Homilías

Miércoles, 03 abril 2019 16:33

Homilía del Cardenal Osoro en la Misa del 14º aniversario de la muerte de Luigi Giussani (23-02-2019)

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Querido don Alfonso, vicario episcopal; queridos don Ignacio, don Javier, don Pedro Pablo, párroco, y responsables del movimiento Comunión y Liberación aquí, en España. Queridos hermanos y hermanas todos.

Estamos reunidos porque estamos celebrando en el lugar más propio para un cristiano el 14 aniversario del fallecimiento de don Giussani y también el 37 aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación. El Señor nos ha permitido hace un instante cantar juntos y reconocer quién es el Señor para nosotros. Es compasivo, tiene pasión por el hombre, tiene compasión por el hombre y es misericordioso, y por eso nosotros bendecimos al Señor y no olvidamos los beneficios que a través de la vida nos va regalando nuestro Señor, entre otros también este beneficio que ha entregado y ha regalado a la Iglesia a través de don Giussani y que el movimiento continúa manteniendo.

El Señor se acerca a nuestra vida diciéndonos que perdona, que cura, que rescata, que nos colma siempre de gracia y que tiene una ternura inmensa hacia todos nosotros. Aunque no nos lo merezcamos, Él nos da permanentemente su compasión y su misericordia. Es alguien que se presenta como un padre, con inmensa ternura para nosotros.

La palabra de Dios que acabamos de proclamar nos acerca a tres realidades que me parece que son especialmente importantes para nosotros, y que de alguna forma nos ayudan a celebrar esta memoria y este recuerdo del 14 aniversario del Siervo de Dios don Giussani y también del 37 aniversario del reconocimiento por parte de la Iglesia de  esta Fraternidad de Comunión y Liberación.

Tres realidades nos ha acercado el Señor a nuestra vida. Él nos ha dicho: en primer lugar, no mates a quien Dios hizo a su imagen y semejanza, que es el hombre; en segundo lugar, vuélcate, vuélcate a ser imagen del hombre celeste; y, en tercer lugar, regala la gran novedad que es el mismo Jesucristo, dejando que ciertamente Él ocupe toda tu vida.

Queridos hermanos: no mates a quien Dios hizo a su imagen y semejanza. Qué fuerza tiene la palabra de Dios y en concreto el texto del primer libro de Samuel que hemos proclamado. Dos protagonistas tenemos ante nosotros. La recomendación de aquel que solo busca el triunfo y Dios le pone el enemigo en la mano: lo puedes matar, puedes hacerle desaparecer. O la recomendación del hombre consciente de lo que somos: imagen y semejanza de Dios. De esa consciencia que don Giussani quiso entregar a todos los que formáis parte del movimiento y, en concreto, también en su reflexión, a toda la Iglesia. ¿Por qué? Porque había una convicción total y absoluta en su existencia: que Dios nos ha puesto en esta tierra como imagen suya para que cuidemos a los demás, no para atentar contra nadie, no para deshacernos de él porque sea diferente, sino para que no solamente lo cuidemos, sino que hagamos todo lo necesario para que esa persona crezca; crezca en todas las dimensiones de la vida.

Leía hace dos días un artículo de Julián Carrón. Él manifestaba de forma muy bella cómo decir: vivo quiere decir que está presente. Qué impresión, qué gratitud darse cuenta de que nosotros no estamos abandonados. No. Que nosotros no pertenecemos a la nada, sino todo lo contrario. Que tenemos una hechura bellísima, imagen de Dios, y que Dios nos ha puesto en este mundo para que cuidemos a quien está a nuestro lado y tiene esa misma imagen; y, si está borrosa, hacer posible que junto a él, con entusiasmo, con nuestra propia vida, anunciemos a esa persona que Jesús, el Hijo de Dios, nos está mostrando el verdadero rostro que tiene que tener una imagen de Dios.

No mates a quien Dios hizo a su imagen. Queridos hermanos, si os dais cuenta, este momento que vivimos los hombres es un momento en el que hay muchos miedos. De todo tipo. El miedo paraliza y el miedo también nos hace acometer a los demás, a quien está a nuestro lado. La tentación del miedo es fiarnos del poder solamente, fiarnos del más fuerte. ¿Para qué? Para quitar nuestras inseguridades. ¡Qué maravilla poder fiarnos y llegar a conocer a Dios, que es el fuerte de verdad! Y qué belleza tiene el poder experimentar en nuestra propia vida que somos imagen de Dios y que nuestra fuerza está en reflejar cada día más y mejor, y hacer posible que los demás lo hagan también, esa imagen que nos ha sido regalada y dada. No mates a quien Dios hizo a su imagen y semejanza.

Queridos hermanos, qué maravilla poder celebrar este encuentro y este 37 aniversario de la Fraternidad de Comunión y Liberación haciendo este recuerdo. Estamos aquí para que, a quien Dios hizo a su imagen, la refleje cada día más. Y para hacer una propuesta en su vida de que ese reflejo sea intenso y se apasione por expresar en medio de esta historia ese reflejo. Y eso no se hace de cualquier manera. Se hace juntándonos, uniéndonos al otro, y reconociendo el otro con nuestra vida que eso es lo que anunciamos. Porque tenemos y expresamos con nuestra vida una presencia de este Dios que nos hizo a su imagen.

En segundo lugar, el Señor nos ha invitado en la segunda lectura que hemos proclamado a volcarnos a ser imagen del hombre celestial. El Señor nos ha regalado su vida por el Bautismo, nos ha dado su propia vida; nosotros somos resucitados ya, tenemos la vida del Señor. Como nos decía el apóstol Pablo en este texto que hemos proclamado, el primer hombre fue un ser alienado; el último, Cristo, un espíritu que da vida. El primer hombre era terreno, el segundo hombre es del cielo. Y esa vida nos la ha dado a nosotros. Ha hecho posible que nosotros recuperemos esa imagen que habíamos perdido. No somos imagen del hombre terreno, como decía el apóstol Pablo. Seremos imagen del hombre celestial en plenitud. Pero en estos instantes también, con la vida que el Señor nos ha dado, nos ha puesto en este mundo para que seamos esa imagen. ¿Cómo? Contemplemos a Jesucristo, miremos el rostro del Señor, miremos su vida, miremos lo que hace el Señor en nosotros cuando le dejamos entrar en nuestra existencia con todas las consecuencias. Escuchemos su palabra. No es una palabra cualquiera. Es una palabra que, cuando la dejamos entrar en nuestro corazón, transforma nuestra existencia. Descubramos la altura y la profundidad que tiene el hombre celestial; descubramos esta altura y esta profundidad, porque en esa altura el Señor nos da tal abrazo que es imposible que no nos dejemos tocar el corazón por el mismo Señor.

Queridos hermanos, como nos ha recordado y nos recordaba el papa Benedicto XVI, a nosotros, aunque tengamos ideas, lo que nos mueve en la vida no es una idea: es una persona viva con la que nos hemos encontrado, y una persona que nos ha hecho ver que solo con Él, por Él y en Él podemos transformar también este mundo y las relaciones entre los hombres, y quitar los miedos y hacer posible y real, hacer ver, que este Dios tiene pasión por el hombre, y quiere intervenir en la historia, y quiere hacerlo a través de nosotros. Por eso, solo esta presencia de Dios puede responder, y quitar y eliminar todo el miedo del mundo y toda la inseguridad en la que vivimos los hombres, y que es manifiesta hoy en muchas latitudes de la tierra. Acordaos de aquel encuentro de Jesús con los primeros discípulos, aquella pregunta que le hicieron: «Maestro, ¿dónde vives?». Jesús respondió: «venid y lo veréis». Hay que entrar en su cercanía, hay que convivir con el Señor, hay que dejarle entrar en nuestra existencia. No son ideas lo que nos da; es su persona la que se entrega a nosotros, y nos abraza.

Y, en tercer lugar, regalemos la gran novedad que es el mismo Cristo, dejando que ocupe toda nuestra vida. Qué maravilla el evangelio que hemos proclamado, las palabras de Jesús: «amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian». Estas palabras son una gran novedad para nosotros. Son una novedad radical, no absurda, pues se fundamentan en el anhelo más profundo del ser humano: la necesidad de amar y de ser amado. Esta es la visión de Jesús sobre la vida humana. El ser humano es más humano cuando el amor está en la base de toda su actuación, y ni siquiera la relación con los enemigos es una excepción.

Quien es humano hasta el final descubre y respeta la dignidad humana del enemigo, por desfigurada que se nos pueda presentar. El amor a los enemigos es una actitud específica de los que deseamos ser discípulos de Jesús, y está marcado por la gratuidad como lo está el comportamiento de Dios hacia nosotros. Gratuitamente. Todos llevamos dentro de nosotros un germen de orgullo que, en determinadas circunstancias, a veces se convierte en odio. El odio a los enemigos es un mal que nos envenena, un impulso negativo que no nos deja en paz. Que nunca produce satisfacción, sino angustia, y tiene carácter destructivo. A veces se enraíza en heridas de nuestra sensibilidad o en frustraciones de nuestras necesidades exageradas de reconocimiento, o de amor, o de ser importantes. Jesús viene a liberarnos de todo lo que nos impide vivir lo mejor de nosotros mismos. Si os dais cuenta, hoy vivimos una escalada de odio y de violencia en nuestras sociedades. ¿Qué futuro tiene una sociedad, un pueblo, una pareja, una persona que se deja llevar todavía por la violencia, o que cultiva el odio o el resentimiento?

Hemos olvidado la importancia que puede tener el perdón para la humanización de las personas y el avance de todas las sociedades de todos los pueblos. El perdón liquida los obstáculos que vienen de nuestro pasado y despiertan en nosotros energías nuevas para seguir luchando. El amor y el perdón reconstruyen y humanizan todo, ennoblecen a quien perdona y a quien es perdonado. Los cristianos necesitamos redescubrir la fuerza humanizadora, social, política del perdón. Sin una experiencia del perdón, las personas, los grupos, las sociedades quedan sin futuro. Y esto no son ideas, queridos hermanos. Hay que dejar entrar en el corazón a Jesucristo para descubrir lo que es el perdón. Solo cuando contemplamos al Señor en la cruz y vemos sus últimas palabras -«perdónales porque no saben lo que hacen»- esa comunión con Jesucristo nos hace ver que el perdón libera, ennoblece, humaniza. Jesús no dice que no tengamos enemigos sino que, si los tenemos, seamos capaces de amarlos.

Necesitamos acoger las palabras que Jesús nos ha dicho hoy en el evangelio: «amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y os injurian». Situémonos en esta perspectiva, porque entonces advertimos que el amor al enemigo no es un dato marginal sino el sentido y el centro del amor cristiano. Solo cuando se da sin recompensa, cuando se ama sin que el otro responda, cuando se pierde para que el otro gane, solo entonces se ha llegado hasta el misterio del amor que se nos revela en Jesucristo nuestro Señor.

Vivimos en una sociedad en la que a veces es difícil amar gratuitamente. Casi todos nos preguntamos siempre: ¿para qué sirve?, ¿qué ganamos con esto? Lo calculamos casi todo, lo medimos casi todo. Nos hemos hecho la idea de que todo se obtiene pagando, y corremos el riesgo de convertir incluso nuestras relaciones en puro intercambio de servicios. Pero el amor, la amistad, la cercanía, la alegría interior no se obtienen con el dinero: pertenecen al orden de la gratuidad. Así nos lo enseña también don Giussani. Y esto solo se entiende cuando no hacemos de Jesús una idea, sino alguien que vive, con el que nos encontramos, porque se nos anuncia y porque entra dentro de nuestra vida.

Queridos hermanos: las últimas palabras del evangelio de hoy nos dicen «no juzguéis y no os juzgarán». Necesitamos entenderlas a la luz de evangelio. Nos remiten a la tendencia que tenemos a criticar a los demás, a encontrar defectos en los demás, a mirar lo negativo. Jesús nos invita a no condenar. Jesús no condena a nadie. Nadie nos ha nombrado juez de nadie. Jesús no dice que aprobemos todo discernimiento, sino que no juzguemos, que no condenemos a nadie. Lo que Jesús propone es un camino nuevo, un camino de amor y de esperanza que solamente se puede realizar cuando nos encontramos con Él. Este mensaje solo es posible vivirlo si hemos descubierto la belleza de Cristo, su manera única de amar, de perdonar, de encontrarse con los demás, de curar la vida y de alegrarla. Por eso, queridos hermanos, agradecemos al Señor hoy que nos haya reunido aquí a nosotros. Sí, que haya reunido a esta Fraternidad de Comunión y Liberación para celebrar y orar por el Siervo de Dios y hacer memoria de su fallecimiento; pero hacer memoria también de lo que a él le impulsó y le llevó a vivir y a poder regalar a la Iglesia este movimiento.

Por otra parte, queridos hermanos, una vez más Jesucristo se va a hacer presente aquí, entre nosotros, en el misterio de la Eucaristía. El Señor nos va a decir también: no mates a nadie. Todos son imágenes de Dios. También aquellos que no lo saben, que no lo han conocido. Vuélcate. Vuélcate ante ellos a ser imagen del hombre celeste, a ser Cristo para ellos. Y regala esa gran novedad que da Jesús cuando dejamos que ocupe toda nuestra existencia.

Esta celebración, queridos hermanos, es una especie de movimiento que el Señor realiza junto a nosotros para que vivamos esta palabra que en este domingo nos ha regalado a través de la Iglesia nuestro Señor Jesucristo. Que Él os bendiga, os guarde y os haga vivir cada día con más fuerza el impulso que don Giussani quiso dar a este movimiento y que tiene una vigencia grande en este momento en que vivimos los hombres, porque la comunión con Cristo, la comunión con los hermanos, es eso precisamente. Esa comunión con Cristo es la que libera y nos hace liberadores de los demás. Que así sea.

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