Homilías

Martes, 17 mayo 2022 11:06

Homilía del cardenal Osoro en la Misa en honor a Nuestra Señora de Fátima (13-05-2022)

  • Print
  • Email
  • Media

Queridos hermanos sacerdotes. Queridos Heraldos del Evangelio. Queridos hermanos y hermanas. Un día singular y especial para nosotros en esta fiesta de la Virgen de Fátima, en esta advocación entrañable para todos.

«Inclina el oído» nos decía el salmista en el salmo 44. «Escucha». Esto es lo que hizo la Santísima Virgen María. Escuchó a Dios y respondió, con esa escucha, a lo que quería Dios de Ella. Pero en esta tarde, cuando nos reunimos para celebrar esta fiesta de la Virgen María, esta mujer que se apareció a unos niños allá, en Fátima, y que ha hecho posible tantas conversiones a través del tiempo en aquel santuario, en aquel lugar bendito donde Ella se aparece, nos sigue diciendo a nosotros: «Escucha. Inclina el oído. Póstrate ante Él. Dios está prendado de tu belleza, porque eres imagen de Dios». Y esta mujer, «princesa bellísima» como nos decía el salmista, está ante el Rey; se pone ante Dios con todas las consecuencias, y es a Dios a quien le dice: «Si. Hágase tu voluntad».

Queridos hermanos y hermanas. La Palabra de Dios que hemos proclamado, y que es la que se proclama en todos los lugares donde hoy se celebra la fiesta de Fátima, tiene como tres expresiones que yo le pido al Señor que, a través de su Madre, las incorporemos nosotros también. Y que se resumen en estas palabras: prestar, reconocer y testificar.

Prestar. María es la mujer que presta la vida a Dios para que se establezca en este mundo y pase por este mundo la salud, el poder, el reinado, la potestad de Dios. Sí. En la historia de Israel, el pueblo de Dios, según las promesas que había hecho a su pueblo, Él eligió a esta mujer excepcional, única. Un ser único, libre del pecado original. Pero un ser libre que, cuando Dios se presenta ante Ella para decirle si presta su vida para hacer algo que nadie se podía imaginar -prestar la vida para dar rostro al Dios eterno, para dar rostro al Hijo de Dios- esta mujer dice Sí. A través de Ella se estableció la salud, el poderío, el reinado y la potestad de Dios. Con su Sí. Esta mujer que, al recordarla en este día, en esta advocación de Fátima, nos hace preguntar a nosotros: Y vosotros, ¿a quién prestáis la vida? Y tú, obispo, ¿a quién prestas la vida? Y vosotros, cristianos de condiciones diferentes, ¿a quién prestáis la vida?. Nuestra Madre, que nunca nos abandona. Es más, que Dios ha querido. El Hijo de Dios en la cruz nos la dio como Madre nuestra. Y es la que nos ayuda a descubrir que prestar la vida a Dios, decir Sí a Dios como Ella lo hizo, es lo más grande, lo más bello, lo más sublime que le puede acontecer a un ser humano. Decir a Dios Sí. Yo creo en ti Señor. Creo en tu palabra. Creo en tus designios. Creo en tu promesa. Creo en lo que tú, ciertamente, me das a mí. La salud verdadera me la entregas tú. El poder auténtico me lo das tú. Porque no es el poder de los poderosos, pero sí es el poder del ser humano que se llena de Dios y vive de esa «hartura», como diría Teresa de Ávila. Vive de esa hartura. De Dios.

Queridos hermanos. Hoy, cuando nos reunimos en torno a la Virgen en esta advocación de Fátima, nosotros también podemos decirle a Ella: «María, intercede por nosotros. Y haz posible que nosotros no hagamos regateos, sino que prestemos la vida, como tú lo hiciste, a Dios. Para que Dios tenga rostro en este mundo y en esta tierra». Tiene que tener rostro en este mundo y en esta tierra. Y Dios quiere hacerlo a través de nosotros. Somos bautizados, queridos hermanos. Tenemos la vida de Jesucristo. Y esa vida se tiene que manifestar en la vida diaria, entre nosotros. Se tiene que hacer presente en este mundo, que necesita de hombres y mujeres que digan Sí a Dios; que presten la vida.

En segundo lugar, hay otra palabra: reconocer. Nos lo ha dicho el Evangelio. Una mujer que levantó la voz, y comenzó a decir: «Feliz el vientre que te llevó». Veía tales cosas en Jesús, que diría aquella mujer: «Si este es así, ¿qué habrá sido su madre?». Y ya veis la respuesta de Jesús. Ya veis. Pero aquella mujer reconoció, reconoció la grandeza de la Madre de Jesús. Reconoció el valor de María. Era una mujer del pueblo, sencilla, que reconoce las cosas grandes que Dios había hecho en la Virgen María. No solamente hay que prestar la vida, queridos hermanos. Hay que hacer posible que, a través de nosotros, los hombres reconozcan la presencia de Dios en nuestra vida. Quizá hoy es de las cuestiones más importantes que tenemos los discípulos de Jesucristo: hacer posible que por nuestra vida, por nuestros comportamientos, por nuestra manera de actuar, por nuestro modo de estar en el mundo, reconocemos o hacemos reconocer el valor que tiene Dios en la existencia humana.

«Feliz el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron». Felices nosotros, queridos hermanos, si nos situamos siempre de la mano de nuestra Santísima Madre la Virgen María. Felices nosotros si sabemos reconocer en Ella el ser humano más excepcional que ha existido. Felices nosotros si nos dejamos acompañar por esta Madre que Dios mismo nos regaló. Felices nosotros si, junto a María, descubrimos la fraternidad, que somos hermanos. Ella prestó la vida. En ella reconocieron y vieron la presencia de Dios a través de su Hijo; a través de las obras que hacía su Hijo.

Y, en tercer lugar, testificar. ¿No os habéis dado cuenta del testimonio precioso que da Jesús sobre su Madre? Cuando Jesús, a aquella mujer que había dicho «feliz el vientre que te llevó», contesta: «Felices los que escuchan la palabra de Dios y la practican», porque eso es lo que hizo la Virgen María. Escuchó y obró según la palabra de Dios.

Queridos hermanos: hoy, para testificar, para ser testigos del Señor, es necesario no vivir de cualquier palabra. Urge acoger la Palabra de Dios, como María la escuchó. Cuando el ángel se presentó en medio de Ella, cuando el ángel le pidió: «¿prestas la vida para dar rostro a Dios?». «Hágase en mí según tu palabra». El testimonio de Jesús sobre su Madre es impresionante. Yo, cuando estaba preparando la homilía, rezando le decía: «Señor, ¿y mi testimonio? ¿Tú dirías de mí «feliz porque escuchas la palabra y la pones en práctica?». Y, claro, pues me entraba vergüenza -no sé a vosotros- porque a veces vivo de otras palabras. Yo diría, para no echarme toda la culpa, que vivimos todos de otras palabras. Por eso, está la fiesta de la Virgen. Nos ayuda a todos nosotros a descubrir la grandeza que tiene el ser humano en María; la grandeza de nuestra Madre; la dignidad de nuestra Madre; la necesidad que tenemos de Ella. Sí. Necesidad de hacer posible que nosotros también, como nuestra Madre, prestemos la vida. Señor: aquí me tienes. En mi condición: sacerdote, obispo, laico, esposo, esposa, matrimonio, los hijos como hijo… Aquí me tienes. Presto mi vida.

Quiero reconocer tu grandeza: la de esta mujer, queridos hermanos. ¿Por qué será que la Virgen María ha entrado en las entrañas del pueblo? De todos los hombres. Ha entrado en las entrañas de todos los hombres. El valor de María, ¿dónde está? ¿En dónde está? En su fe. En su oración a Dios. En estas palabras de Jesús. «Feliz el vientre que te llevó», decía aquella mujer que gritaba en medio del pueblo. «Feliz el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Y a nosotros nos queda el testificar, queridos hermanos: ser testigos valientes del Evangelio. Y no podemos serlo si no vivimos de la Palabra. Escuchando la Palabra, como lo hizo María, y poniéndola en práctica. Si no vivimos de esta Palabra, que es Jesucristo mismo, que se hace presente ahora, aquí, en este altar, y nos alimentamos de Él; y, cuando nos alimentamos de Él, decid de alguna manera aquello que decía el apóstol Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Y, si vive en mí Cristo, yo tengo que noticiar a Jesucristo. Donde esté, donde viva, en lo que haga. Noticiar. Somos de alguna forma ahora, no solamente los periódicos, los noticiarios de la televisión… Eso tenemos que ser los cristianos: noticiarios de la noticia más buena, más bella, más grande, más importante, más necesaria para los hombres. Para que descubramos que la fraternidad no es una palabra más: es el reto de la humanidad para vivir como hijos de Dios.

Pues que esta tarde nosotros todos le digamos a María –cada uno con nuestras palabras, con nuestros sentimientos, con lo que tengáis–, a Ella le decimos, como Ella dijo a Dios: «Aquí estoy, María. Aquí estoy, Madre. Dame tus entrañas; dame tu amor; dame tu marca: marca mariana. Dámela. Y haz posible que yo, en medio de este mundo, ponga en práctica hoy lo que tú me has dicho: que preste la vida, que te haga reconocido por todos los hombres, y que sea un testigo valiente del Evangelio como nuestra Madre lo ha sido». Yo a veces me imagino qué sería después de la muerte de Jesús: Ella, reunida con los apóstoles; y seguro que Ella era la que alentaba a todos a seguir creyendo en su Hijo, hasta que vino el Espíritu Santo.

Que el Señor os bendiga y os guarde siempre, queridos hermanos. Y que hoy sea un día en que, junto a María, nos hacemos más marianos, que quiere decir más hijos de Dios y más hermanos de todos los hombres.

Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search