Homilías

Lunes, 16 noviembre 2020 14:16

Homilía del cardenal Osoro en la Misa funeral por monseñor Antonio Algora (3-11-2020)

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Querido señor cardenal don Carlos Amigo. Queridos hermanos obispos auxiliares de Madrid, don Santos, don Juan Antonio, don José y don Jesús. Vicario general, vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Queridos sobrinos, querida familia de don Antonio Algora. Hermanos y hermanas todos que a pesar de estas circunstancias que vivimos de la pandemia os habéis querido acercar a celebrar esta Eucaristía que ofrecemos por don Antonio Algora, cuya muerte nos «pescó» a todos de alguna manera, de una manera improvisada, cuando lo veíamos con tanta salud.

Acabamos de escuchar y cantar juntos «el señor es mi pastor, nada me falta». Esta conciencia, y con ella misma, vivía y moría don Antonio Algora. El sacerdote que le daba la Unción, cuando estaban rezando el Padre Nuestro los dos, antes de dormirle, nos dice que cuando pronunció «perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores», se le caían las lágrimas. Sabía que el Señor lo cuidaba; que con Él nada le faltaba; que a través de su vida le había hecho y le había conducido en todos los trabajos y ministerios que realizó, primero en esta archidiócesis de Madrid, y más tarde después también como obispo, tanto en Teruel como ahora, o como los últimos años, en Ciudad Real. El sabía que en la oscuridad, de su mano, le había conducido, se había puesto a su servicio y le había alimentado; lo había ungido para que la bondad y la misericordia del Señor lo acompañasen durante toda la vida, y él también pudiese entregar esa bondad y esa misericordia.

La palabra de Dios que hemos escuchado nos ayuda a nosotros también, de alguna manera, a saber leer la vida de don Antonio; y a saber también, de alguna forma, interpretar su vida. En primer lugar, nos ha dicho el Señor que estamos y vivimos en manos de Dios. En la primera lectura que hemos hecho, del libro de la Sabiduría, se nos decía que la vida de los justos está en manos de Dios. Y el justo en la Biblia no es el que es perfecto: tiene pecados como todos los hombres, pero se ha puesto a vivir de cara a Dios, siempre; siempre de cara a Dios. Y en ese sentido podemos decir que así quiso vivir y morir don Antonio: en manos del Señor. Era «justo» en el sentido bíblico: quiso vivir ante el Señor, desde el Señor, por el Señor. Y por eso no tenía la insensatez de la que nos habla la Biblia, que pensamos que morimos, y consideramos una desgracia el tránsito; sino que alcanzamos la paz, aunque nos cueste salir de este mundo, porque entendemos que el Señor incluso nos prueba como oro en el crisol, y acepta también nuestro sacrificio, dándole y poniendo nuestra vida en sus manos. Por eso, vivimos y morimos en manos de Dios. La vida del justo está en manos de Dios. Y, en el día del juicio, nos decía hace un instante esta lectura, veremos que los que confían en el Señor comprenden la verdad; son fieles al amor, y el Amor con mayúsculas es fiel a quien se ha puesto en manos de Dios.

Nosotros, en segundo lugar, también hemos visto, o vemos esta tarde, a quién ponemos en manos de Dios. Quién es el que ponemos en manos de Dios. Muchos sacerdotes de aquí, de nuestra diócesis, y por supuesto los obispos, hemos conocido a don Antonio: un pastor. Un pastor de verdad. Que acompañó en todas las circunstancias a su pueblo. Lo recordamos saludando a aquel Teruel «que también existe», para que nadie se olvidase de los pobres. Lo recordamos también en nuestra archidiócesis de Madrid, en los trabajos que tuvo que realizar y que le encomendaron mientras estuvo aquí como sacerdote. Un pastor. Un pastor en Madrid. Un pastor en Teruel. Un pastor en Ciudad Real.

Don Antonio también era un hombre de Dios. Leía la vida y la interpretaba desde Dios. Yo siempre hablé mucho con don Antonio... Pero, en estos años, o en este tiempo que ha estado aquí, en Madrid, he podido hablar mucho más con él, porque nos veíamos con más frecuencia. Y es verdad que, en el relato y la confrontación que te hacía cuando le contabas situaciones, descubrías que era un hombre que te confrontaba con Dios, porque lo vivía. Lo vivía desde lo más profundo. Y en la superficie de su vida también.

Y no solamente era un pastor y un hombre de Dios que sabía leer la vida y orientar la vida desde Dios, y orientar a quienes estaban a su lado desde Dios. Sino un amigo de los hombres, pero, con una especial sensibilidad, de los trabajadores. Era el gran defensor y el gran relator de la dignidad del trabajador y de la necesidad de luchar por esa dignidad del mundo del trabajo. Nunca lo olvidó. Recuerdo -no era yo aún arzobispo de Madrid, pero fui presidente de la comisión de Laicos- cómo vivía y defendía y aspiraba y buscaba que no olvidásemos nunca el mundo del trabajo, al que él había dedicado tanto tiempo siendo aún sacerdote, y al que durante el ministerio episcopal nunca, nunca, nunca olvidó. Estando ya jubilado, yo le había encargado precisamente hacía poco tiempo que cuidase y mirase las Hermandades del Trabajo, en las que él había vivido de una forma singular y especial, para ver cómo podíamos sacar adelante, en este momento, ese mundo. Lo había aceptado. Y lo había aceptado con cariño. Porque miraba de un modo especial este mundo.

Un pastor para todos los hombres. Un hombre de Dios. Un amigo del trabajo y de los trabajadores. Buscó el bien de los hombres, y especialmente de este mundo del trabajo, para entregarles la dignidad de todo hijo de Dios, y alcanzarla en este mundo. ¿A quién ponemos en sus manos? A este hombre. En manos del Señor.

Y, en tercer lugar, ¿qué le pedimos al Señor?. Lo habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado. Pedimos al Señor que herede su reino. Y nos lo ha dicho el Señor. ¿Quién es el que hereda su reino?. Nos lo ha dicho en el Evangelio: ¿cuándo te vi con hambre, Señor, y te alimenté; o con sed y te di de beber; o forastero y te hospedé; o desnudo y te vestí; o enfermo, en la cárcel, y vine a verte?. ¿Cuándo? «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis». Y en lo que humanamente uno puede ver y verificar en la vida, en el tránsito por este mundo, en don Antonio Algora uno veía a esta persona, a este hombre. A este hombre que no quiso olvidar a nadie; que tenía una sensibilidad especial para captar las necesidades de los demás; y que tenía una capacidad especial no solamente por captarlas, sino por intentar dar solución a estas situaciones que viven los hombres.

Pues, queridos hermanos, a este hombre ponemos en manos de Dios. Que en la luz del Resucitado, que hemos encendido al iniciar esta celebración, encuentre don Antonio esa luz que siempre quiso entregar a los hombres mientras estuvo con nosotros, y sobre todo desde que fue sacerdote y después obispo; esa luz en la que el Señor nos dice que realmente solo Él es el camino, la verdad y la vida.

Queridos hermanos: el mejor regalo que nos puede hacer una persona que pasó entre nosotros, que vivió entre nosotros, es precisamente saber que en esa luz, representada por el cirio pascual, que es Jesucristo resucitado, nosotros alcanzamos la plenitud. Y le pedimos al Señor: acoge en tu reino, Señor, a quien quiso ser fiel a ti, al obispo Antonio Algora. Amén.

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