Homilías

Lunes, 13 enero 2020 16:17

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de Navidad (25-12-2019)

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Queridos hermanos obispos auxiliares de Madrid, don Jesús, don José y don Santos. Queridos vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Seminaristas. Queridos hermanos y hermanas.

El Señor nos invita a cantar un cántico nuevo. Porque estamos celebrando la victoria de Dios frente a las fuerzas de los hombres, o contando con las fuerzas de los hombres. Sin embargo, Dios ha querido hacerse presente en esta tierra. Él ha querido revelar su amor y su justicia a los hombres. Él ha querido hacerlo con la misericordia y la fidelidad que caracterizan a un Dios en quien nosotros creemos, que no mira lo que hemos hecho, sino lo que podemos hacer si nos encontramos con Él y asumimos también el vivir de ese amor inmenso que Él nos tiene e incondicional y de esa fidelidad que mantiene con nosotros.

Queridos hermanos: en este día estamos celebrando la Navidad. El Señor nos invita  a que aclame toda la tierra por este acontecimiento excepcional que estamos viviendo todos nosotros.

Hay tres palabras que podrían sintetizar lo que acabamos de escuchar en la Palabra de Dios. Tres palabras que se dirigen a cada uno de nosotros: escucha, haz una escucha atenta; adora, adora a quien salva, no te hagas otros dioses; y, en tercer lugar, acoge: el Verbo se ha hecho carne, tal y como acabamos de escuchar.

Queridos hermanos: escucha. Han sido las palabras del profeta Isaías especialmente importantes para todos nosotros: «los pies del mensajero vinieron a esta tierra». Los pies del mensajero no vinieron como los poderosos del mundo, en un lugar como anoche celebrábamos «en la noche», cuando los hombres estamos y seguimos estando en la noche cuando no recibimos a Dios. En un lugar pequeño, entonces sin importancia, vino y se hizo hombre y nació en este mundo el que hizo todas las cosas. Escucha como escucharon todos los pastores. Escucha y ponte a ver cara a cara al Señor. Es alguien que viene a consolar a los hombres. Es alguien que viene a marcar una dirección en medio de este mundo. Pero no lo hace como lo solemos hacer nosotros. Lo hace en la sencillez, en la cercanía de un niño, que quiere conmover nuestro corazón y que quiere que nosotros lo tomemos en nuestras manos. Escucha y canta. Porque Dios está con nosotros.

En segundo lugar, otra palabra: adora. Qué bien nos lo ha descrito la carta a los hebreos que acabamos de escuchar hace un momento: de muchas maneras habló Dios a los hombres, pero sin embargo hoy nos habla por su Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, el que ha ido realizando las edades del mundo, el que sostiene el universo. Adora a ese. El que ha venido a esta tierra. Es Dios con nosotros. Es Dios entre nosotros. Es Dios que quiere tocar tu corazón, quiere tocar tu vida. Queridos hermanos: adórenlo todos los ángeles. Adórenlo todos los hombres.

Y esta mañana nos reunimos aquí para escuchar, para adorar y para acoger, como nos ha dicho el Evangelio que hemos proclamado. La síntesis de todo el Evangelio, queridos hermanos, es esta: el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria. Esta es la afirmación fundamental del Evangelio de este día en el que seguimos celebrando el nacimiento de Jesús, que no es un mero hecho histórico, sino es mucho más, queridos hermanos: Él viene a nuestro encuentro, y nos acoge a todos. A todos los hombres. Acoge nuestra condición humana, frágil, limitada.

Nos decía el Evangelio, tal y como habéis escuchado: en el principio existía el Verbo. El término griego ‘logos’ significa mucho más que palabra. Es más bien sentido. Sentido que se expresa en la palabra. Habría que traducir mejor que en el principio estaba el sentido: el sentido de todo. En última instancia es la realidad que llamamos Dios. En el principio existía el amor. Dios creó todo por amor, y nos creó a nosotros por amor. Alguien, este Dios, que sustenta todo y da sentido a todo, porque en el principio no existía nada. De la nada nunca nace nada. Pero existía alguien: existía el amor. Existía Dios. Este amor está en el origen de todo. Y de este amor, queridos hermanos, ha surgido la vida.

En la Navidad, celebramos la vida de Dios en nosotros. Dios ha querido bajar, estar con nosotros. ¿Somos conscientes de que estamos sumergidos en un océano inmenso de amor que nos sobrepasa y nos rodea por todas partes? Nos decía el Evangelio: el verbo era la luz verdadera, la que alumbra a todo hombre. El Cristo es luz, alumbra en la oscuridad.

Es precioso, y de una constitución bellísima, lo que escuchábamos en el Evangelio de anoche, de la Misa del Gallo: Jesús nace en la noche. Y Jesús habla a los hombres en la noche. A los primeros que se les aparece la luz para decir que Jesús había nacido es a los pastores, que están en la noche. Y la luz les deslumbra. El Verbo es la luz. Es la luz. Es más fuerte que las tinieblas. Y vino a su casa, pero nos decía el Evangelio que los suyos no la recibieron. Y esto no es una metáfora piadosa, decir hoy que Dios vino a su casa y los suyos no la recibieron. ¿Qué quieren decir estas palabras, queridos hermanos? ¿Qué quieren decir para nosotros? Quieren decir que en todos nosotros está la dramática capacidad de poder rechazar el amor. Poder elegir el camino que lleva a la vida o el camino en el que podamos malograr nuestra vida. Significa también nuestra propia ceguera, en la que podemos confundir la luz con la oscuridad.

Dios quiere estar con nosotros. Quiere venir a su casa. Abrir nuestro corazón, queridos hermanos. En este momento de la historia de la humanidad, en el que los hombres hemos logrado cotas impresionantes de todo tipo… pero de alguna forma esto parece que nos hace ser dioses y olvidar a Dios y organizar la vida según nosotros. No con el amo, sino con nuestras fuerzas: el que es más fuerte es el que somete.

Realmente, queridos hermanos, Dios a veces no tiene casa: en los que sufren hambre, en los que existe el odio, en los que se da el rencor, en los niños que están muriendo de hambre, en las guerras, en los países arrasados por los conflictos… Tampoco tiene casa en zonas conflictivas de nuestro planeta. No hay sitio para los ancianos, para los que viven solos, para los inmigrantes, para los refugiados, para los más necesitados de la tierra… «Vino a los suyos y no lo recibieron». Dios a veces tampoco tiene sitio en nuestro propio corazón: cuando no queremos acogerlo, y es queridos hermanos a veces el gran ausente de la fiesta de la Navidad. Por eso, nos preguntamos, y yo os invito a que nos preguntemos, y a que hagamos todo lo que podamos por hacerlo verdad: ¿tenemos espacio para Dios en nuestra vida? Cuando Él quiere venir a nosotros, como hemos escuchado: «se hizo carne, y habitó entre nosotros». Y quiere entrar en nuestro corazón. ¿Tenemos, no solamente espacio, tenemos tiempo para Él? ¿No es precisamente a veces a Dios mismo al que rechazamos? Se hizo carne. Habitó entre nosotros. Es llamativo que el evangelista utilice el término «carne» en vez hombre. Carne. Que en griego es κρέας: significa la condición existencial. Significa afirmar que la palabra se hizo carne, pues significa que Jesús ha asumido nuestra condición humana frágil, con todas las debilidades y con todas limitaciones, ha asumido nuestra vulnerabilidad, tal como hoy la vivimos.

Por eso, queridos hermanos, celebrar la Navidad es celebrar el misterio de la Encarnación. Es celebrar que Dios se atreve a hacerse carne, a hacerse humanidad, a hacerse historia, a tomar parte en los desvaríos y también en las miserias, y también en todo lo bueno y bello que hay en los seres humanos. Dios no asumió una humanidad abstracta, sino un ser histórico: Jesús nació en Belén, predicó en las tierras del pueblo elegido por el Señor, conoció la sed, conoció la alegría, conoció la amistad, conoció las tentaciones, conoció la muerte, y la experimentó. Y esto es profundamente liberador, hermanos. ¿Seremos nosotros también capaces de acogernos en nuestra fragilidad y percibir que Él nos acoge juntamente con nuestra propia fragilidad?. Es bonito que esta mañana, en esta celebración de la Eucaristía, nosotros tal como somos, como estamos, como vivimos, saber que Dios nos acoge en nuestra fragilidad.

El Evangelio ha hecho una afirmación bellísima: hemos contemplado su gloria. La gloria del unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad. La vida que se ha manifestado en Jesús se hace presente con esta fuerza de amor, más poderosa que nuestras tinieblas, más poderosa que la muerte, más poderosa que nuestros infiernos. Nuestro mundo ha sido definitivamente visitado por Dios en Jesús. Por eso, el Señor dice al mundo y al ser humano: yo te amo. ¿Sabéis lo que significa que esta mañana nos diga el Señor: Yo os quiero, Yo os amo? Haced un hueco en vuestra vida, acogedme en vuestro corazón. Y, queridos hermanos, cuando acogemos al Señor, en nuestras noches, que también las tenemos, se enciende una luz que nunca, nunca, nunca se apaga. Nunca.

Hoy estamos invitados a abrirnos al misterio de Dios que ha aparecido en Jesús. Nosotros podemos ver la vida y brillar en Él. Brillar en Él. En medio de la noche que tengamos, podemos brillar.

En este día de Navidad, podemos decir al Señor: ven Señor al corazón nuestro. Ven al corazón del mundo. Renueva este mundo con tu amor y con tu misericordia. Y que nosotros, que tenemos un privilegio, que hemos sido elegidos para ser parte de tu pueblo, que tiene la misión de anunciar lo más maravilloso que ha sucedido en esta tierra, que Dios venga a visitarnos, que Dios muestre su rostro y que Dios nos haya dado su vida por el bautismo para que todos nosotros entreguemos también su vida, que es su amor y su misericordia. Ven Señor. Ven especialmente allí donde peligra la suerte de la humanidad. Tú eres nuestra paz. Tú nos regalas tu amor. No vienes a conquistar nuestro corazón de no sé que manera. No. Vienes para que seamos buenos, y para que hagamos posible que este mundo sea de otra manera, porque tú, con tu fuerza y con tu amor, lo haces también de otra manera.

Queridos hermanos: este año, aquí, en nuestra archidiócesis de Madrid, el Plan Diocesano Misionero que estamos viviendo tiene un slogan. En la carta pastoral que os he escrito. Son las palabras que Jesús un día en el camino le dijo a un hombre que gritaba y pedía auxilio: ¿qué quieres que haga por ti? La respuesta de aquel hombre fue: que vea, Señor, que vea. Era Bartimeo, el ciego. Hoy, hay mucha gente que está esperando. Pasas por la vida, como Jesús, diciendo: ¿qué quieres que haga por ti? Pero hacedlo como Jesús. Hacedlo con su amor. El mismo que tiene el Señor, que se hace presente aquí en el altar para todos nosotros. No mira cómo esté: viene y se presenta en medio de nosotros. Y en medio de nosotros Él nos dice también, con su presencia: yo os amo. Con mi amor. Y os regalo mi amor. Regalarlo a este mundo.

Dejemos que nos conquiste el Señor el corazón. Escuchemos como lo hacía el profeta Isaías. Escuchemos y acojamos. Acojamos al Señor. Feliz Navidad a todos.

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