Homilías

Jueves, 10 junio 2021 15:26

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de la solemnidad de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote (27-05-2021)

  • Print
  • Email
  • Media

Queridos obispos auxiliares, don José y don Jesús. Vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Y muy queridas hermanas Oblatas: gracias por darnos este tiempo de gracia que es el celebrar la Eucaristía aquí, en este monasterio, y ponernos en la verdad de nuestra vida en esta fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

Siendo arzobispo de Valencia, había una expresión que recordaban los sacerdotes que habían vivido con José Mª García Lahiguera cuando era arzobispo de Valencia. Y una de las cosas que les decía era que precisamente esta fiesta que nosotros estamos celebrando era una fiesta para situarnos en la verdad de lo que el Señor ha hecho en todos nosotros.

Quisiera acercaros la palabra que el Señor nos ha dado. Y hacerlo con tres expresiones. Conocer, en primer lugar. El Señor ha escrito algo en nuestra vida y en nuestro corazón. Por otra parte, también, preparar. Preparar nuestra vida para celebrar lo que el Señor, como regalo inmenso, nos ha dado a cada uno de nosotros. Y, en tercer lugar, también, comulgar con el Señor.

Queridos hermanos: conocer al Señor. Él ha puesto su misterio en nuestros corazones. En nuestras entrañas. Si os habéis dado cuenta, Jesús resucitado, lo hemos vivido durante este tiempo anterior de la Pascua, se aparece a los discípulos y consuela con paciencia sus corazones. Y, después de su resurrección, les hace vivir también la resurrección de los discípulos. Animados y reanimados por Jesús, cambian de vida. Como también por la ordenación hay un cambio nuestro. Jesús vuelve a levantar, con su misericordia, a los discípulos. Sí. De tal manera, que los levanta haciendo posible también que ellos entreguen la misericordia de Dios.

Esa es la misericordia que el Señor, por la ordenación, nos ha regalado a cada uno de nosotros. Y que parece que se realiza a través de tres dones que el Señor nos ha dado. Y que nosotros queremos hoy renovar, en estos momentos de nuestra vida. Nos ofrece el Espíritu Santo. Y también nos regala sus llagas. Como hizo con Tomás, que le hizo acercarse a aquellas llagas para entender el misterio. Y les da la paz. Los discípulos estaban angustiados. Quizá también nosotros, en estos momentos de nuestra vida, que vivimos, en las circunstancias en las que estamos, no solamente por la pandemia que estamos viviendo durante estos dos últimos años, sino también por las circunstancias que van apareciendo en nuestra vida… o en la vida de la gente que está al lado nuestro… Vivimos angustiados. Esta angustia en general lleva a cerrarnos en nosotros mismos. A tener miedo.

¿Qué fue lo que tuvieron los discípulos de Jesús? Ellos sintieron miedo. Y se cerraron. Se habían encerrado en casa, por temor. Entre otras cosas, por miedo a ser arrestados, o a que les pasase lo mismo que le pasó al Maestro, correr su misma suerte. Pero encerrados también porque estaban encerrados en sus remordimientos. No se habían puesto en la verdad que Jesucristo les había entregado. Habían abandonado. Habían negado a Jesús. Se sentían incapaces e inadecuados para la misión que el Señor les había propuesto. Y Jesús llega. Y recordad que les repite a los discípulos, por dos veces: la paz esté con vosotros. Eso, no es que quite los problemas que hay en medio del mundo. Sino que es una paz que el Señor da para infundir confianza en nosotros. En nuestro corazón. Nos da la paz del corazón. Y nos da el envío: «Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros». Es como si nos dijese esta mañana a todos nosotros: creo en vosotros. Imaginaos esto. Que Jesús viene esta mañana y que, aún viendo la verdad de nuestra vida, nos dice: creo en todos vosotros. Es decir, lo que quiere Jesús es que se reconcilien con ellos mismos. La paz de Jesús, cuando la recibimos en nuestro corazón, nos hace pasar a veces, de la oscuridad, del remordimiento, a la misión. Jesús suscita la misión. Jesús… es verdad que no es tranquilidad ni es comodidad. Quizá de miedo, o de no saber qué hacer… A la misión. No es tranquilidad. Rompe las cadenas que pueden aprisionar nuestro corazón siempre. Y los discípulos, que sienten este cariño de Dios, este amor de Dios, que en el fondo es misericordia. Es la que sentimos nosotros esta mañana. Sentimos que Dios no nos condena, no nos humilla, sino que cree, cree en nosotros. Por tanto, acojamos esta paz de Jesús en este día y en esta fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Esa paz por la que rezan las hermanas en todos los monasterios que ellas tienen, las Oblatas, para que nosotros, los sacerdotes, la tengamos.

En segundo lugar, Jesús nos da el Espíritu Santo. Como se lo dio a los primeros discípulos. Los discípulos habían abandonado al Maestro, y habían huido. Solo Dios nos puede dar ese Espíritu. Solo Dios. Necesitamos dejarnos perdonar y que el Señor entre en lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra vida. El Espíritu Santo nos hace resurgir siempre. Cuando lo acogemos. Cuando nos dejamos abrazar por el Espíritu. Cuando nos dejamos abrazar. En concreto, cuando celebramos el sacramento de la Penitencia. El sacramento de la Confesión. Es un gran abrazo que nos da el Señor. No estamos nosotros con nuestros pecados. Aunque los tengamos. Resulta que está Dios con su misericordia. Que nos abraza. No nos confesamos para hundirnos, sino que nos confesamos para dejarnos levantar. Necesitamos este Espíritu del Señor. Sí. Este Espíritu para levantarnos. Por eso, el sacramento que vuelve a levantarnos es precisamente el de la Confesión. El del Perdón. No nos dejar tirados. No nos deja llorando. No. El sacramento de la resurrección es el sacramento de la Confesión. Siempre que lo realizamos, salimos de alguna forma resucitados. Y llenos del Espíritu Santo.

Este es nuestro camino, queridos hermanos. El de los sacerdotes. Y es el camino también que tenemos que entregar a la gente. Hacerles sentir la dulzura de la misericordia de un Dios que perdona. Y que se acerca a todos nosotros. Y Dios perdona todo. Nos da su paz. Nos rehabilita. Nos da la fuerza del Espíritu Santo. Nos hace salir de la estancia cerrada, como nos recordaba el Evangelio en el día de Pentecostés. Nos hace salir de esa estancia, y abrir las puertas para todos los hombres, sin excepción. Esto es importante. Queridos hermanos: Jesús, cuando vino a este mundo, nos enseñó que Él no tenía enemigos. Tenía hermanos. Y, por eso, cuando le estaban matando, Él no los temía. «Perdónales, porque no saben lo que hacen». Este es un misterio para nosotros. Nunca, nunca, ideologicéis el misterio sacerdotal. Es la pérdida de lo más hondo y más profundo que tiene el misterio que el Señor nos ha regalado. Y hoy existe eso. Os lo advierto. Ideologizar: estos son míos, y estos no. Tuyos son. Los mismos que tuvo Jesucristo Nuestro Señor. Todos. Todos los hombres. Todos los que encuentres. Estén donde estén. Porque tú, como Jesús, tienes hijos. Tienes hermanos. Dios no tiene enemigos. Tiene hijos. Y por eso tú, que eres hijo, tienes hermanos.

Jesús nos rehabilita. Sí. Y después de la paz, y después de darnos el Espíritu, y después de darnos el perdón, Jesús nos ofrece sus llagas. Esas que, como nos dice Pedro en la primera carta, «esas llagas son las que nos han curado». ¿Cómo puede curarnos una herida? Pues a veces nos la cura, queridos hermanos. Con la misericordia. Así nos cura Dios las llagas. Con la misericordia. Como Tomás, experimentemos que Dios nos ama hasta el extremo. Que ha hecho suyas nuestras heridas. Que ha cargado con nuestras fragilidades. Sí. Las llagas son los caminos que Dios ha abierto completamente para entregarnos su ternura. Su amor. Su misericordia. Y para que, experimentando nosotros esto, se lo regalemos también a los demás. En la Misa, que estamos celebrando, Jesús nos ofrece su cuerpo llagado y resucitado. Lo tocamos. Y Él toca nuestra vida. Dejemos que toque nuestra vida. Pero no es una anécdota lo que estamos celebrando. Dejemos que toque nuestra vida. Siempre. Porque, si le dejamos, descubrimos a un Dios cercano, íntimo, que conmueve nuestro corazón, que nos lanza hacia fuera, que nos hace decir aquello que dijo Tomás: «Señor mío y Dios mío». Así amáis. Los discípulos nos convertimos en seres que amamos. Que amamos a todos. Que compartimos todo. Que tenemos un solo corazón y una solo alma.

¿Cómo cambiaron tanto los primeros discípulos? ¿Y cómo nos invita el Señor a cambiar a nosotros? Porque vieron en los demás la misma misericordia que había transformado sus vidas. Vieron a los demás transformados. Y descubrieron que tenían una misión común. Que tenían que anunciarla. Que tenían que vivir con-naturalmente con lo que Jesús nos ha dado. ¿Deseamos tener nosotros una prueba de que Jesús toca nuestra vida? La prueba fundamental es si nosotros nos inclinamos hacia las heridas que tienen los humanos. Todos. Las heridas que no conoce nadie. Las heridas nacidas del sufrimiento. Todas las heridas que puede haber en la vida humana. Las heridas de no haber descubierto de verdad la totalidad de lo que es Jesús.

Nosotros hemos recibido, queridos hermanos, el perdón y la misericordia. Pero habéis escuchado esta página del Evangelio que acabamos de proclamar. ¿Qué nos brinda el Señor hoy, en estos momentos de la historia? ¿Qué nos pide el Señor a los sacerdotes? Cuando nos ha dicho, y nos lo va a decir: «Tomad y comed, que esto es mi cuerpo». ¿Qué nos pide el Señor? Fundamentalmente nos pide cuatro cosas. Fundamentalmente. Que aparecen en el Evangelio que hemos proclamado. Y esas cuatro cosas yo diría que son algo muy sencillo, pero muy importante. Yo diría que son como cuatro actitudes: primero, con respecto a Dios; también con respecto a nuestras relaciones; con respecto a vosotros, a la cercanía entre nosotros; y con respecto a la cercanía con el pueblo. Con el pueblo de Dios. Porque eso de «tomad y comed que este es mi cuerpo» supone reinterpretar. Pero cuando tomamos al Señor en nuestra vida, la cercanía de este Dios, que no tuvo a menos hacerse hombre y estar con nosotros; la cercanía de Dios en la oración, en el diálogo con Dios, en los sacramentos, en ese andar con el Señor, en ese estar cerca del Señor, en ese descubrir cómo Dios se ha hecho cercano en nosotros en su Hijo. Y tan cercano, tan cercano a nosotros que nos ha dado su propio ministerio y su propia misión… Toda la historia de su Hijo nos la regala a nosotros. Cerca de nosotros. Cerca de nosotros. Estemos cerca de Dios, queridos hermanos.

En segundo lugar, estemos también cercanos los unos a los otros. Cerca de Cristo. Si estáis cerca, tendremos unidad. Tendremos unidad. Porque en la ordenación vosotros recibisteis un mandato: ser colaboradores del obispo. Sí. La cercanía supone algo especialmente importante, queridos hermanos. Especialmente importante. El obispo podrá gustarte más más o menos, pero es tu padre. Mandado, sí. Pero es tu padre. Y esa cercanía se tiene que manifestar también en el modo de vivir. Yo soy obispo en un territorio que me ha dado el obispo para vivir. Hay que vivir la cercanía, en nombre de Dios. Y la cercanía entre vosotros también. No habléis nunca mal de un hermano sacerdote. Si tenéis algo del otro, como dicen allá, en mi tierra, hay que llevar los pantalones bien puestos. Hay que decírselo. Ya está. No pasa nada. Nunca, nunca, nunca, queridos hermanos, entremos en ese mundo del cotilleo, de la charlatanería… No creamos, como nos ha recordado el Papa Francisco tantas y tantas veces, los chismes. Unidos entre nosotros. Unidos a través de los consejos. La cercanía entre vosotros es esencial. Oración. Cercanos a Dios. Cercanos al obispo. Cercanos entre vosotros. No caigamos en chismes. No caigamos: este es de no sée quién, este es de no sé cuántos. Queridos hermanos: ¿Y quién es de Jesucristo? Todos somos de Jesucristo. Ya está. Todos.

Y en cuarto lugar, la cercanía más importante, que por eso nos han ordenado, al pueblo de Dios. Al pueblo sencillo. Al pueblo fiel. Hemos sido elegidos y sacados del pueblo para volver al pueblo. Nos sacó del rebaño. No olvidemos de dónde venimos: de la familia, del pueblo, de la ciudad… Pero no perdamos el olfato del pueblo de Dios. Timoteo lo decía de otra manera, pero en el fondo lo decía: acuérdate de tu padre y de tu abuela. Sí. Acuérdate de dónde vienes. Acuérdate de dónde vienes. No perdamos el olfato del pueblo de Dios. Recordad, nos dice la carta a los Hebreos; recordad a los que se introdujeron en la fe. Estas cercanías son esenciales, queridos hermanos. Porque estas cercanías son el estilo de Jesucristo. ¿Cuál fue el estilo de Jesucristo? Fue la compasión y la ternura. Ese fue el estilo de Cristo. Y esta cercanía a Dios, al obispo, a los hermanos, al pueblo, es lo que nos da a nosotros compasión y ternura. Sin cerrarnos a los problemas reales que puedan existir. Cuánta gente viene a nosotros a contarnos problemas, y los acompañamos. Perdamos el tiempo escuchando y consolando. La compasión siempre nos lleva a la misericordia, por supuesto. Y al perdón.

Queridos hermanos: somos hombres. No somos funcionarios. No somos empresarios. No. Estamos cercanos a la gente. Porque Jesús quiere regalar su presencia a los hombres. Y una presencia de amor. De entrega. De fidelidad. Sí. Pastores. Pastores que se hacen servidores. Servidores de este camino. De estas cercanías. Yo es lo que querría entregaros, queridos hermanos. No lo hago desde mí. Cuando era arzobispo de Valencia, encontré unas notas de don José María García Lahiguera para los sacerdotes. Le tocó vivir un tiempo convulso, porque era después del Concilio. No era fácil vivir como arzobispo. Comenzaban muchas secularizaciones… Le tocó vivir esto. Y entonces él pensó que lo ideal para resolver el problema del presbiterio era precisamente ayudarles a vivir estas cercanías. Que son importantes, como os he dicho. Cercanía a Dios. Cercanía al obispo. Cercanía entre los sacerdotes. Y cercanía al pueblo de Dios, regalando compasión y ternura. Y así no tengamos miedo, queridos hermanos. Todo nos irá bien. Estoy convencido. Y hoy es un día de esperanza. Y encima tenemos unas mujeres que entregan la vida absolutamente para rezar por nosotros. Encima. No solamente lo que nos da el Señor, que ya es bastante. Sino unas religiosas que se consagran en la vida para orar por los sacerdotes y mantener estas cercanías que tenemos que tener en nuestra vida.

Ahora sí que entendéis lo que el Señor os va a decir: «Tomad y comed. Este es mi cuerpo». Es decir: «esto lo viví yo. Y vais a comer lo que yo viví. Yo viví esto», nos diría el Señor. Estuve cercano al pueblo. Cercano al Padre. Permanentemente mirando lo que decía el Padre. Cercano, por supuesto, muy cercano, a mis doce discípulos, a quien elegí para que anunciasen el Evangelio. Y ellos, muy cercanos a mi. Aunque alguna vez me preguntaban que querían un puesto importante en la vida. Y les enseñé cuál era el puesto importante, como os lo enseño ahora a vosotros, nos diría el Señor. «Tomad y comed. Este es mi cuerpo». Esta es mi vida. Este es mi proyecto. Esta es mi ilusión. Que vosotros lo aceptáis con gran alegría.

Pues, queridos hermanos, vamos a vivir esta celebración con esta hondura que tiene para nosotros celebrar el misterio de la Eucaristía. Entonces sí que entendemos bien el salmo que hemos rezado hace un momento: «Siéntate a mi derecha. Siéntate. Eres príncipe. Yo te engendré». Tú eres sacerdote. Te he regalado lo mejor de mí para que te hagas presente entre los hombres. Que esta gran fiesta, queridos hermanos, que aquí en Madrid la celebramos de una forma especial… Como se celebra también en las diócesis donde estuvo José María: en Hueva, en Valencia... Que esta gran fiesta sea como un golpe de amor que el Señor nos da para renovar nuestro ministerio y para descubrir lo grandes que nos ha hecho el Señor. Pero no porque seamos… Sino grandes porque seguimos regalando la misericordia de Dios que, en definitiva, es lo que más necesita el ser humano: en la cercanía, en la humildad, en la paz.

Que el Señor nos bendiga. Y que bendiga también las vocaciones, nuestros seminarios. Ahí hay un grupo de seminaristas que nos están ayudando. Que nos ayude a descubrir y a hacer ver también la grandeza de esa vocación en estos momentos de la historia. Sí. Cuanto hay gente… tanta tensión, tanta ruptura, tanto enfrentamiento, tantas cosas… que la gente además no sabe para dónde tiene que ir. No sabe. No sabe el camino. Está despistada. Cuando hay un vacío tremendo en el interior, en la vida del ser humano. ¡Qué importante es descubrir nuestra misión! ¡Qué grande es nuestra misión! Pero, ¡qué grande si la descubrimos todos los días en estas palabras que nos dice Jesús, y en este alimento que Él nos da a nosotros mismos: «Tomad y comed. Tomad y bebed». Y vamos a continuar con nuestra Eucaristía. Alimentándonos de Él, con Él y por Él.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search