Homilías

Viernes, 26 abril 2019 14:32

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del Domingo de Resurrección (21-04-2019)

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Queridos hermanos obispos don Juan Antonio, don Santos, don Jesús y don José. Queridos hermanos sacerdotes. Ilustrísimo señor deán y cabildo catedral. Queridos seminaristas. Hermanos y hermanas.

¡Cristo ha resucitado! Esto es lo que nos convoca en esta mañana de este Domingo de Pascua. Es el triunfo de Cristo, y nuestro triunfo, queridos hermanos. Demos gracias a Dios porque Dios es bueno y nos ama. Su amor es para nosotros palpable. El Señor es poderoso y vive. Y ha manifestado un milagro patente entre nosotros. El mismo que murió en la Cruz, el mismo que ha dado la vida por amor por todos nosotros, ha resucitado.

Lo habéis escuchado en el evangelio que hemos proclamado. Tres personas muy cercanas al Señor han tenido una experiencia singular. María Magdalena, Juan, el discípulo a quien tanto quería Jesús, y Pedro. Han ido al sepulcro. Estaba vacío. Pero estaban las vendas y el sudario, con los que había estado cubierto nuestro Señor.

Queridos hermanos: la experiencia de la Resurrección, para todos nosotros, es lo más fundamental de nuestra vida. No estamos reunidos aquí esta mañana en nombre de un muerto, por muy importante que fuere, que vivió hace 21 siglos. Estamos reunidos aquí esta mañana en nombre de Jesucristo, el hijo de Dios, que vino a este mundo para enseñarnos y decirnos quién es Dios y lo que ama Dios a los hombres, y para decirnos también qué es lo que tiene que hacer el ser humano y cómo tiene que caminar en la vida según este Jesús que lo mataron, y que Él entregó la vida voluntariamente por amor a todos los hombres, para recuperarnos en la raíz misma de nuestra existencia. Este Jesús ha resucitado. También nosotros hemos encontrado corrida la piedra del sepulcro.

Sí. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Quizá, queridos hermanos, esta es la pregunta que en este momento de la historia todos los humanos nos tenemos que hacer. ¿Por qué buscamos entre los muertos? En este día, estamos escuchando esa noticia de tantas y muertes en Sri Lanka. De tantos cristianos que han muerto. Pero también creemos sinceramente que no han muerto. Tienen la vida, la dan por Jesucristo nuestro Señor.

¿Por qué la gente, por qué los hombres, buscan entre los muertos. Y solicitan el enfrentamiento, la irreconciliación, esa capacidad para sentirse enemigos de otros, cuando Dios ha muerto y ha resucitado para decirnos que somos hermanos, que solo hay un Padre Dios, y precisamente por eso todos somos hermanos?

A este Dios no tenemos que buscarle en los sepulcros vacíos de sentido. No. Al Resucitado lo tenemos que buscar en su propia resurrección. Y en su triunfo. Podemos decir hoy que el Resucitado nos da un abrazo a todos nosotros.

Esta es la palabra central de la historia: ha resucitado. El sepulcro vacío precisamente es este. Ha resucitado. Para todos los cristianos esta es la palabra fundamental. Esta es la palabra que llena de gozo y de alegría. Celebrar la Pascua es creer de verdad que ningún ser humano vive olvidado. Porque por cada uno de nosotros, y todos los que pudieran venir, Cristo nuestro Señor ha dado la vida para recuperarnos a la vida verdadera. Para entregarnos esta vida.

Ninguna queja, ningún ser humano caen en el olvido y el vacío. Ningún grito deja de ser escuchado. Por eso, podemos vivir queridos hermanos en la confianza, en la alegría y en la esperanza. Nuestro corazón se llena de alegría en este día, al descubrir que la muerte ha sido derrotada por la resurrección. Por Cristo Resucitado.

Sí. Por eso, nosotros hoy, en este día, pedimos al Señor, con la fuerza de Él, que los conflictos que siguen provocando la destrucción, que el sufrimiento de los hombres en cualquier parte de la tierra, por dificultades reales para vivir como hermanos, que pronto el Resucitado alcance la paz y la reconciliación que son imprescindibles para que el ser humano tenga las medidas que tiene que tener y que Dios mismo le ha concedido.

Queridos hermanos y hermanas. Es verdad. El Señor ha resucitado. Y nos ha dado a nosotros una tarea. Lo habéis visto en la primera lectura que hemos proclamado del Libro de los Hechos de los Apóstoles. Este Jesús que pasó haciendo el bien, que pasó curando a los hombres; este Jesús, tuvo unos testigos, lo vieron, vivieron con Él, vieron el sepulcro vacío, vieron que había resucitado, se encontraron con Él. Y nosotros, con el testimonio de ellos, con el testimonio de un Dios que los nombró testigos, y que les encargó predicar esto a todos los hombres, nosotros nos seguimos reuniendo experimentando la gracia, también, de la Resurrección.

También nosotros tenemos que ser testigos en medio de este mundo del Resucitado. De un Dios que ama a los hombres, de un Dios que nos reconcilia, de un Dios que quiere la paz, de un Dios que nos ha hecho hermanos a todos los hombres, de un Dios que elimina el conflicto. Si de verdad creemos en Él y tenemos al Resucitado en nuestro corazón, elimina el conflicto, el propio, el personal, el que está en nuestra vida: el egoísmo, la irracionalidad la quita de nuestra vida.

Cuando nos junta, como en esta mañana, a todos los que creemos en el Resucitado, y somos capaces de dar testimonio unánime, unánime, de que los que creemos en Él, por su nombre, hemos recibido el perdón. Sí, queridos hermanos. Este Jesús nos ha hecho testigos. Nos entrega una tarea. Pero la tenemos que realizar, como nos decía el apóstol: con la vida de Cristo en nuestra vida, con la experiencia de unos hombres y mujeres que buscamos los bienes que Dios nos ha dado, que nos ha regalado en Cristo.

Sí, queridos hermanos. Pensad un instante. Solo un momento. Solo un segundo. ¿Qué bienes me ha dado a mí el Señor? ¿La paz? ¿El amor incondicional a todos? ¿El buscar la reconciliación con todos los hombres? ¿El luchar por la justicia? ¿El buscar la verdad del ser humano? ¿Que triunfe esa verdad, que se ha descrito en nuestro Señor Jesucristo? Esa vida en Cristo…

¿Qué es lo que tengo? ¿Qué es lo que doy yo para hacer creíble, en esta tierra, que Cristo ha resucitado?

Aspiremos, queridos hermanos, a que esos bienes que nos ha regalado Cristo a nosotros, que vienen de Dios pero que han entrado en esta historia, permanezcan en esta historia a través de todos nosotros. El Señor nos ha hecho miembros vivos de la Iglesia. De un pueblo que está en marcha, que está extendido por toda la tierra. De un pueblo que sigue anunciando la Resurrección de Cristo, que es posible la paz, que es posible la justicia, que es posible la verdad, que es posible tener un corazón limpio, que es posible dar la mano a otro. Aunque le tenga como enemigo. Le puedo dar la mano porque la fuerza del Resucitado me empuja a abrir la mano a todos los hombres. Y si no, queridos hermanaos, es mentira todo lo que estemos celebrando en nombre de Cristo.

Sí, hermanos. María Magdalena fue al amanecer. Podríamos ser cualquiera de nosotros. Pedro y Juan fueron también después de que tuvieran la noticia por María Magdalena de que la piedra del sepulcro estaba corrida. Y qué experiencia más hermosa. Primero entró Pedro. El que había nombrado el Señor el primero, el que había puesto al frente de su pueblo, de su Iglesia, del nuevo pueblo de Dios. Y se asomó. Y vio realmente que Cristo había resucitado. Las vendas en el suelo, y el sudario enrollado… es manifestación de esta resurrección. Y nos dice el evangelio que los discípulos vieron y creyeron.

Queridos hermanos, esta tierra en la que vivimos, ¿tiene sentido para ser sepulcro, lugar de muerte? ¿Tiene sentido nuestra vida para provocar la muerte, cuando Dios nos ha dado la vida para que la demos también a los demás? ¿Tiene sentido esto, queridos hermanos? ¿Es racional, con la racionalidad que el Señor ha puesto en nuestro corazón y en nuestra vida, con el hecho de habernos hecho a imagen y semejanza de Dios? ¿Tiene sentido y tiene fuerza el que estemos en la vida y construyendo una historia de división, de ruptura, de enfrentamiento…?

Pero, queridos hermanos, después de 21 siglos, tiene sentido profundo que esta mañana aquí, en nuestra catedral y junto a vosotros, digamos con toda nuestra fuerza: Cristo ha resucitado. Y Cristo nos ha dado su vida. Y nos ha dado su vida para que la mantengamos presente en medio de esta historia. Y esto no lo hacemos con fuerzas de armas o de poder humano. Lo hacemos con la fuerza de un amor de Dios que ha entrado tan profundamente en nuestro corazón y en nuestra vida que, una vez que salgamos de aquí, no podemos entregar más que ese amor a quien se acerque a nosotros.

Y si no somos conscientes de que estamos entregando alguna otra cosa, tiene que ser el momento necesario, suficiente, para decirle al Señor: Perdona, Señor, cojo tu vida para entregar tu vida. Y no entregar muerte.

Hasta entonces, ellos no habían entendido la Escritura. Que Él había de resucitar de entre los muertos. Nosotros tampoco. Pero esta mañana, en esta fiesta de la Resurrección, entendemos que es necesario que Cristo haya resucitado para mantener viva, fuerte, con sentido, con dirección, con caminos reales y verdaderos por los que pueda transitar todos los hombres, la experiencia de un Dios que ha resucitado. Que se nos ha revelado. Se reveló a los testigos primeros, y ellos lo han comunicado. Y nosotros experimentamos cómo en nuestra vida, cuando tenemos la vida del Resucitado, caminamos de otra manera. Damos la mano a todos. Damos el abrazo de Dios a todos. Entregamos el cariño y la caricia de Dios, que es necesario entregar en esta tierra, como nos la entregó nuestro Señor Jesucristo, que hemos visto que murió por nosotros, pero triunfo de la muerte. La muerte no es la dueña de la vida. Es la vida misma. Cristo, quien es dueño de todo lo que existe.

Comuniquemos esta gran noticia, queridos hermanos: el Resucitado se hace presente aquí. Acogedlo. Acogedlo de corazón. Si tenemos otras cosas, una vez que entra el Señor, desechemos lo que no sirve. Lo nuevo ha comenzado. Y comienza también con vosotros. Lo viejo, la envidia, el rencor, el sepulcro de la muerte, ha terminado. Está la vida presente entre nosotros. Y, una vez más, Cristo se manifiesta entre nosotros en el misterio de la Eucaristía haciéndose realmente presente y queriendo entregarse a nosotros para llenar nuestro corazón y nuestra vida, y llenar así esta historia de sentido, de verdad y de vida. Amén.

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