Homilías

Jueves, 28 diciembre 2017 09:18

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de Navidad (25-12-2017)

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Querido vicario general. Ilustrísimo señor deán. Queridos hermanos sacerdotes. Queridos seminaristas, diáconos. Hermanos y hermanas en nuestro Señor Jesucristo.

«Cantad al Señor un cántico nuevo». Es la gran invitación que Jesucristo, con su nacimiento, con su venida junto a nosotros, nos hace a todos los hombres. Que su amor siempre nos empuje a amar a todos los hombres. A hacer de esta gran familia humana la gran familia de los hijos de Dios. «Un cántico nuevo». Sí. Porque el Señor ha dado a conocer su victoria, pero de una manera singular. Con la ternura de un Dios que ha querido abajarse, hacerse el último, para encontrarse con todos los hombres. Nacido en el pesebre de Belén, viene a mostrarnos que el poder de Dios no está en los poderes que a veces nosotros imaginamos o creemos tener. El poder de Dios está en su amor entrañable a cada uno de los hombres. Y es así como Él da a conocer su victoria: con su amor. Con su amor misericordioso. Y es necesario, queridos hermanos, que toda la tierra contemple precisamente este amor de Dios.

Sí. Hemos escuchado al profeta Isaías: «Ha llegado el que anuncia la paz». Esto es lo que nos reúne a nosotros aquí, esta mañana, en la celebración de la Eucaristía. Ha llegado el que anuncia la paz. Los pies de ese mensajero que anuncia y trae una buena noticia a los hombres, pero que no acaba de entrar en el corazón de los hombres. Por eso, Él dejó a su pueblo, del cual somos nosotros una pequeña parte, que tenemos que romper a cantar a coro -como nos decía el profeta- que Dios quiere a los hombres. Quiere abrazar a los hombres. Quiere cambiar el corazón de los hombres. Quiere hacer la revolución; no la que hacemos los hombres, con las armas que nosotros inventamos, sino la gran revolución del amor. Romped. Cantad. Consolad. Rescatad. Son palabras que nos invita a vivir el profeta Isaías.

En segundo lugar, hoy se nos comunica que la palabra última se nos ha dado en Jesucristo nuestro Señor. Dios ha hablado de muchas maneras a los hombres. Y, queridos hermanos, cuántas veces nosotros estamos buscando milagros, tantas y tantas cosas, porque deseamos que Dios nos hable. Pero, hermanos, ¿no nos basta con este gran acontecimiento? ¿Que Dios ha venido junto a nosotros?. ¿Que ha reflejado la gloria que puede tener el hombre si vive en comunión con Dios?. ¿Que Él nos ha regalado la impronta misma de su ser?. ¿Que tenemos su propia vida por el bautismo?. Cómo no vamos a adorar, queridos hermanos y hermanas, a este Dios que nos ha hablado, que se ha hecho presente, que ha tomado rostro humano. Como nos decía el Evangelio: «El Señor acampó entre nosotros, y nosotros lo podemos contemplar».

La Navidad es una llamada a dejarnos envolver por el amor mismo de Dios, que se ha hecho presente entre nosotros. ¿Qué significa esto? Pues, queridos hermanos, significa nada más y nada menos que los discípulos de Cristo entramos también a realizar en este mundo esta gran revolución, que nace precisamente de un amor que nos empuja a amar hasta dar la vida por los hombres. Darnos cuenta, ser conscientes, de que somos hijos de Dios. Ser conscientes de que somos hermanos de todos los hombres. Ser conscientes de lo que significa la dignidad que Jesucristo nos otorga a todos los hombres. Una dignidad que crece, que se desarrolla en la medida en que nos vamos encontrando más y más con Él.

Habéis escuchado las palabras del Evangelio que hemos proclamado: «En el principio, ya existía el Verbo». Sí. Esa realidad que es Dios. En el principio existía el amor. Alguien que sustenta todo. Alguien que da sentido a todo. De la nada, hermanos, nunca nace nada. En el principio existía alguien. Existía el misterio. El amor. Este amor que está en el origen de todo. Este amor ha surgido de Dios mismo. Y ha venido la vida por este amor.

En Navidad, celebramos la vida de Dios en nosotros. En cada uno de los que estamos aquí reunidos. Queridos hermanos, ¿somos conscientes, todos, de que estamos sumergidos en un océano inmenso de amor, que sobrepasa y nos rodea por todas partes? Un amor que se ha manifestado en Jesucristo. Vino a su casa. Queridos hermanos: nosotros hemos recibido al Señor. Le hemos acogido. No queremos malograr nuestra vida. Pero, sin embargo, es verdad que en este mundo, en el que el Señor vino a su casa, hay muchas circunstancias y muchos lugares en los que no puede entrar en su casa. Dios no tiene casa en los campos de refugiados, en los que sufren el hambre, en los que sufren el odio, en la guerra que sigue dándose en Oriente Medio, en los niños de Siria, un país arrasado por la guerra. No tiene casa en las zonas conflictivas de nuestro planeta. No hay sitio para los inmigrantes, para los ancianos que viven solos, para los niños que andan por la calle, para los más necesitados de la tierra. ¿Dónde está Jesús? Él ha venido a hacer esta revolución. Y la quiere hacer con nosotros, queridos hermanos.

En este día de gran alegría por la venida de Dios a este mundo, que lo cambia absolutamente todo, nosotros también nos preguntamos: Señor, ¿yo tengo espacio para ti? ¿Tengo tiempo y espacio para ti? Porque tú te has hecho carne. Tú has habitado entre nosotros, como hace un instante nos decía el Evangelio. Es llamativo, si os habéis dado cuenta, que el evangelista utiliza el término carne en vez de hombre. Carne en griego es «sarx», que significa condición existencial. Que significa afirmar que la Palabra se hizo carne, tomó existencia, se hizo hombre.

Jesús ha asumido la condición humana frágil. Con las debilidades, con la vulnerabilidad, tal y como hoy mismo la vivimos. Por eso, la Navidad es más dulce, más enternecedora, más suave. Sí. Hoy podemos hablar de una Navidad que nos sobrecoge. Y hoy podemos decir que, cuando acogemos a Jesucristo, entendemos todo lo que podemos hacer nosotros en la vida. Celebrar la Navidad es celebrar este misterio de la Encarnación. Es celebrar que Dios se atreve a hacerse carne. Es hacerse humanidad,  hacerse historia.  Tomar parte en los desvaríos, en las miserias; también en todo lo bueno y lo bello de los seres humanos. Jesús, que conoció la sed, la traición, las lágrimas, la muerte de un amigo, la alegría, la amistad, el horror de la muerte… En Jesús, Dios acoge la fragilidad de nuestra condición.

¿Seremos capaces todos nosotros, hermanos, de acoger también, y de acogernos en nuestra fragilidad, y percibir que Él nos acoge? El Evangelio hace un momento nos decía que hemos contemplado su gloria. Propia del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. En nuestra vida, se enciende una lámpara en este día de la Navidad. Se enciende la lámpara que es el mismo Jesucristo, queridos hermanos. Sí. Una lámpara en la que nosotros tenemos el atrevimiento de decir ante el Señor: Señor, yo creo en tu amor. Yo creo en tu amor, que es el que salva a los hombres. Creo que es tu amor y tu vida la que nos da esperanza y capacidad para vivir como hermanos que se conocen y se ayudan. Creo que solamente tu amor puede darnos y alcanzarnos la verdadera dignidad.

Queridos hermanos: es verdad que la vida no es siempre tranquila. Pero es necesario que en todas las situaciones que la vida nos pone, tengamos el arma más bella que hoy nos regala Jesucristo: su propia vida, su amor, su entrega. Tengamos los cristianos el atrevimiento de meter en este mundo esta revolución, en los conflictos que haya: en la familia, en los pueblos, en las rupturas, en la defensa de la vida, en la defensa de los más vulnerables, en la defensa de quienes tienen que emigrar para buscar trabajo en otros lugares, en el derecho que todo hombre tiene a un trabajo y a una familia, y a poder pasear por toda la tierra que Dios hizo para todos.

Queridos hermanos. El Señor siempre está a nuestro lado. Adorémosle. Adorémosle. Adorar al Señor significa cultivar en nuestra vida que Él entre. Que Él ocupe nuestra existencia. Que dialogamos con Él: no dialogamos con cualquiera, dialogamos con el mismo Dios, con Jesucristo, que nos habla como nos ha hablado hoy. Ponernos ante el Señor en silencio, con confianza, abandonándonos a su persona, dejando que nuestras cosas vayan a Él. Y Él nos da la respuesta. Quien se llena del Señor, se abre a su amor y a su misericordia. Se abre a todos los hombres. Queridos hermanos, ¿quién que se ponga delante del misterio de Belén puede decir «con estos no quiero saber nada»?

Atrevámonos. Atrevámonos a vivir como Él nos pide. Atrevámonos a no hacer maquillaje de nuestra fe. Atrevámonos a ser hombres y mujeres que, aunque a veces nos cueste, delante del Señor descubrimos que solo el amor salva. Y el amor mismo de Jesús, el que nos muestra Él, en la manera y en el modo que Él tiene de entregarlo y de acogerlo. Acoged. Acoged este amor. Sí, queridos hermanos. Este amor que me sobrepasa y que hace posible que mi tiempo, mis derechos, mi descanso, mis programas, mi agenda... me la ponga el Señor. Quien acoge a Cristo, ¿sabéis lo que le sucede? Que renuncia al 'yo' para que entre el 'nosotros'. Todos. Como lo hizo Jesús. Lo mismo que Jesús. Salgamos así a celebrar la Navidad, queridos hermanos.

El amor, que es el mismo Cristo, siempre es dinámico. Nunca el amor nos dispone a quedarnos mirando solamente. El amor hace que dispongamos nuestra vida a salir, a proponer, a actuar. Ya veis: quienes fueron a Belén, los pastores, unos hombres de poco fiar en el pueblo de Israel, unos hombres que estaban a la rapiña, después de ver a Jesús salen de otra manera. Salen cantando: »Gloria a Dios en el cielo, con los ángeles, y paz en la tierra a los hombres que aman al Señor». Los Magos, que eran hombres que buscaban la verdad, cuando se encuentran con Jesús no vuelven a ver a Herodes, que les había dicho que volviesen para matar a este niño, a este rey, a este mesías. Marchan por otro camino. Por el camino de la vida, por el que habían visto, por el que habían contemplado. Situémonos, queridos hermanos, junto al Belén de esta manera.

Feliz Navidad para todos. Yo os invito a que cambiemos este mundo. No lo hacemos con nuestras fuerzas. Es Jesucristo mismo el que nos impulsa. Y es Jesús el que nos hace ver la necesidad que esta humanidad tiene de la presencia de Él, queridos hermanos. Es necesario que entre en su casa. En la que Él hizo y nos ha dejado a nosotros, miembros de la Iglesia, para que entre en su casa. Que entre en la familia, que entre en el trabajo, que entre en las relaciones sociales, que entre en el mundo de la economía, que entre en el mundo de la política, que entre en todas las relaciones y en todas las situaciones en las que se construye la humanidad. Que entre en el mundo de la ciencia... Que entre. Para que la vida, la que se hace presente aquí, en este altar, dentro de un momennto, Jesucristo nuestro Señor, nos dirija, y nos guíe, y nos haga descubrir que es en su horizonte donde el ser humano tiene salidas, encuenta caminos, encuentra la verdad, y se siente feliz. Porque la felicidad llega con esta revolución del amor que inició el día de Navidad Jesucristo nuestro Señor.

Amén. 

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