Homilías

Martes, 17 marzo 2020 13:47

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del III Domingo de Cuaresma (15-03-2020)

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Querido don Alberto. Querido diácono Fausto. Queridos hermanos todos los que en estos momentos estáis participando de esta celebración de la Eucaristía. 
Hace un instante, alguien me preguntaba que cómo vivía yo la Eucaristía en estos momentos, casi solo. Y yo expresaba lo que tengo en mi corazón: cuando yo celebro la Eucaristía, que por pura gracia el Señor me dio el ministerio y me ha dado el ser Pastor, aquí en Madrid, yo tengo a todos los que caminan por Madrid. Tengo obligación, por que el Señor me ha mandado a pastorear, me ha mandado a cuidar a los que creen, y también me ha mandado a cuidar a los que están lejos. En ese sentido, yo cuando celebro tengo a todos. Porque es la misión que el Señor me ha dado. No siento la soledad. Como tampoco vosotros, en estos momentos en vuestras casas, en familia, tenéis que sentirla. 
Yo quiero tener un profundo agradecimiento a todos los que están mostrando durante estos días esa entrega incondicional por eliminar este coronavirus que nos atormenta a todos, que nos hace haber sacado esa vida ordinaria que tenemos en el trabajo, en todo... Nos hace vivir las cosas de una manera distinta.
Pero, queridos hermanos, también el Señor, en estos gestos de solidaridad que hacemos por todos, nos habla. Para los cristianos, la solidaridad tiene un nombre: caridad. Y ejercer la caridad, vivir la caridad  a tope para que los demás puedan vivir, atajar esta grave situación por amor a todos, es algo excepcional. Es algo importante. Y tenemos que dar gracias a Dios por todas las determinaciones que ha habido, a nivel nacional, a nivel autonómico, a nivel municipal, para dar esta muestra de solidaridad que, como os digo, para nosotros es ejercicio de caridad.
Nosotros tenemos que dar gracias a todos los sanitarios y a todo el personal civil que hace posible que hoy nuestros hospitales estén funcionando, y que puedan ser atendidos los enfermos. Ojalá tengan también todos los medios necesarios para poder atenderlos.
Tengo que dar gracias a los sacerdotes, a los capellanes, que de formas diferentes están manifestando el deseo de entregar el amor del Señor en su máxima radicalidad. Qué importantes son para nosotros aquellas palabras que hace 20 años nos decía san Juan Pablo II. Él nos hablaba de que había que hacer de la Iglesia casa, escuela de comunión. Dejadme deciros que vosotros lo estáis haciendo sin quejas, a veces en silencio, a veces con contradicciones, y en muchas ocasiones con muchos miedos. Pero seguid adelante, queridos hermanos. 
Mirad: el Evangelio de este domingo es especialmente importante. Nos presenta a un Jesús cansado del camino y que se sienta en un territorio, junto al pozo de la Samaritana. Pero dejadme deciros que hoy el Señor nos decía a través del salmo 94: ojalá escuchéis la voz del Señor. Mirad: lo hemos escuchado. En la primera lectura que habéis escuchado, del libro del Éxodo, el Señor nos invita a mantener la confianza en Dios. Queridos hermanos: Dios nos ama, Dios nos quiere, Dios no pone condición absolutamente a nadie para amarle. Nos lo ha mostrado Jesucristo mientras estuvo con nosotros en este mundo. Por eso el Señor hoy nos invita con tres palabras a hacer verdad la palabra que hemos escuchado: confianza, esperanza y donación.
Vivamos en la confianza. Aquella confianza que Moisés tuvo cuando el Señor le dio el bastón, que representa algo en lo que yo me apoyo. Como nosotros nos apoyamos en Dios en cada situación, el bastón, cuando pegó contra la roca, brotó agua, para que dejasen de protestar los israelitas y para que quitasen la sed. La confianza es la que nos pide el Señor aquí. Confiemos. Dios nos quiere. Dios sale de nuestra parte. Pidamos su ayuda. Lo va a hacer.
En segundo lugar, otra palabra: esperanza. El amor. Nos decía hace un instante la carta a los Romanos, este texto que hemos leído: la esperanza no defrauda. Y nosotros no tenemos cualquier esperanza. Tenemos la esperanza que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Tenemos la esperanza de que Cristo está de nuestra parte. Murió. Y apenas, queridos hermanos, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, este Dios que se hizo hombre, murió y dio la vida por nosotros. Y la va a dar. La sigue dando, queridos hermanos. 
Y, en tercer lugar, vivamos la donación. Tres palabras, como habéis visto: confianza, esperanza, y donación. La página del Evangelio que el Señor hoy nos da, el texto de la Samaritana, tiene una fuerza especial. Jesús, cansado como os decía, se sienta en el brocal del pozo. Y le dice a aquella mujer: dame de beber. Jesús se abaja a la Samaritana. Había una tremenda división entre judíos y samaritanos, pero sin embargo Él se abaja. La respuesta de la Samaritana fue: ¿cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mi que soy Samaritana? Se extraña. Jesús le dice: si conocieras el don de Dios, es decir, si conocieras de verdad el verdadero pozo para apagar la sed, me pedirías a mí el agua. No vendrías a buscar aquí agua. De este agua, queridos hermanos, estamos necesitados todos. Sí, queridos hermanos. El que bebe del agua del pzoo, como decía Jesús, vuelve a tener sed. Pero el que bebe del agua que da Nuestro Señor nunca tendrá sed. La sed simboliza el deseo profundo que está en el corazón de todo ser humano. El deseo de verdad, el deseo de vida, el deseo de bien, el deseo de vivir en la fraternidad y de construir la vida desde la fraternidad, el deseo de seguridad, el deseo de dar sentido a nuestra vida. Todos llevamos un gran deseo. Todos los hombres. Manifestado de formas diversas.
Queridos hermanos, yo os invito a que hoy al Señor le digáis todos: Señor, dame de esa agua. Dame de esa agua. Me atrevo también a decíroslo a los que quizás estáis viendo esta transmisión y no creáis. Decirlo. Por que sé que vuestro existe. En esta petición aparece el profundo deseo de vida. La Palabra de Jesús ha tocado el punto sensible de esta mujer. Por eso ella le dice: dame de este agua. Y esta mujer además reconoce la verdad de su vida. Reconoce su situación. Queridos hermanos: ella, que hablaba del Mesías que iba de venir, y Jesús le dice: soy yo, el que habla contigo. Soy yo. Nos lo dice Jesús a nosotros también. Soy yo. No busquéis en otro sitio. Esta sigue siendo la gran respuesta entrañable a nuestra sed, a nuestra fatiga, a nuestra desesperanza. Soy yo. Por eso, queridos hermanos, tienen un profundo sentido estas tres palabras que os decía y que resumen la palabra de Dios de este domingo: confianza, esperanza, donación. Es Jesús el que nos entrega la vida verdadera. Y nos quita la sed.
Os pregunto esta noche a todos: ¿cuál es la sed más profunda de vuestra vida? Preguntémonos también si no hemos abandonado la fuente de agua viva para ir a unos pozos que no apagan la sed. Al contrario: nos dan más sed.
Yo os ofrezco a Jesucristo Nuestro Señor. Dejadle entrar en vuestras casas. Este Jesús que se hace presente realmente aquí, en el misterio de la Eucaristía. Este Jesús que es el mismo que se encontró con la Samaritana y viene junto a nosotros para decirnos con fuerza y con una gran alegría para nosotros: yo soy. Yo soy quien te quita la sed.
Hermanos, que tengáis un final del día agradable, esperanzado, confiado en Dios, y abiertos a este Jesús que os dice: yo soy quien quita la sed. Amén.

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