Homilías

Martes, 28 septiembre 2021 15:08

Homilía del cardenal Osoro en la Misa por el centenario de la Legión de María (07-09-2021)

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Querido vicario general. Vicarios episcopales. Querido deán de la catedral. Querido y estimado don Carlos: fue el primer cura que conocí cuando llegué a Madrid, y le agradezco todo lo que hizo por mí. Queridos hermanos sacerdotes todos.

Querida presidenta de la Legión de María. Miembros de la Legión de María. Queridos hermanos y hermanas. Es un día importante, y una ocasión para acercarnos a la Santísima Virgen, estos 100 años que estáis celebrando.

El Señor nos ha regalado esta Palabra en la que, por una parte, nos hace estimar lo que supone para todos nosotros proceder según Cristo, vivir según el Señor, y hacerlo precisamente recordando a Nuestra Madre como gran grupo apostólico que sois en la Legión de María. Porque Ella, ciertamente, es la mujer que el Señor nos propuso como Madre, y nos la entregó como Madre nuestra, para que fuésemos capaces también de arraigar en nosotros la vida del Señor, como lo hizo también su santísima Madre. Y, por otra parte, el Señor nos ha hablado con claridad en esta página del Evangelio. La Legión de María, como movimiento apostólico, es un movimiento engranado, sustentado, en esa roca apostólica de la cual nos ha hablado el Evangelio cuando nos recuerda la elección de los apóstoles. Y es un movimiento apostólico que vive abierto a Dios y mirando a Dios, como lo hizo la Santísima Virgen María. Así nos presenta el Señor cómo Él se fue a orar. La Virgen María así se nos presenta.

Pero yo quisiera, queridos hermanos, hoy, en este centenario, recordaros tres aspectos que la Santísima Virgen María nos regala a todos nosotros. Y lo hago con tres palabras. Acoger. Para nosotros es importante. Misionar. Y proclamar. Tres palabras que sustentan la vida de la Santísima Virgen María. Tres palabras que nos hacen descubrir la verdad de este salmo 144 que hemos recitado: «Te ensalzaré. Te bendeciré. Te alabaré». Es lo que hizo la Virgen en su vida.

Pero, por otra parte, la Virgen es ese ser humano que nos hace reconocer la clemencia y la misericordia y la bondad de nuestro Dios, y el cariño que Dios tiene a los hombres, que se manifestó de una forma singular en la vida de la Virgen María. Por eso, junto a la Santísima Virgen, hoy le pedimos al Señor que todos los hombres den gracias a Dios; que todos los hombres puedan conocer a este Dios, a quien dio rostro humano la Santísima Virgen María; que todos los hombres bendigan y proclamen la gloria de Dios, y que reconozcan las grandes hazañas del Señor.

Me detengo en el primer aspecto que os decía. La Virgen nos enseña a acoger a Dios. Recordad esa página del Evangelio en la que se nos narra cómo el ángel del Señor se le aparece a María para pedirla si acepta ser Madre de Dios; si acepta prestar la vida para dar rostro humano a Dios. La Virgen no dudó. La Virgen dijo rápidamente: «He aquí la esclava del Señor». Lo dijo cuando sabía que esto era obra de Dios. «El Espíritu vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra».

La Virgen María, al celebrar este centenario, nos lleva a recordar que la vida de un cristiano es la vida de un hombre y de una mujer que acogen con todas las consecuencias que entre Dios en nuestra vida; porque, cuando entra Dios en nuestra vida, nos sitúa en el camino de la vida de una forma nueva y distinta.

Queridos hermanos: vivimos un momento de la historia en el que los hombres no estamos a gusto. Y estamos buscando, por todos los sitios, la felicidad; el camino que tenemos que seguir… Hay tristeza en la vida de los hombres. Hay situaciones que, en muchos lugares, se padecen, y que son tremendas; que sería distinto si acogiésemos a Dios en nuestra vida. Acoger a Dios supone realizar en la vida un itinerario diferente. Supone descubrir que todos los que tengo yo a mi alrededor, y todos los hombres, estén donde estén, son hermanos míos; que por todos los hombres tengo que vivir, y darles la dignidad que Dios mismo les ha dado. Acoger a Dios no es cualquier cosa. Acoger a Dios me supone vaciarme de mis egoísmos, de mis planteamientos, de los itinerarios que yo quiera coger en la vida, para decirle: «Señor», como nos ha dicho hace un instante el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios, «Señor, acepto que entres en mi vida. Quiero arraigar mi existencia en ti. Quiero construir mi vida, y alimentar esta construcción, en todos los que encuentre en mi vida. Y quiero rebosar de agradecimiento porque experimento el cariño que me Tú tienes al haberte dado a conocer en mi vida».

Queridos hermanos: es un tiempo este, en el que vivimos, en que urge que los hombres acojan a Dios. Que todos los hombres experimenten la cercanía de la Virgen, y vean, como Ella lo vio, esta capacidad que Dios nos da para decirle: aquí estoy. Aquí me tienes. Dame tu vida. Que viva desde ti. Que viva en tu arraigo. Que logre entregar a los demás tu bondad, tu cariño, tu fraternidad, tu justicia, tu paz. Acoger. Como la Virgen María

Pero, en segundo lugar, el Señor nos habla de algo que me parece que es especialmente importante. Misionar. Ser misioneros. La Virgen María, cuando el Señor ya estaba en su vientre, nos dice el Evangelio que sale por una región montañosa para visitar a su prima Isabel. Queridos hermanos: esa región montañosa puede ser la que hoy vivimos los hombres, la historia concreta en la que estamos. Hay dificultades. Estamos padeciendo aún esta gran pandemia que ha costado la vida, y sigue costando la vida, a tantos hombres y mujeres, en todas las partes de la tierra. Estamos viviendo un momento en que parece que el ser humano como que quisiera fiarse solo de sus propias fuerzas, y se ve a la deriva, hermanos, porque por sí mismo puede pocas cosas. Misionar supone salir al camino de los hombres y llevar la noticia de Dios. Como María, en la visitación a su prima Isabel.

¿Qué es lo que provocó la Virgen cuando visita a su prima Isabel? Dos cosas, queridos hermanos: que Isabel reconociese la grandeza de la fe; la grandeza de adherirnos a Dios. «Dichosa tú que has creído, que lo que te ha dicho el Señor se cumplirá», dijo Isabel a la Virgen María. Hermanos: estamos construyendo un mundo en el que a veces queremos aparcar a Dios, retirarle a un lado. Es verdad que hemos vivido épocas históricas en las que en el centro estaba Dios. Pero estamos en una época en la que quizá nosotros queremos ponernos en el centro y a veces hacer las veces de Dios. Depende quizá del poder que tengamos. Pero es necesario que tengamos momentos como el que esta tarde tenemos: reunirnos para celebrar este tiempo de la Legión de María, presente en la acción apostólica en este mundo, para descubrir junto a Nuestra Madre que precisamente el cristiano, el discípulo de Jesús, como María, tiene que provocar que la gente experimente la dicha de creer; la dicha de tener a Dios; la dicha de descubrir que el camino que Dios nos propone es un camino de libertad; es un camino que construye paz; es un camino que realiza en sí mismo la fraternidad.

Sí. La Visitación no solamente provocó que Isabel dijese: «Dichosa tú, que has creído»; que Isabel viese la grandeza que tiene la fe; sino que un niño, que aún no había nacido, y que estaba en el vientre de Isabel, saltase de gozo ante Dios. Quien lleva a Dios, queridos hermanos, hace saltar de gozo a los demás. Dios no estorba. Dios, cuando entra en nuestras vidas, hace maravillas en la vida de los hombres. En la vida de todos los hombres. Desde esas personas que tienen que vivir el martirio sencillamente porque creen o porque dan la vida. Yo recuerdo a un hombre excepcional, un santo excepcional: el padre Maximiliano Kolbe; un gran experto en la experiencia mariana que, ante una situación en la que ve que van a matar a un padre de familia, él se ofrece a morir para que ese padre pueda seguir con sus hijos. Esto convierte; esto pega en el corazón; esto hace saltar de gozo, aún a aquellos que no creen en nada.

Acoger. Misionar. Somos misioneros, queridos hermanos. Pero no de cualquier manera. Nos lo ha recordado el Papa Francisco. Sí. En la primera exhortación apostólica que nos dio, Evangelii gaudium. El discípulo de Jesús es misionero. La Iglesia es misionera. La Iglesia tiene que entregar el gozo de creer. La Iglesia tiene que hacer saltar de gozo incluso a aquellos que no han venido todavía a este mundo. Y la Iglesia no es un ente: somos tú y yo, queridos hermanos. Somos nosotros. Que, junto a la Santísima Virgen María y a todos los santos, ayudados por ellos, nos lanzamos a establecer en este mundo la misión apostólica más grande, que es reconocer la dignidad que tiene todo ser humano. Y es descubrir que todo ser humano es hermano mío. Aunque no crea. Y por él tengo que dar la vida. Qué mundo distinto construiríamos así.

Acoger. Misionar. Y, en tercer lugar, proclamar. Recordad el cántico de la Virgen: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Y no son unas palabras más. Lo proclama su corazón, su vida, su adhesión a Dios, la acogida de Dios, las relaciones que ella tiene con los demás.... La grandeza de Dios. No hay nada más grande que tener a Dios en la vida, que tener a Dios como amigo, nos dice la Santísima Virgen a todos nosotros, esta tarde aquí, en la catedral de Madrid. No hay alegría más grande que aquella que provoca la experiencia de un Dios vivo. Un Dios que, como habéis visto, nos ha hablado con toda claridad. Un Dios que se hizo hombre. Que nos hace descubrir, como hoy en el Evangelio, que abrirse y mirar al cielo, es decir, mirar a Dios, es esencial en nuestra vida. Fue al monte a orar. Y pasó la noche en oración. Un Dios, el hijo de María que estableció un pueblo nuevo del que son parte la Virgen y tantos y tantos hombres y mujeres que a través de la historia han anunciado a Jesucristo Nuestro Señor. Y nosotros juntos. Todos somos ese pueblo nuevo. Ese pueblo en el que el Señor sigue llamando a Simón, a Pedro, a Andrés, a Santiago, a Juan, a Felipe, a Mateo… porque ha querido hacer una Iglesia en la que la roca apostólica esté presente. Y marque dirección. Marque dirección. ¿Qué dirección? Esta que nos dice el Evangelio. Esa que hacéis vosotros, la Legión de María. «Bajaban. Se detuvo en un paraje. Había una gran multitud de discípulos. Y una gran muchedumbre del pueblo. Venían de la región de Tiro y Sidón, una región de paganos. Habían venido para oírle. Y para ser curados. Y toda la gente quería tocar a Jesús».

Queridos hermanos: proclamemos la grandeza de Dios. Si lo hacemos con nuestra vida, la gente tiene la necesidad de tocar al Señor. La gente nos dirá a nosotros también: dime. Dime. ¿Cómo estoy a su lado? Explícame. Y lo mejor para hacerlo es con las obras. Como lo hacéis vosotros. Cuántos miembros de la Legión visitáis enfermos, visitáis casas de familias, estáis al tanto de situaciones diversas que vive toda la gente… Porque no os quedáis en la mera reunión que tenéis, sino que tenéis una acción apostólica, con personas concretas.

Hoy la Santísima Virgen María nos alienta. Os alienta a la Legión de María aquí, en Madrid. Para que sigáis promoviendo la acogida de Dios, como lo hizo la Virgen. Para que sigáis promoviendo la misión. Misionar. Anunciar a Jesucristo. Y para que sigáis diciendo con vuestra propia vida la proclamación de lo más grande que existe: que Dios nos ama. Que Dios está con nosotros. Que Dios nos quiere. Que Dios viene a abrazar a los hombres. Que Dios no es un estorbo para el crecimiento del hombre, al contrario, es alguien que nos hace abrirnos y crecer en todas las dimensiones de la vida.

Este Dios que se mostró, que se hizo carne, que vivió entre nosotros, se hace presente aquí, en el misterio de la Eucaristía, dentro de unos momentos. Este Dios que quiere entrar en nuestra vida. Que quiere que, cuando entre en nuestra vida, nosotros podamos decir: «No soy yo: es Cristo quien vive en mí». Este Dios que la Santísima Virgen María, cuanto más cerca estemos de Ella, nos va diciendo cómo es, qué es lo que desea y lo que quiere de cada uno de nosotros. Este Dios que busca que seamos nosotros mismos. Que encontremos y demos la alegría, el amor de Dios, la benevolencia, el vivir siempre buscando y construyendo la fraternidad. Este Dios que nos invita a todos nosotros a tener nuestros ojos, que sean los de Dios, que miren a todos. Nuestro tesoro, que sea un corazón en el que entren todos los hombres.

Queridos hermanos y hermanos: la Legión de María ha de convertirse en hombres y mujeres que levantan; que consuelan; que alivian heridas; que hacen presente a Dios en el corazón de las vidas de los hombres; que dan lo mejor de sí mismos; que viven cada momento de la existencia como una gracia; que salen del anonimato y hacen de sus vidas una ofrenda para lo bello, para lo bueno, para lo mejor, que es regalar lo que el Señor hoy, a través de su Santísima Madre, nos ha hecho experimentar. Esto es lo que deseo para vosotros. Y que, como pastor de la Iglesia que camina en Madrid, pido, os pido, a la Legión de María.

Que el Señor os bendiga y os guarde siempre.

Amén.

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