Homilías

Martes, 03 noviembre 2020 13:05

Homilía del cardenal Osoro en la Misa funeral por los obispos de la diócesis difuntos (2-11-2020)

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Queridos obispos auxiliares don Santos, don Juan Antonio, don José y don Jesús. Vicario general. Vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Querido diácono. Hermanos y hermanas.

Es cierto lo que hace un momento juntos recitábamos: «Desde lo hondo a ti grito, Señor». Este día de los difuntos es un día en el que queremos escuchar la voz del Señor. Queremos una vez más escuchar esas palabras de Jesús: «Yo soy la Resurrección y la Vida». Esas palabras que interpreta el apóstol Pablo de una manera tan extraordinaria: «Si vivimos, vivimos para Dios. Y si morimos, morimos para Dios. En la vida y en la muerte, somos de Dios». Reconocemos que solo del Señor procede el perdón, que en el Señor encontramos esa palabra que nos hace esperar en Él, y del Señor sabemos que viene la misericordia en nuestra vida.

Qué bien nos venía ayer, en la fiesta de Todos los Santos, escuchar a Jesús que nos decía: «dichosos». Sí. En el fondo, Jesús nos decía... a todos los que señalaba y estaban alrededor de Él en el monte de las bienaventuranzas, en medio de la situación en la que estaban, le tenían a Él, a Jesús; y les venía a decir: «Dichosos. Qué suerte tan grande tenéis. Qué felices podéis ser». Las bienaventuranzas eran gritos de alegría. Sí. Ese grito que el Señor quiere que nosotros sintamos en lo más profundo de nuestro corazón. Las bienaventuranzas ayer las escuchábamos como el grito de esa carta magna de la vida cristiana, del seguimiento de Jesús. Son los puntos más determinantes con los cuales Jesús ha pretendido una nueva humanidad, un nuevo mundo. Son la expresión del nuevo ser humano fundado en Cristo y abierto hacia su gracia. Son la verdad más honda del mensaje y de la vida de la Iglesia, que quiere conformarse a partir de ellas como encarnación histórica de la gracia, de Cristo resucitado y del Reino que Él nos anuncia y nos ofrece.

En este día en que recordamos a los difuntos, también nosotros queremos sentir en nuestro corazón... En medio del dolor que supone para todos la muerte, sin embargo, acogemos las palabras de Jesús: «Qué suerte tenéis. Tenéis mi Resurrección», nos diría el Señor. «Tenéis mi vida. Tenéis mi amor. Tenéis mi gracia». Y en este recuerdo, queridos hermanos, queremos poner a todos nuestros difuntos en manos de Dios.

Tres palabras podría deciros hoy después de haber escuchado las lecturas que hemos proclamado, y que se resumen así: pensar, escuchar y vivir.

Pensar la muerte. La muerte la podemos pensar, queridos hermanos, desde nosotros mismos; o podemos dejar que Jesús nos diga lo que Él espera de nosotros. La lectura primera que hemos escuchado nos manifiesta esas dos formas: me arrancan la paz, se me acaban las fuerzas, se me acaba la esperanza en el Señor, viene mi aflicción, viene mi amargura, viene el veneno que se ensaña en mi existencia…. Desde nosotros mismos, la muerte es un agujero negro que está ahí, y que nos viene a todos ciertamente. Pero sin embargo, hay que pensarla desde Jesús. Desde Dios. Como nos decía el libro de las Lamentaciones, pensarla desde Dios. Cuando lo pienso desde Jesucristo, que ha triunfado sobre la muerte, y que ha alcanzado ese triunfo para todos los hombres, pues es Dios, me viene a mí, y viene a nuestra vida, la esperanza. Viene a nuestra vida la misericordia de Dios. Viene a nuestra vida la pasión que Dios tiene por todos los hombres. Y nosotros recuperamos un horizonte diferente, muy diferente, ante la muerte. Entonces sí que decimos: el señor me lo ha dado todo, pero me da siempre la vida. El Señor es bueno para todos los hombres, pero para los que esperan en Él, y para aquellos que lo buscan, nos da su plenitud; y en el silencio de la muerte, en la oscuridad de la muerte, aparece la luz de la Resurrección. Pensemos la muerte, pero desde Cristo, desde su misericordia y desde su compasión. Y así ponemos en manos de Dios a nuestros difuntos.

En segundo lugar, escuchemos. Escuchemos a Cristo, queridos hermanos. Hagamos un silencio en nuestra vida y escuchemos al Señor que nos dice, como acabamos de proclamar en el Evangelio: «que no tiemble vuestro corazón. Que no dude. Que no dude. Que no se angustie vuestra vida». Creemos en Dios. Y Jesús añade: «Creed en mí». Recordad aquellas palabras que Jesús le dice a la hermana de Lázaro, cuando sale corriendo a buscar a Jesús porque se entera de que viene el Señor allí, donde estaba enterrado Lázaro hacía días. «Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano», le dice Marta a Jesús. Pero la respuesta de Jesús es la que nos da a nosotros: «Marta, tu hermano resucitará». Y Marta le responde: «Ya sé, ya sé, que al final…». Y Jesús le dice: «Marta, yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». Eso se lo dijo a Marta, y esta noche aquí, en Madrid, nos lo dice a todos nosotros: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá». Escuchemos a Jesús, que nunca nos abandona. Siempre está a nuestro lado. Escuchemos a este Jesús que en el momento más duro de la vida nos da luz, nos da vida, nos da su amor, nos regala su misericordia, nos entrega su paz.

Por tanto, pensemos la muerte desde el Señor. Escuchemos al Señor. Y, en tercer lugar, vivamos con y desde el Señor. Lo habéis escuchado: «Hay muchas estancias en la casa de mi Padre». Muchas. Tomás se acercó al Señor para decirle: «Señor, si te vas a marchar, pero no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Y es preciosa la respuesta de Jesús: «Tomás, yo soy el Camino y la Verdad y la Vida. Y nadie va al Padre sino por mí». Y todo el que quiere entrar en este camino, «entrar en mi vida», que no es una idea, queridos hermanos, es la persona misma de Jesús que nos acompaña, que nos guía, que nos hace vivir de una manera muy singular entre nosotros y al lado de los demás, que nos hace descubrir dónde está la verdad, y la verdad tiene un nombre: es Él, es Jesucristo. No hay otra: es Jesucristo mismo. Y la vida es la que nos da Él. Vivir con esta certeza de que el camino de Verdad es nuestro Señor, es de una grandeza extraordinaria.

Yo no sé si recordáis una página muy bonita en el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se nos dice que se encontró un altar que ponía «Al Dios desconocido». Pablo quiso introducir el Evangelio a las élites intelectuales y religiosas de Atenas, y él mismo les anuncia que adoran a un Dios sin conocerlo. Y Pablo les indica allí quién es ese Dios, que es el que se acerca a nosotros esta noche. En Él vivimos, nos movemos y existimos. Este estilo de hablar quizá pueda encontrar escuchantes y adeptos en los nuevos movimientos religiosos que existen hoy. Pablo habla del creador del universo, habla de la cercanía de Dios en Cristo crucificado y resucitado, habla del misterio pascual y de la redención, y también este resulta ser desconocido para muchos contemporáneos que están junto a nosotros. Quizá también Jesús, en su propia casa, puede ser un extraño. En la antigua Europa cristiana, esta misma España cristiana, puede ser un Jesús desconocido, un extraño. Pero queridos hermanos, es bueno seguir a este Jesús, que quizá para muchos aparece como desconocido. Es bueno seguir a este Jesús, no a dioses conocidos quizá que tanta gente puede adorar en nuestro tiempo: el dios del triunfo, el dios del dinero, el dios que nos presenta tantas realidades… Sigamos a este Dios, que a veces no es conocido, Jesucristo. Pero mostrémosle a los hombres con nuestra propia vida. Sí. Dios viene a hostigarnos. Jesús Resucitado viene a hostigarnos. Viene a hostigar a quienes andan tras otros dioses, otras divinidades, otros ídolos perecederos. Sí. Viene a decirnos dónde está el Camino, dónde está la Verdad y dónde está la Vida.

Jesús no es lejano a nosotros, queridos hermanos. Está en nosotros. En Él vivimos, respiramos, nos movemos y existimos. Es cercano. Está junto a nosotros. En la Pascua de Jesús crucificado y resucitado, Dios se ha identificado con todos nosotros. Hasta tal punto se nos ha hecho cercano, eternamente cercano, desde aquella experiencia que hicieron los discípulos de Jesús, con Él resucitado. Por eso, el misterio de Dios, su cercanía, nos abre acceso a lo que nosotros quizá no podemos entender, pero que Jesús nos dice claramente hoy: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que está y vive en mí, no morirá para siempre».

No vayamos, hermanos, tras otros dioses o tras otras divinidades quizás más soportables. No. Esas ni salvan ni sostienen la vida. Este tiempo que llevamos de la pandemia nos lo muestra: quien sostiene la vida es este Jesús, que quiere acercarse una vez más a nosotros; que nos ha hablado, como lo ha hecho hace un instante, y yo he relatado lo que Él nos dice hoy; y se acerca también en el misterio de la Eucaristía, para dejarle entrar en nuestra vida, y permitir que Él nos dé la luz y nos abra los horizontes que nos son necesarios. Es desde ahí, desde esa hondura, desde donde nosotros invocamos al Señor, y le decimos desde lo hondo de nuestra existencia: «Te gritamos, Seño. Escúchanos. Escúchanos. Que estén nuestros oídos atentos. Sí. Sabemos que de ti procede el perdón y la misericordia. Esperamos en ti. Aguardamos tu llegada. Aguardamos y queremos vivir de tu Palabra, porque tú nos has redimido y eres el único que da sentido a nuestra existencia y a nuestro bien».

Que así oremos hoy por nuestros difuntos. En este tiempo hay muchos difuntos que han fallecido a causa de la pandemia. Vosotros mismos, que estáis aquí, tenéis familiares que habéis despedido con dolor. Pero tenemos la certeza que nos da Jesucristo nuestro Señor y que una vez más, en su cercanía, viene a afirmarla entre nosotros.

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