Homilías

Jueves, 15 febrero 2018 12:53

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del Miércoles de Ceniza (14-2-2018)

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Ilustrísimo señor deán. Cabildo catedral. Queridos hermanos sacerdotes, seminaristas. Hermanos y hermanas.

Iniciamos en este Miércoles de Ceniza el tiempo cuaresmal. Un tiempo en el que el Señor, a través de la Iglesia, nos invita a la conversión. El canto que hacíamos con el Salmo 50, que repetíamos nosotros, «Misericordia, Señor, hemos pecado», es un canto que tiene que salir de lo más profundo de nuestro corazón.

Al Señor, en este tiempo, le pedimos que tenga misericordia. Que su bondad y su compasión lleguen a nuestra vida. Y nos dejemos limpiar por Él. Que sea un tiempo donde, de alguna manera, auscultemos nuestra existencia, reconozcamos nuestros pecados, nuestras deficiencias, nuestras salidas de tono con respecto a lo que el Señor nos pide a todos nosotros. Porque Él quiere la bondad, y la maldad la aborrece. El Señor nos da una oportunidad de renovar nuestra vida. Habéis visto, como decíamos en el Salmo: «Renuévame por dentro, Señor. Crea en mí un corazón puro. Devuélveme la alegría. Afiánzame, para que mi vida proclame tu alabanza».

Queridos hermanos: quiero deciros en primer lugar que este tiempo que hoy comenzamos es un tiempo donde el Señor nos concede la gracia de podernos convertir. «Conviértanse a mí de todo corazón», nos decía hace un instante en la primera lectura el profeta Joel. Convertirse a Dios de corazón. Es decir, desde lo profundo de nuestra existencia. Sabiendo que creemos en un Dios que es compasivo y misericordioso; que tiene pasión por el hombre, por todos nosotros; y que las entrañas que Él tiene hacia nosotros es del amor más grande. Por eso, el Señor, a través del profeta, nos invitaba en este tiempo de conversión a congregarnos, a santificarnos, a reunirnos los unos con los otros. Para vivir este tiempo de gracia.

En segundo lugar, es un tiempo de invitación, de escucha y de salvación. Mirad: el apóstol Pablo, en este texto de la segunda carta a los Corintios, nos lo decía: «les pedimos que se reconcilien con Dios». Qué invitación más maravillosa… El ser humano reconciliándose con Dios, uniéndose a Él, secundando su obra, escuchando la Palabra del Señor. Tiempo de invitación. Es tiempo favorable, nos decía el apóstol. Y por eso nosotros, en este tiempo favorable, queremos escuchar la Palabra del Señor. Y queremos acoger la gracia que Él nos entrega.

Y, en tercer lugar, si os habéis dado cuenta, el Señor nos da unos medios para dejarnos alcanzar por Cristo. Unos medios que estamos cansados de escuchar Cuaresma tras Cuaresma; pero quizá no hemos profundizado lo suficiente en lo que significan estos medios que el Señor nos da, como son la oración, el ayuno, la limosna, para poder dejarnos alcanzar por nuestro Señor Jesucristo.

Al finalizar la Eucaristía, os darán la carta pastoral que he escrito con motivo de esta Cuaresma. Para que podáis meditarla.

Yo os invito, fundamentalmente, y lo habéis escuchado en el Evangelio, a un cambio de monedas. Queridos hermanos: nosotros estamos acostumbrados a manejar unas monedas que no nos convierten. Y tenemos que cambiarlas. Yo os invito a cambiar la moneda de lo volátil por la oración, por un diálogo más intenso con Dios. La moneda que parece en circulación –y digo con intención que ‘parece’–, pareciera querer vivir, o hacernos querer vivir en nuestra cultura, no desde algo fijo, estable… No... Algo que cambia hoy, de hoy para mañana… ¿Qué significa esto en la vida de los hombres? Hay unas líneas de fondo, queridos hermanos, que intentan de alguna manera eliminar a Dios y dejar al ser humano sin fundamento; tienden a hacerse presentes en nuestra vida. Hemos oído hablar muchas veces de ellas. Una cara de esta moneda que a veces estamos utilizando, y que el Señor nos invita a acoger otra totalmente distinta; una cara de esta moneda de la volatilidad es, precisamente, ese intento de hacer desaparecer a Dios de la conciencia personal y de la conciencia pública. Sí. Oscurecernos. Y esto afecta, queridos hermanos, a todas las religiones del mundo. No solamente a los cristianos. A todos. Pareciera que Dios estorba en este mundo. De tal manera que los grandes valores fraguados pierden cada vez más eficacia en los proyectos de vida.

Y la otra cara de la moneda es el intento de reducir la inteligencia humana a simple razón calculadora y funcional. A querer ahogar el sentimiento religioso que está inscrito en lo más profundo de nuestra naturaleza humana. Queridos hermanos: frente a esta moneda, la Cuaresma nos ofrece la oración. La moneda de la oración. El diálogo con Dios, que nos encamina al diálogo con todos los hombres. No un diálogo virtual, en el que no sabemos quién está detrás, sino el diálogo de tú a tú. Como Dios mismo hace con los hombres. La oración, frente a la moneda de la que os hablaba antes, volátil, nos ofrece los más sublimes objetivos de la vida: nos guía, nos da libertad, nos da fuerza.

Probad y meditad la oración que salió de labios de Jesús, el Padre Nuestro. Probadlo, queridos hermanos. Sabed que no estamos solos. Que tenemos un padre. Que nos quiere. Que no nos abandona. Que nos da su palabra. Que cuando escuchamos su palabra, esa palabra nos da vida; nos da horizontes; nos hace ver que el otro es mi hermano; nos hace ver que Dios no condiciona mi libertad; al contrario, la engrandece y la aumenta. Oración. El diálogo con Dios nos encamina al diálogo con todos los hombres. Orad más, queridos hermanos.
 
En segundo lugar, quitemos y cambiemos la moneda de la fragmentación, con la que estamos acostumbrados a vivir, por la del ayuno. En medio de los conflictos que asolan la humanidad, en medio de tantas divisiones y fragmentaciones que nos enfrentan, en medio de tantas rupturas y falsas solidaridades, en medio de tantas personas asoladas por la guerra, el hambre, la necesidad de buscar otros lugares donde vivir, el Señor nos ofrece otra moneda: no la de la fragmentación, sino la del ayuno. Porque esta moneda ayuda a la misión que se nos ha dado. Jesús, orando y ayunando, se preparó a su misión. El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. De ahí que podemos decir que quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca, y; que preste oído a quien le está suplicando y desea que se le oiga. Qué bien viene escuchar a Jesús aquellas palabras, en el encuentro con el ciego de nacimiento: «¿Qué quieres que haga por ti?». O aquel encuentro con el leproso, que hace muy pocos días escuchábamos en la lectura continua: «Si quieres, puedes limpiarme».
 
Queridos hermanos y hermanas: el ayuno nos dispone a entrar en una manera de vivir que supone una opción. Es intensificar todo lo que alimenta el alma, que nos abre el amor a Dios y al amor al prójimo. El ayuno no es una cosa más: es un recuerdo permanente para descubrir lo que es esencial y fundamental en nuestra vida. Utilicemos esta moneda.
 
Y, en tercer lugar, cambiemos la moneda de la polarización por la moneda de la limosna.
 
Queridos hermanos. Mirad: ser un ciudadano es ser y sentirse citado. Citado con nombre. Vives en una calle, vives en una casa. Convocado a un bien. Y también es obligado acudir a la cita que se nos hace, porque hemos de preguntarnos si somos convocados, en este momento de la historia, o polarizados a unas ideas, a unos grupos que nos rompen, que nos dividen… El Señor nos dice: apostad por un mundo y una humanidad en la que todos estemos sentados en la misma mesa. Como esta noche aquí, queridos hermanos. A nadie se le ha pedido entrada por esa puerta. A nadie se le pide qué condición social e incluso de situación existencial tiene que tener. Todos alrededor de esta mesa. Sí. Apostemos por un mundo en el que el tejido social que hacemos no destruye a nadie, no se polariza, no hace brechas, no divide, no rompe relaciones. La moneda de la polarización es la que no sienta a todos en la misma mesa. Es la moneda de los conflictos. Sí, hermanos. Necesitamos hombres y mujeres que apelen a lo hondo de la dignidad del ser humano. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Sois hermanos. Y la búsqueda de la justicia verdadera exige encontrarnos.

Cambiemos esta moneda por la de la limosna. Sí. Frente a la moneda de la polarización que nos divide y nos enfrenta, la limosna. El Señor nos ofrece la moneda de la limosna para vencer la tentación de idolatrar el poder, la riqueza… No podéis servir a dos señores, nos dice el Señor. Cristo. La limosna vence esta tentación. Nos educa para socorrer al prójimo. A compartir con los demás lo que poseemos. ¡Qué bueno es tener la valentía de hacer gestos y acciones que den esperanza! Y esto no es simplemente para dar una belleza externa a la vida, o por pura racionalidad. Se trata de hacer gestos que manifiesten la necesidad imperiosa de convivir. Dar limosna.
 
Permitidme que haga un paréntesis, queridos hermanos. Hace muy poco tiempo he conocido a una mujer que está en una residencia de ancianos, pobre, en Madrid. Y quiso experimentar durante dos años seguidos en la calle, pedir. Ella vive en un piso muy pequeño, pobre. Pero lo que tiene lo ha dejado para los pobres. Eso poquito. Y ella me contaba la experiencia de dos años en Madrid, cuando pedía.
 
Queridos hermanos. La limosna nos hace compartir bienes, intereses, justicia, paz social, acercamiento a los hombres. Gesta una revolución interior en nuestra vida. Nos hace conscientes de las necesidades de los hombres.
 
Este tiempo de Cuaresma nos ofrece, queridos hermanos, estas tres monedas. Cojámoslas. No otras. La oración, el ayuno y la limosna. Pero cojámoslas para recordar lo que nos pide nuestro Señor que hagamos con todos los hombres.

Tiempo, como os decía hace un momento, de conversión; tiempo de invitación; y tiempo en el que el Señor nos da los medios necesarios para dejarnos alcanzar por Jesucristo.  Ahora, en el rito de la imposición de la ceniza, acojamos estos medios. Todos los cristianos. E invitemos a otros hombres a que los acojan también.

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