Homilías

Martes, 24 marzo 2020 09:32

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del IV Domingo de Cuaresma (22-03-2020)

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Queridos hermanos:

A través de internet puedo comunicarme con vosotros, y puedo celebrar lo más grande, el acontecimiento más grande que un ser humano puede vivir: la Eucaristía. Este «Dios con nosotros» que quiere seguir manteniendo esa relación con todos nosotros y con todos los hombres. Quiere decirnos lo que hace un instante el salmo 22 nos decía, y hemos repetido juntos: «El Señor es mi pastor, nada me falta». Incluso en estos momentos duros que estamos viviendo, en todos los lugares, pero especialmente aquí, en Madrid, el Señor se acerca a nuestra vida. Él se convierte en esa fuente tranquila que repara también nuestras fuerzas. Él nos guía, aunque a veces tengamos que pasar por cañadas oscuras, por situaciones difíciles, pero con la seguridad, queridos hermanos, de que el Señor va con nosotros y que su bondad y su misericordia nos acompañan.

Quisiera acercar a vuestra vida y a vuestro corazón la palabra que el Señor nos ha entregad: tanto la primera lectura del libro de Samuel, la segunda lectura de la carta a los Efesios y esta página preciosa del Evangelio de san Juan del capítulo 9. Queridos hermanos: Dios no ve como los hombres. Qué maravilla. El Señor nos ve de otra manera. Nosotros, como habéis visto en la primera lectura, a veces nos fijamos en las apariencias. Y, sin embargo, Nuestro Señor nos ha elegido a todos nosotros para ser miembros de su pueblo, para tener su propia vida, su propia existencia.

«Anda, úngelo». Queridos hermanos, todos nosotros, por el bautismo, hemos recibido la vida del Señor, hemos sido ungidos por el Señor. Somos hijos de Dios, elegidos por el Señor. Dios no ve como vemos los hombres. Y por eso se acerca a nuestra vida también para que nosotros seamos capaces de ver como Él ve. En las cosas más sencillas, más pequeñas, quizá en lo más difícil. Sin embargo, Él nos hace ver que está presente. Como estuvo presente el Señor en aquel hijo pequeño de Samuel. «Llena», «vete», «con el aceite» y «entre tus hijos me he elegido un rey». El Señor nos ha elegido a todos nosotros. Somos sacerdotes, profetas, reyes, somos miembros de un pueblo extraordinario, queridos hermanos. Un pueblo que padece las mismas situaciones que padecen los hombres, pero que sin embargo nosotros comprendemos y estamos seguros de que el Espíritu del Señor está con nosotros y va delante de nosotros. Que seamos capaces de decirle al Señor: «Señor, que veamos, como tú quieres. Que leamos también nuestra existencia y nuestra vida».

En segundo lugar, el Señor nos ha invitado a caminar como hijos de la luz. Qué belleza tienen las palabras del apóstol san Pablo en la carta a los Efesios: «Caminad como hijos de la luz». Queridos hermanos, qué fuerza tiene para nosotros en este día y en este domingo el que el Señor nos diga a través del apóstol: «Camina como hijo de la luz». Camina con toda bondad, con justicia y con verdad. Camina de esa luz que el Señor nos ha dado a nosotros entregándonos su propia vida. Tú, ¡levántate! ¡Levántate! ¡Cristo es tu Luz! ¡Cristo es tu vida!, ¡Cristo es tu verdad!, Cristo es quien te da hoy, también, en la situación que estés, un abrazo tremendo Camina como hijo de la luz.

Y en tercer lugar, queridos hermanos, el Señor nos invita y nos hace esta pregunta: «¿Crees tú en el hijo del hombre?». Creer. Queridos hermanos: lo habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado. Al pasar, Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. El ciego del Evangelio es figura de esta humanidad, que a veces está privada de luz y de sentido. Representa la ceguera de tantas situaciones que vivimos, que, como decía el papa Francisco refiriéndose a Europa, «en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo, sin el cual los valores occidentales de la dignidad, de la libertad y de la justicia, resultan incomprensibles». No olvidemos, queridos hermanos, que Europa hoy camina sumida en la incertidumbre y en el miedo. Como parte de Europa que somos, también el ciego nos representa a  todos nosotros, que perdemos la orientación y el sentido de nuestra vida. Dice el texto, como habéis escuchado, que vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. No es una mirada cualquiera, este «le vio Jesús». No. Es una mirada llena de amor. Es la mirada de Dios sobre cada uno de nosotros, queridos hermanos. Es la mirada, es la compasión que Dios tiene sobre el ser humano, y que nos hace pasar de las tinieblas a la luz.

Queridos hermanos: yo os invito esta tarde a acoger esta mirada de Jesús sobre cada uno de nosotros. Todos somos ciegos de alguna manera. Todos buscamos luz. Todos buscamos sentido. Jesús es quien ve al ciego de nacimiento. Jesús va más allá de las creencias religiosas de su tiempo. Él afirma que la ceguera física no es fruto del pecado. Jesús rompe con la culpa y subraya que esta ceguera es para que se manifieste en Él las obras de Dios. Para que la misericordia de Dios lo haga un hombre nuevo, y le restituya unos ojos abiertos a la luz.

Queridos hermanos, ¿por qué no le consulta? Cuando ve al ciego, Jesús no consulta. Pasó inmediatamente a la acción. Porque siendo ciego de nacimiento, no tiene experiencia de lo que es la luz, ni puede desearla. Entonces, Jesús escupe en la tierra, hizo barro con la saliva y se lo untó en los ojos al ciego. Queridos hermanos: todos somos barro. La saliva en la antigüedad representaba la vida. Cuando no había saliva, ya estábamos muertos. Por eso, Él mezcla su saliva. La vida con la tierra. Y entonces Él untó los ojos al ciego. Con este gesto pone ante los ojos del que nunca ha visto la posibilidad de llegar a ser un hombre en plenitud.

«Ve a lavarte a la piscina de Siloé». Queridos hermanos, nosotros necesitamos optar por la vida y llevar a la práctica las invitaciones interiores también. Nos dice el Evangelio que él fue, se lavó y volvió con vista. Y volvió con los ojos y el corazón lleno de luz. El hombre siguió las instrucciones de Jesús. Su fe ha consistido en fiarse de Jesús. Fiémonos de Jesús. Él lo ha expresado yendo a la piscina. La vida oscura en él se convierte en luz. Necesitamos lavarnos quizá de tantas tendencias negativas que nos impiden avanzar, queridos hermanos.

Es verdad que hay una reacción de los vecinos, como nos dice el Evangelio. Los vecinos, que solían verlo pedir limosna, se preguntaban: «¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?». Por primera vez aparece que el ciego era un mendigo. Todos somos mendigos de la luz, queridos hermanos. Todos. Tú, yo… Todos somos mendigos de la luz. Dependientes de los demás. Jesús nos da la vista, Jesús nos da la movilidad, Jesús nos da la independencia. Jesús nos da la libertad y nos da la vida.

Los fariseos lo expulsaron de la sinagoga. Esto es fuerte. Significa que a aquel hombre, que había recobrado la vista le excluyeron de aquella sociedad. Y oyó Jesús que le habían expulsado. Y fue donde él y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre». Queridos hermanos, esta es la pregunta que yo os hago también: ¿creéis en el hijo del hombre? ¿Creéis que es capaz de devolvernos la vista? ¿Creéis que puede devolvernos la salud? ¿Creéis que puede darnos lo que necesitamos en estos momentos?

Aquel ciego contestó: «Creo, Señor». Y se postró ante Él. Quizá en esta tarde es lo que nosotros tenemos que hacer: postrarnos ante el Señor. Creo, Señor. Confío en ti. El encuentro con nuestro Señor cambia nuestra vida. Nos hace salir de la noche. Y pasamos a la claridad de su presencia. Queridos hermanos, ¿cuáles son nuestras cegueras? ¿Qué realidades ponen mi vida en tinieblas? ¿Dónde busco la luz? Encontrémosla en Cristo nuestro Señor, que se va a hacer presente realmente aquí en el misterio de la Eucaristía dentro de un momento. Postrados antes Él, podemos decirle: «Señor, estamos ante ti como el ciego del Evangelio. Despiértanos a tu luz. Abre nuestros ojos a la claridad de tu presencia. Fortalece nuestra confianza, Señor». Que así sea.

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