Homilías

Domingo, 09 abril 2017 16:12

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del Domingo de Ramos (9-04-17)

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Querido vicario general, vicarios episcopales, deán de la catedral, cabildo catedral, queridos seminaristas. Representante de la presidenta del Gobierno de Madrid, doña Cristina Cifuentes. Representantes del Ayuntamiento, que se han querido hacer presentes aquí. Señor embajador de Filipinas, muchas gracias por su presencia. Queridos hermanos y hermanas todos:

Es un día singular y especial para todos nosotros esta fiesta del Domingo de Ramos. Y digo especial para todos porque expresa de alguna manera, incluso en el recorrido que hemos hecho en esa procesión llevando los ramos, el deseo más grande del ser humano de encontrar a alguien que nos haga vivir en la paz, en la reconciliación; que nos entregue la vida para ver más allá de nosotros mismos, que nos dé esa capacidad para entender y descubrir cada día con más hondura que los otros, quienes están a mi lado, son hermanos.

Hermanos: el Salmo 21 que hemos proclamado nos decía que contaríamos la fama del Señor a nuestros hermanos. Esta es la gran invitación que el Señor nos hace en este Domingo de Ramos a todos nosotros. Lo habéis escuchado en la primera lectura que hemos proclamado, del profeta Isaías: el Señor nos abre el oído, nos hace estar atentos; atentos a las necesidades de los hombres; atentos, como veíamos en el Evangelio que en el inicio de la procesión proclamábamos: aquellas gentes de Jerusalén sencillas vieron cómo Jesús era distinto, cómo entraba en un borrico que representa la sencillez, la pequeñez, la cercanía a los hombres, la capacidad de entrega. No entraba como lo hacían los reyes de Jerusalén, en caballos, signos de poder y de fuerza. Él entraba con otra fuerza distinta, y es la que quiere que tengamos también nosotros, miembros vivos de la Iglesia, cuerpo de Cristo que tiene la misión de entrar también en este mundo, lleno de heridas, de rupturas, de enfrentamientos. En todos los continentes hay enfrentamientos, hay guerras queridos hermanos. Dios es necesario. Dios no es una anécdota. El Dios cristiano que nosotros predicamos y en el que creemos no es un Dios de muerte: es un Dios de vida, es un Dios de reconciliación, es un Dios que no utiliza la fuerza para hacerse presente entre los hombres. Utiliza el amor, la entrega de sí mismo, y es la que quiere que utilicemos nosotros, los discípulos del Señor. El Señor hoy nos abre el oído. El Señor nos ha dicho en la carta a los Filipenses que hemos escuchado que se despoja de su rango. Sí: siendo Dios, teniendo el poder y la gloria, habiendo hecho todo lo que existe, se hace hombre, está con nosotros, es un Dios con nosotros que hace el camino de esta vida. Y en esta vida se encuentra con que los hombres, lo padece Él mismo, utilizan la fuerza de su poder para liquidar la vida. Y Él, sin embargo, nos invita a hacer lo que Él hizo: dar la vida para que los hombres, todos, tengan esa vida.

Es un Dios que entra en el mundo. Es la Iglesia de Jesús, de la que nosotros somos parte, que tiene que entrar en el mundo. Y que tiene que entrar en el mundo como nos dice el Señor: vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo; no se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Y que alumbre vida, y que alumbre reconciliación, y que alumbre paz.

Queridos hermanos: lo veíamos en el Evangelio que hemos proclamado antes de la procesión. Las gentes salían al encuentro de Jesús, porque todo ser humano necesita a alguien que no le dé muerte, que le dé vida, que le impulse a vivir, que le impulse a entregar lo mejor de sí mismo. Nosotros, discípulos de Cristo, tenemos la vida del Señor por el bautismo. Tenemos esta vida. Nos invita, queridos hermanos, a hacer su camino. Qué bien describe el Señor este camino en la Pasión que acabamos de escuchar. Qué bien lo describe el Señor. Él pasa por los poderes de este mundo. Ve y nos hace ver cómo se sitúan los poderes de este mundo; incluso cómo se sitúan los discípulos de Él, que han estado viéndole a Él. No abandonan. Es fácil entrar en la dinámica de este mundo, que es la dinámica de la fuerza, la dinámica de la guerra, la dinámica del enfrentamiento, la dinámica de ver siempre en el otro al enemigo y no ver al hermano.

Hermanos: Jesús entra en Jerusalén, y quiere entrar en todas las ciudades de este mundo. También quiere entrar en nuestro propio corazón, porque es Aquél que nos puede hacer salir de la esclavitud y hacernos partícipes de una vida más humana, con el verdadero humanismo que Él nos entrega, y más solidaria. Ante Él, nosotros hoy podemos preguntarnos, en el inicio de esta Semana Santa, en este día de ramos: ¿por qué caminos nos quiere conducir el Señor? ¿Qué espera de nosotros el Señor, queridos hermanos? ¿Qué espera de nosotros en este siglo XXI que hemos empezado? ¿Qué espera? ¿Espera que sigamos matándonos? ¿Espera que esta nueva Jerusalén, de la que nosotros somos parte, entregue al mundo y manifieste lo que necesita este mundo?

Recordemos, como os decía hace un instante: el borrico era el animal de la gente sencilla. Jesús no llegó a Jerusalén a caballo, como los grandes del mundo; se fue incluso con un asno prestado. Jesús, el mesías, el Rey, nos invita a vivir libres de toda ambición de poder, nos invita a vivir libres de ser importantes. Porque ya lo somos: somos hijos de Dios, todos. Nos invita a no vivir del tener; a vivir de la sabiduría que Dios nos regala cuando entra en nuestro corazón.

El mensaje del Domingo de Ramos es claro: es un Dios que se manifiesta y rompe todos los esquemas de los hombres. No es el Dios de los poderosos: es el Dios de todos los hombres. Y se acerca a los más abatidos, a los más pobres. No es el Dios de la grandeza: es el Dios que viene a nosotros lleno de paz y de mansedumbre, y nos ofrece el camino de la vida y de la paz. Hermanos: demos la mano a este Dios.

En Jerusalén, la gente alborotada se preguntaba: pero, ¿quién es este? Quizá la gente que lo seguía aquel día se formuló la pregunta fundamental que todos nosotros tenemos que hacer: ¿quién es de verdad Jesús? ¿Qué es para mí Jesús, personalmente? ¿Cambia mi vida, o me deja igual? ¿Cambia mi existencia? ¿Cambia mi mirada a los demás hombres, a todos? ¿Veo hermanos o enemigos? ¿Cambia mi vista? ¿Cambia mi corazón? ¿Le hace más grande? ¿Entran todos los hombres? ¿Me lleva al diálogo con todos, o a la ruptura, a poner muros? ¿Me lleva a la reconciliación o al enfrentamiento permanente? ¿Quién es para mí Jesús? ¿Qué ha hecho en nuestras vidas para traernos, como pasaba en Jerusalén, a todos alrededor de Él? ¿Qué ha hecho en nuestras vidas, queridos hermanos, para que todos los que estamos aquí estemos aquí? ¿Qué es lo que hace? ¿Qué quiere de nosotros?

Nos tendríamos que dejar siempre que esta pregunta sea la que en la vida se disuelva. ¿Qué ha hecho de nosotros? Hombres y mujeres nuevos, hombres y mujeres con la vida de Jesús, hombres y mujeres que estamos dispuestos a atravesar esta tierra, en los lugares donde estemos, y a encontrarnos con los demás, llevando la vida de Jesús.

Desde el fondo de nuestro corazón, yo quisiera que le dijésemos a Jesús esta mañana, todos nosotros: tú, Señor, viniste a nosotros en la humildad y en la mansedumbre; quizá todo lo contrario a lo que nos suele gustar a nosotros, que a veces cuidamos la imagen para aparentar más de lo que somos, para ser reconocidos y ser importantes. Bendito tú que vienes con tu paz; bendito tú que cuando entras en el corazón del ser humano le cambias, le haces pasear por este mundo de una forma distinta, le haces buscar por todos los medios el encuentro con los demás, y hacerles ver a los demás que son mis hermanos, que no estamos en este mundo para destruirnos, que estamos en este mundo para vivir y hacer de él una gran familia. Hosanna el Señor. Qué grito daban aquellas gentes de Jerusalén. Es el grito que da esta humanidad: quieren a Jesús, desean tener a Jesús aunque a veces ni lo conozcan; tienen ganas de tener ese Mesías, que les saque del atolladero y del enfrentamiento.

Que hoy podamos abrir las puertas de nuestro corazón a nuestro Señor, queridos hermanos. El Jesús que entró en Jerusalén viene a este altar. El Jesús que entró en Jerusalén hizo un pueblo, la nueva Jerusalén. Vosotros sois de ese pueblo, somos de ese pueblo, y tenemos la misión de hacer en este mundo lo mismo que Jesús: llevar la vida de Jesús. Acojamos al Señor. Llevémosle a Él. Celebremos esta fiesta, porque el Señor nos invita a una tarea: nada más y nada menos que entrar como Él en esta tierra para llevar su amor. Acoged a Cristo, hermanos. Amén.

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