Homilías

Jueves, 03 junio 2021 15:11

Homilía del cardenal Osoro en la Misa en honor a la Virgen de Fátima (13-05-2021)

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Queridos hermanos sacerdotes. Querido padre responsable de los Heraldos del Evangelio. Queridos Heraldos del Evangelio. Hermanos y hermanas.

En primer lugar, damos gracias a Dios por poder celebrar una vez más aquí, en la catedral, este 13 de mayo, esta fiesta de la Virgen de Fátima. Además, precisamente en este año, queridos hermanos. Van a ser dos en los que muchas personas han sido tocadas por el virus, el COVID -19, y siguen sufriendo sus consecuencias. Desde nuestros hermanos fallecidos hasta las familias que viven el dolor y la incertidumbre del mañana porque en este tiempo se quedaron sin trabajo, tuvieron que cerrar sus negocios... Hoy también nos unimos a los enfermos, a los médicos, a los científicos, a los enfermeros… que han estado comprometidos, y siguen comprometidos, en esa línea de batalla en primera fila. Los voluntarios también. Y los profesionales que han prestado un valioso servicio en favor de los demás. En el fondo, han hecho el canto de la Virgen: «Proclama mi alma la grandeza del Señor».

Por eso, desde las personas de luto y las que sufren, hasta las que con una simple sonrisa y una buena palabra han llevado el consuelo a los necesitados, en este día de la Virgen nos unimos y le decimos:

«Madre de Fátima, acógenos bajo tu manto. Protégenos. Susténtanos en las pruebas. Y enciende nuestro corazón de luz y de esperanza. Nosotros queremos situarnos bajo tu protección en esta situación que está cargada de sufrimientos, de angustias, que sigue atenazando al mundo… A ti recurrimos, Santa Madre de Dios, Virgen de Fátima. Buscamos refugio en ti. Y buscamos también protección. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. En este momento que vivimos, consuélanos. Especialmente a los que se sienten desamparados. A los que lloran a sus seres queridos. Sostén a los que están angustiados. A las personas enfermas. A todos aquellos que sufren por evitar el contagio. Infunde confianza en nuestras vidas, Madre de Dios, cuando estamos preocupados por el futuro incierto y especialmente también sobre las consecuencias que ha traído esta situación para la economía y para el trabajo».

Hoy nosotros queremos representar a todos los que viven en nuestra archidiócesis de Madrid. Y, como en Caná de Galilea, le queremos decir a la Santísima Virgen, en nombre de todos:

«Interfiere, Madre de Dios, con tu Hijo. Pídele que consuele a las familias de los enfermos y de las víctimas. Y que abra también sus corazones a la confianza. Protege, Santa Madre de Dios, a todo el personal sanitario; a los voluntarios; a los que están en primera línea y ponen su vida en peligro por salvar otras vidas. Acompaña su esfuerzo. Y dales a todos ellos bondad, fuerza y salud. Especialmente hoy te pedimos, Santa Madre de Dios, que ilumines las mentes de tantos hombres y mujeres de ciencia, para encontrar soluciones y así poder derrotar a este virus. Dales alegría. Dales solicitud. Dales generosidad para socorrer también, y que todos nos pongamos en disposición de socorrer, a todos aquellos que carecen de lo necesario para vivir. Que entre todos seamos capaces de programar soluciones sociales con visión de futuro y espíritu de solidaridad».

«Madre amadísima: haz que crezca el mundo en ese sentido de pertenencia humana que el Papa Francisco nos ha regalado con la encíclica Fratelli tutti. Hermanos todos. Somos una gran familia. Danos conciencia del vínculo que nos une a todos. Danos espíritu fraterno y solidario. Ayúdanos en tantas pobrezas como tenemos, y en tantas situaciones de miseria que aparecen en nuestra vida. Hoy te pedimos que alientes nuestra fe, la perseverancia también en el servicio, y la constancia en la oración».

De estas tres cosas, queridos hermanos, yo quiero hablaros. Nos habla la Santísima Virgen. Ella misma nos habla. Ella fue persevante en la fe. Cuando Dios le pidió que prestase la vida para que Dios tomase rostro en este mundo, ella solo preguntó: «¿Cómo será eso, puesto que no conozco varón?» Y la respuesta ante las palabras que le dirigió Dios a través del ángel; ella contestó: «Hágase en mí según tu palabra». Mujer de fe. De gran fe, queridos hermanos. Firme en la fe.

Cuando recibió en su seno la presencia de Dios, salió corriendo a comunicarlo a su prima Isabel, una anciana, para que percibiese que para Dios, aunque era anciana ya y esperaba un hijo, no hay nada imposible. Aquella mujer que recibió a María, su prima Isabel, le dio un título a nuestra Madre: «Dichosa tú que has creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá».

Esta fe de María la necesitamos también en estos momentos, queridos hermanos. En este tiempo de pandemia hemos visto cómo las seguridades en las que a veces nos apoyábamos todos los hombres se han venido abajo. La vulnerabilidad ha sido absoluta y total. Toda la humanidad, sin poder agarrarse a nada. Aquí sí que viene bien escuchar a Teresa de Jesús cuando nos dice, en esa poesía, la verdadera realidad de nuestra vida: «Nada te turbe. Nada te espante. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta».

Es un momento, queridos hermanos, en el que se nos pide que tengamos fe, que la profesemos y que la contagiemos. Es un momento para poder decir a esta humanidad que hay apoyo. Que tenemos agarraderas. De esas que no nos fallan nunca. Y que no dependen de las fuerzas de los hombres, sino que es la agarradera que Dios nos ofrece y nos regala. Firmes en la fe, como María

Perseverantes, en segundo lugar, en el servicio. Queridos hermanos, la gran servidora de la humanidad es María. Es la gran servidora. Es la que propicia que Dios se haga presente en este mundo, y que nosotros, los seres humanos, sepamos realmente la fotografía verdadera que tiene que tener el hombre, esa que nos ha regalado Jesucristo. Es la fotografía de cualquier ser humano que regala a los demás fraternidad; que no debe a nadie más que amor de Dios; que disculpa siempre; que perdona siempre; que siempre da ayuda. Perseverantes en el servicio. Esto es lo que necesita esta humanidad.

Mirad, hermanos. La cultura en la que nosotros hemos vivido, y todavía alomejor estamos contagiados de ella, es la cultura del bienestar. Buscamos el bienestar sea como sea. Y os lo he dicho alguna otra vez más: esta pandemia nos ha hecho descubrir que necesitamos involucrarnos en otra cultura. Y promover otra cultura. La del encuentro. La del cuidado, los unos de los otros. Encuentro y cuidado van unidos para un cristiano. María fue al encuentro de Isabel. En aquel encuentro, aquella mujer sintió el gozo de descubrir cómo saltaba su hijo en su vientre ante la presencia de Dios. Ante la presencia de Dios nadie se queda impávido. Se siente y se percibe.

Perseverantes en el servicio. Siempre. Pero en el servicio al estilo en el que nos ha enseñado Nuestro Señor Jesucristo. Recordad que lo hacemos en el contexto de la Eucaristía, esta celebración; aquel momento en el que el Señor al despedirse de sus discípulos y celebrar e instituir la Eucaristía, cuando les lava los pies, les dice: «Lo que yo he hecho, hacedlo vosotros también. No he venido a ser servido. He venido a servir. Y a servir con un estilo. De una manera. Con una singularidad».

Firmes en la fe. Perseverantes en el servicio. Y, en tercer lugar, constantes en la oración. En el diálogo con Dios, queridos hermanos. No olvidéis esto. Ttodo lo anterior no se podrá hacer si no hay un diálogo verdadero con Nuestro Señor. Un diálogo en el que también hablamos y escuchamos. Le presentamos al Señor nuestra realidad. Escuchamos su palabra. Sí. Esa palabra que hace un instante hemos escuchado, y que nos decía entre otras cosas que tenemos que ser esos hombres y esas mujeres que, como el apóstol Pablo, nos ponemos al servicio de los demás. Pablo se dedicó enteramente a dar testimonio ante los judíos. El diálogo con Dios nos lleva a esto. Nos lleva precisamente a descubrir que nuestra vida vence y convence si somos testigos de Nuestro Señor, como Pablo.

El relato que aquí se nos ha dado de Pablo en Atenas, cuando él encontró a Aquila y a su mujer Priscila, y fue a su casa, y estuvo viviendo con ellos, y ejercía el mismo oficio que ellos. Pablo estaba dando testimonio de Cristo. Sí. Como lo hizo después, cuando entró en casa de cierto Tizio Justo, y de Críspulo, el jefe de la sinagoga. Y convenció. Era testigo de Nuestro Señor.

Pero además también el Señor, como nos ha dicho el Evangelio que acabamos de proclamar y de escuchar todos nosotros, no solamente nos pide que seamos testigos, sino que contemplemos al Señor, que lo miremos, que sea nuestro espejo. El Señor es el espejo en el que tenemos que mirarnos. «Dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver». ¿Qué significa esto, le preguntaba?. «No te entendemos, Señor». Queridos hermanos: solo entenderemos si nos dejamos invadir por el espíritu de la verdad que el Señor envía, que envió a su Iglesia, y que hizo a Pablo protagonista y testigo, y a todos los demás apóstoles, y nos hace a nosotros también.

Y no solamente el Señor nos pide que seamos testigos de Él. No solo el Señor nos pide que lo contemplemos a Él. Que lo contemplemos a Él. Que sea nuestro espejo su persona para vernos y descubrir en ese espejo cómo tenemos que ser y hasta dónde tenemos que llegar. El Señor nos pide que esto lo hagamos, en tercer lugar, con alegría. «Vosotros estaréis tristes. Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría, porque el Espíritu os revelará que esta es la verdad de la vida de los hombres». Que el lugar en el que tenemos que agarrar nuestra vida, el lugar, no es una cosa. Es una persona. Es Cristo mismo que, por la fuerza del Espíritu Santo, nos da capacidad a todos nosotros para hacer verdad lo que en estas páginas, tanto del libro de los Hechos como del Evangelio de san Juan, hemos escuchado.

Sintamos la alegría de que Jesús nos hace testigos. De que Jesús no nos abandona. Nos da su mismo Espíritu. Y la alegría que supone para todo ser humano saber el camino que tenemos que recorrer. Y el camino que tenemos que recorrer lo descubrimos contemplando a Nuestro Señor.

Firmes en la fe. Perseverantes en el servicio. Y constantes en este diálogo con Dios. Solo así podemos ser testigos. Y seremos testigos.

Madre de Fátima: toca nuestra conciencia. Aumenta en nosotros el deseo y la realidad de pertenecer a una gran familia. Una gran familia que nos une a todos. Que nos une en la fraternidad y en la solidaridad. Abraza a tus hijos atribulados, y haz que Dios intervenga con su mano omnipotente para librarnos de esta pandemia, para que la vida pueda retomar su curso normal con serenidad. Guía, Santa María, los pasos de nuestra vida. Quíanos a los que queremos rezarte y amarte. Sé para cada uno de nosotros esa guía segura. Porque sabemos que si te damos la mano a ti, Madre, tú nos llevas siempre a Jesucristo. Como lo haces esta tarde. Nos reúnes para llevarnos a Jesucristo, que se va hacer presente aquí, en el misterio de la Eucaristía.

Queridos hermanos. Esto le pedimos al Señor: fe. Perseverancia en servir al estilo de Jesús. Y constantes, muy constantes, en el diálogo con Dios.

Que el Señor os bendiga y os guarde siempre

Amén.

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