre, y a veces sangre inocente, no podemos ceder nosotros a la lógica del descuido. Permanezcamos con la mirada puesta en ese Dios de amor que nos llama a ser hermanos entre nosotros. Este Dios de amor que nos ha dado una madre. «Ahí tienes a tu madre». Y, nos dice el Evangelio, que Juan desde aquella hora la metió en su casa; la incorporó a su vida. Como hacemos todos los discípulos de Cristo. Quizá acoger a María no nos crea absolutamente ningún problema. ¡Cuánta gente vive sosteniendo la fe por la cercanía a la Virgen María! En la cultura del cuidado, el Señor nos ha hecho ver hoy, en este tiempo, que cuidemos la fe. Cuánta gente, queridos hermanos, está volviendo el rostro a Dios en estos momentos. Os lo aseguro. Y no es una teoría que yo pueda decir ahora, desde aquí. En Madrid, mucha gente está volviendo a Dios. Cuidemos la fe. Dios no sobra. Dios no es un extraño. El ser humano anhela a Dios en lo más profundo de su corazón.

En segundo lugar, cuidemos el diálogo con Dios. Sí. La oración. Incluso en los momentos difíciles. La oración. El diálogo con Dios nos ayuda a esperar contra todas las evidencias. El otro día leía yo un consejo que daba el Papa, pero que yo se lo oí siempre a mi abuela, maestra de pueblo: «Enfádate con Dios también. Eso es oración». Dios da respuestas en momentos difíciles. Nos sostiene este diálogo en la batalla cotidiana. Y no es una fuga, no es un modo de escapar de los problemas: es el arma que tenemos todos los hombres para cuidar el amor y la esperanza en medio de tantas armas que siembran la muerte. A veces, queridos hermanos, no es fácil alzar la mirada cuando estamos en medio del dolor; pero la fe nos ayuda a vencer la tentación de replegarnos en nosotros mismos. Tal vez quisiéramos protestar o expresar a gritos nuestro sufrimiento. No debemos tener miedo. Como os decía, una anciana con experiencia me supo decir que también enfadarse con Dios puede ser una oración. La sabiduría de los justos, la sabiduría de los sencillos, es la que nos ayuda a levantar los ojos al cielo. Los ojos a Dios.

Cuidar la fe. Cuidar el diálogo con Dios. María nos lo enseña. Ella marchó donde su prima Isabel y, después de ser recibida en casa de su prima Isabel, María prorrumpió en esa oración preciosa que tantas veces repetimos: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador».

En tercer lugar, cuidemos la unidad. La unidad entre nosotros, los discípulos de Cristo, queridos hermanos. Sí. Cuidemos la unidad. Jesús rezó al Padre. nos lo dice el Evangelio en muchas ocasiones, para que guardase a los suyos en la unidad, para que fuésemos uno, una sola familia donde reinan el amor y la fraternidad. Y Jesús puso a María para cuidar esa unidad. Qué bien lo expresa la Iglesia cuando, el día de Pentecostés, quiere que esté María entre los apóstoles también. La madre. Una sola familia. Queridos hermanos: la división, la ruptura, es la enfermedad más mortal que existe. La experimentamos en nuestro corazón porque a veces estamos divididos dentro de nosotros mismos. Hay divisiones. Divisiones en las familias, en las comunidades, en los pueblos… Por qué no decirlo: a veces en la Iglesia. Son muchos los pecados contra la unidad: envidias, celos, búsqueda de intereses personales, juicios contra los otros. Queridos hermanos: cuando los intereses, la sed de ventajas, se imponen, allí está la división siempre. Jesús nos hizo una última recomendación. Se la dio a Juan: «Ahí tienes a tu madre». Normalmente, en nuestras casas, queridos hermanos, la madre es la que, junto al padre, construyen la unidad. Nuestra madre María, en la Iglesia, nos une. Nos une a todos. Es Madre del buen consejo. Nació para que Dios entrase en este mundo, para que Dios tomase rostro humano.

La última recomendación de Jesús antes de Pascua, como nos dice el Evangelio de san Juan, fue la unidad. Estamos llamados a cuidar la unidad; a tomar en serio la apremiante súplica del Padre. María nos lo dice. Y la madre crea unidad. Queridos hermanos: sabéis el itinerario que yo he tenido, pero sobre todo siendo arzobispo de Oviedo, hoy es la Virgen de Covadonga. Asturias entera estaba allí. No hay división. Porque, además, la Virgen lo sabe hacer muy bien: convoca a todos. A todos. «¿Pero también ese?» Sí, ese también, que aparentemente… Le convoca la Virgen. En Valencia, la Mare de Déu dels Desamparats convoca a todo Valencia. Estamos llamados a cuidar la unidad. Cuánta necesidad hay hoy de fraternidad. Nuestro compromiso por la paz, por la fraternidad, ha de ser el compromiso que acogemos de nuestra madre; que lo tuvo Ella. Ella quiso dar rostro a Dios para hacernos descubrir a nosotros quién es la paz, quién construye la fraternidad. Estamos llamados al diálogo, al respeto, a la custodia del hermano, a la comunión. No dejemos entrar en nuestra vida otra lógica, queridos hermanos. Otras lógicas dividen: destruyen la familia, destruyen la Iglesia, destruyen la sociedad, nos destruyen a nosotros mismos. La lógica de María es la de nuestra madre. Es la nuestra. Cuidar la unidad. Ella ha mantenido a la Iglesia siempre unida. Y nos sigue manteniendo.

Cuidar la fe. Cuidar la oración, el diálogo con Dios. Cuidar la unidad. Y, en cuarto lugar, cuidar la verdad. Son como las cuatro patas que sostienen la vida de un discípulo de Cristo. Jesús pidió siempre que nos consagrásemos en la verdad. Sí: para ir al mundo, para continuar su misión. Custodiar la verdad no significa defender ideas; convertirnos en guardianes de sistemas, doctrinas o dogmas, sino cuidar la verdad es permanecer unidos a Cristo y estar consagrados a anunciar el Evangelio. La verdad en el lenguaje del apóstol Juan es Cristo mismo. Él es la verdad. Con Él nos vamos a encontrar en el misterio de la Eucaristía. Cuidar la verdad significa ser profetas: en todas las situaciones de la vida. Ser testigos. A veces hay que ir contracorriente, pero hay que ser testigos. Queridos hermanos: comprometerse siempre en la verdad. A veces en decisiones que tenemos que tomar; decisiones que construyen la paz, que arriesgan la vida de uno, incluso el prestigio de uno mismo. Solo las cosas así pueden cambiar. Mirad: cuando Nuestro Señor eligió a María, y nació en este mundo para ser madre de Dios, descubrimos que no eligió a una mujer tibia. ¿Quién puede decir «proclama mi alma la grandeza de Dios?». Eso nos quiere a nosotros también: no tibios. En momentos en que puede haber oscuridad, proclamemos la grandeza de Dios. Testimoniemos con alegría que Dios está entre los hombres; que Dios quiere a los hombres; que Dios alza y levanta la vida de los hombres; que aquel que cree en Dios está para servir a los demás. Por eso, queridos hermanos, yo os ofrezco estos cuidados que de verdad la gente, o los cristianos, tenemos que tener imitando a nuestra madre: cuidar la fe, como os he dicho hace un instante; cuidar entre nosotros, y entre todos, la oración, el diálogo con Dios; cuidar la unidad; cuidar la verdad. Y la verdad, ya sabéis, dijo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

Él se va a hacer presente aquí. El hijo de María. El mismo que tomó rostro humano. Y María fue protagonista de que Dios tomase ese rostro, porque acogió la petición que Dios le pedía. Y a sus hijos, que somos nosotros, a los hijos de María, el Señor nos pide que prestemos la vida para dar rostro a Dios. No es una idea. Y no hace falta. Mirad: la Iglesia no está hecha de perfectos. No. Dios no llama a los perfectos. Nos llama pues, como a mí, y a todos los demás. Pero el que llama es Dios. Y cuando uno se pone a disposición de Dios, la vida cambia. Así le pasó a María. Y así, con María, podemos decir todos: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». En estos momentos de la historia, en estas circunstancias, en estas situaciones. No pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Es mentira. ¡Este es mi tiempo! ¡Aquí tengo que entregar mi vida! ¡Esta es la realidad en la que yo tengo que hacer nacer la fuerza de Jesucristo entre los hombres! No seamos hombres y mujeres que miramos al pasado. Lo nuestro es el hoy. En estas circunstancias. Como el hoy es para Cristo, que viene junto a nosotros ahora, en este altar. Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search