Homilías

Martes, 04 enero 2022 15:40

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de Navidad 2021 (25-12-2021)

  • Print
  • Email
  • Media

Queridos obispos auxiliares don José, don Santos y don Jesús. Vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Queridos diáconos. Hermanos y hermanas.

«Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor». Este salmo responsorial que hemos escuchado y hemos recitado juntos nos ayuda a entender esta luz que amanece, y que es el mismo Jesucristo. Esta alegría que aparece en este mundo, que tiene nombre y rostro: Jesucristo. Y esta llamada que nos hace Dios a todos nosotros a alegrarnos y a bendecir al Señor. «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria». «La Palabra se hizo carne». Esta es la afirmación fundamental del Evangelio en este día de Navidad, en el que tomamos una vez más conciencia de que el nacimiento de Jesús no es meramente un hecho histórico más, sino que es mucho más. Él viene a nuestro encuentro. Él nos acoge a todos. Él acoge nuestra condición humana frágil. En Jesús, Dios acoge la fragilidad y la impotencia de nuestra condición humana.

Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, es la Palabra. Es el designio de Dios hecho carne. Jesús hace a Dios visible, y hace a Dios cercano a todo hombre. Hemos escuchado en el Evangelio que la Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. El Cristo. Él. Él es luz interior que alumbra nuestra oscuridad. Es luz que alumbra nuestro corazón. Y es luz, y se hace luz, con la claridad de su amor. Y este Jesús ha venido a su casa. Y, nos ha dicho el Evangelio, que «los suyos no la recibieron». Queridos hermanos: esta no es una metáfora piadosa. Decir hoy que «Dios vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron». Quiere decir que en todos nosotros está la dramática capacidad de rechazar el amor, y también la posibilidad de poder elegir el camino que lleva a la vida o el camino en el que nosotros nos podemos malograr.

«Vino a su casa» significa también nuestra propia ceguera, en la que podemos confundir la luz con la oscuridad. «Vino a su casa. Y los suyos no la recibieron». Dios puede no encontrar un lugar entre nosotros. Dios no tiene casa, queridos hermanos, en los campos de refugiados, en los que mueren de hambre, en los que sufren el odio y la guerra cerca de nosotros, en Oriente Medio, en zonas conflictivas de nuestro planeta.

Dios, a veces, tampoco tiene casa en nuestro corazón cuando no podemos o no queremos acogerlo. Por eso, en este día de Navidad, en el que el Señor se hace de una forma especial presente entre nosotros, podríamos preguntarnos: ¿Tengo yo un espacio para Dios cuando Él trata de entrar en mi vida? ¿Tengo tiempo y espacio para Él?

El Evangelio nos decía que «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Es llamativo que el evangelista utilice el término carne en vez de hombre para expresar que, en Jesús, Dios ha asumido nuestra condición humana, con todas sus debilidades y con todas las limitaciones. Ha asumido nuestra vulnerabilidad tal como hoy la vivimos. «La Palabra se hizo carne». Vive en nuestra propia vida para rebelarnos la vida en su plenitud. A veces nuestra fe, queridos hermanos, nos separa de la tierra, cuando Él hizo todo lo contrario. «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». Y, a veces, como os decía, nuestra fe pareciera que no tiene que ver con lo que vivimos. Dios ha bajado a lo profundo de nuestra existencia y, sin embargo, la vida nos sigue pareciendo vacía. Dios ha cambiado y ha acampado entre nosotros, y parece estar totalmente ausente, porque nuestras relaciones con Dios no son las que debieran de ser. Dios ha asumido nuestra carne, y seguimos sin saber vivir ajustadamente nuestra condición humana. Dios se ha encarnado en un cuerpo, y olvidamos que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo; es decir, es lugar de vida, es lugar de amor, es lugar de entrega, es lugar de servicio, es lugar de fidelidad. Su amor y lealtad se han hecho realidad y nosotros, quizá, no lo percibimos. Se nos ha comunicado la vida y la luz, y tal vez nosotros seguimos caminando por caminos de muerte y oscuridad.

Pues, queridos hermanos, hoy, en esta fiesta de la Navidad, estamos invitados a abrirnos al misterio de Dios que ha aparecido en Jesús. «Hemos contemplado su gloria; gloria propia del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad», nos decía el Evangelio que hemos proclamado. Habéis contemplado su gloria, queridos hermanos. La vida se ha manifestado en Jesús; se hace presente con esta fuerza de amor más poderosa que nuestras tinieblas, más poderosa que la muerte y que nuestros infiernos. Porque la fuerza de la Vida con mayúscula ha triunfado en la mañana de Pascua. Ese rostro de Jesús que destruye la muerte es el amor infinito de Dios que ha llegado hasta nosotros, queridos hermanos. Nunca sabremos agradecer a Dios lo que ha hecho por nosotros, el amor que nos tiene, la entrega que hizo por nosotros. Y no solamente es el misterio de Dios el que se esclarece en Jesucristo. Es que, queridos hermanos, en Jesucristo se esclarece el sentido del mundo y el sentido de la vida humana.

Retirar a Dios es una grave tentación de una cultura que quiere imponerse: el eliminar a Dios de la presencia, de la historia –imposible hacerlo, pero es verdad que hay intentos–. Eliminar a Dios destruye. Destruye la vida, destruye la convivencia, destruye la amistad social, destruye nuestras relaciones de hermanos, destruye la fraternidad universal. El misterio de Dios esclarece el sentido del mundo, queridos hermanos, y el sentido de la vida humana. Cuánta gente hoy está en búsqueda precisamente de ese sentido que tiene que tener la vida humana, y del sentido que tiene que tener el mundo. Sí. La vida se ha manifestado en Jesús de una forma incomparable a través de este ser de carne y hueso semejante en todo a nosotros. Y ahí, en Jesús, nuestra vida cobra el sentido. Cobra todo su sentido.

No me digáis, queridos hermanos, que no tiene actualidad aquella parábola en la que el Señor, para explicarnos en qué consiste amar a Dios y al prójimo, nos relata la parábola de aquel samaritano que se encuentra con un hombre al que le han dado una paliza tan impresionante que le han dejado medio muerto. Y es el único que se acerca: se baja de su cabalgadura, se acerca a aquel que estaba medio muerto, lo cura, lo venda, lo toma en sus brazos, lo sube a su cabalgadura, lo lleva a un lugar para que lo cuiden, y nunca se desentendió de él. «Volveré. Cuidadlo. Volveré. Pagaré lo que os hayáis gastado».

Queridos hermanos: el misterio del mundo, y el sentido del mundo, y el sentido y el misterio de la vida humana, se esclarece en Jesucristo Nuestro Señor. El misterio de la vida humana en estos momentos de la historia que estamos viviendo, donde ciertamente hay sed, queridos hermanos; hay sed: el ser humano tiene sed, los jóvenes tienen sed. En la carta pastoral que os escribí, como hago todos los años en el inicio de curso, titulada Dame de beber, aproximaba la realidad que hoy estamos viviendo, que de alguna manera es la que expresa aquella mujer samaritana a la que Jesús se acerca cuando ella llega al pozo de Jacob a sacar agua, y Jesús mismo le dice «dame de beber». Y ella se queda en lo que a veces nosotros nos quedamos: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Porque todos sabéis que no se llevaban: judíos y samaritanos eran enemigos. Pero Jesús alcanza el corazón de esta mujer: «Si supieras quién te pide de beber, serías tú la que me pedirías agua a mí». «¿Cómo tú, si no tienes cubo para sacar el agua, cómo me vas a dar agua?». Y en aquella conversación, queridos hermanos, que tiene Jesús con aquella mujer, le hace descubrir la verdad de su vida: está sola; está no viviendo la imagen verdadera que, como imagen de Dios, somos todos los hombres. Y el Señor, en aquella conversación, la lleva a que se sitúe en la verdad de su vida.

Este momento histórico que estamos viviendo, queridos hermanos, es para nosotros un momento especial también. Hoy hay mucha gente quizá diciendo «dame de beber». Lo están diciendo los mayores, para los cuales a veces hemos hecho unas jaulas preciosas, pero están solos. Solos. Hemos hecho multitud de instituciones para educar a nuestros hijos, pero tienen sed. No les hemos regalado la vida que se manifiesta en Jesucristo. Hay sed, queridos hermanos. Tenemos sed todos. Todos necesitamos de este sentido que Cristo da a la vida y al mundo. Todos necesitamos este Jesús Resucitado que está presente en nuestro corazón y en nuestro mundo. Hoy deseamos percibir su presencia en nosotros. Queremos celebrar una Navidad llenos de alegría y de esperanza, queridos hermanos.

Esto es lo que nos decía hace un instante el profeta Isaías: «Acuérdate. Viene tu Salvador». Él te da esperanza. Él llama a un pueblo santo. Y lo llama para que experimente las grandezas del amor de Dios y lo proclame en medio de este mundo. Es un Dios que viene a salvarnos. Y nos viene a salvar por su misericordia, como nos decía el apóstol Pablo: se ha manifestado la bondad de Dios. Se ha manifestado el Salvador. Se ha manifestado el amor que tiene a los hombres. Se ha manifestado que la esperanza que todos anhelamos tener en la vida, la realización plena que nosotros queremos tener, se realiza y se da en Jesucristo Nuestro Señor.

Queridos hermanos: «La Palabra se hizo carne. Y acampó entre nosotros». Lo habéis conocido. Sabéis, queridos hermanos, la diferencia que existe cuando Jesucristo está en vuestro corazón, y cuando está en vuestras propias, o en nuestras propias miserias y en nuestras propias orientaciones. Dios nos orienta hacia el otro. Dios nos orienta a descubrir en Él el camino verdadero y la verdad. Y este es Jesucristo Nuestro Señor, al que con gran alegría hoy hemos recibido. Queridos hermanos: qué hondura alcanza nuestra vida cuando nos ponemos en torno al belén y descubrimos a un Dios poderoso que hizo cuanto existe, que nos creó a su imagen y semejanza, y que viene a encontrarse con nosotros. La bondad de Dios alcanza tales medidas que se hace uno de nosotros para que podamos conocerlo. ¿Habéis caído en la cuenta de lo que supone que Dios nos regale su tiempo? Ya no es un Dios escondido: es accesible. Qué bien los comprobaron aquellos pastores que fueron a Belén a verlo. El que es eterno, no ha tenido inconveniente en asumir el tiempo. El que está por encima del tiempo, ha asumido nuestro tiempo, ha tomado rostro humano, y quiere entrar en nuestro corazón.

Queridos hermanos: que en estas circunstancias que estamos viviendo en esta pandemia que está sufriendo la humanidad, quizá en estas desorientaciones que podemos tener en estos momentos de la historia, dejemos entrar a Jesucristo en nuestra vida. Hagamos la prueba. No nos engaña: nos da todo; nos da su vida, nos da su modo de hacer y de vivir, y nos ofrece esa capacidad de construir este mundo, no con las fuerzas de los hombres –que el que más puede es el que se sitúa–, sino con la fuerza de Dios que nos hace mirar al que menos puede porque es nuestro hermano, para elevarle y sacarle a la condición en que Dios lo ha puesto. Es hijo de Dios, como nosotros, y es hermano nuestro por la condición que tiene de hijo de Dios.

Feliz Navidad, queridos hermanos. A todos. Es un día entrañable para todos. Y para experimentar la fuerza que tiene el ser cristiano. Es el título más bello y más hermoso que puede tener un ser humano. Ser cristiano, discípulo de Cristo, seguidor del Señor, miembro de una Iglesia que está extendida por toda la tierra y que sigue anunciando la presencia del Salvador en medio de los hombres.

Que el Señor os bendiga y os guarde siempre.

Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search