Homilías

Martes, 11 mayo 2021 15:22

Homilía del cardenal Osoro en la Misa de la Jornada de Oración por las Vocaciones (25-04-2021)

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Querido don José, obispo auxiliar. Queridos vicarios episcopales. Rectores de nuestros seminarios Metropolitano y Redemptoris Mater, misionero. Querido don Antonio que, con la delegada de Juventud de nuestra diócesis, Laura, habéis preparado la Jornada de Oración por las Vocaciones. Queridos jóvenes que nos acompañáis hoy, en nombre de los jóvenes de Madrid, en esta celebración. Hermanos y hermanas todos.

Quiero empezar dando gracias a Dios por esta Jornada que hemos vivido, la 58 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, con ese lema que es una pregunta: «¿Para quién soy yo?». Lo hemos intentado celebrar. Y vosotros, los jóvenes, habéis sido unos protagonistas especiales. Y también los jóvenes que estáis en las diversas comunidades y familias religiosas y carismas trabajando, que no solamente habéis participado en la vigilia de la oración del viernes, sino que habéis estado durante esa noche, y el día siguiente entero, en oración permanente en la capilla de nuestra casa del curso Propedéutico del Seminario. Yo quiero daros las gracias a todos por esta Jornada. Porque, como discípulos de Cristo, todos necesariamente tenemos que preguntarnos: ¿para quién soy yo?

La vida cristiana es una vocación. Siempre es una llamada. Es una llamada del Señor a una pertenencia: a la Iglesia. Y es una llamada del Señor de hacernos presentes en medio de este mundo, y como miembros de la Iglesia, cada uno, del modo singular en que el Señor nos llama: a la vida consagrada, en la diversidad de carismas que existen y se dan en la Iglesia; a la vida y al ministerio sacerdotal; a crear una familia y, por tanto, al matrimonio... Es una llamada a protagonizar la vida, permaneciendo en esta pregunta: ¿para quién soy yo?

Queridos hermanos: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Lo hemos recitado juntos en el salmo 117. Lo hemos cantado. Y esa piedra angular es Jesucristo nuestro Señor, que sostiene todo el edificio. Nos sostiene a todos. Y a cada uno de nosotros nos llama a situarnos en la vida con una llamada singular y especial. Esta mañana, todos nosotros le decimos al Señor: te doy gracias, Señor. Eres bueno. Es eterna tu misericordia. Te doy gracias porque tú nos escuchas. Porque eres mi salvación. Y porque además tú me pides también a mí que escuche tu llamada. Todo cristiano tiene una llamada. Una llamada a vivir como laico: unos en la vida del matrimonio; otros de otras maneras; otros radicalizando el misterio de la encarnación y viviendo en una entrega absoluta y total como laicos a Jesucristo nuestro Señor; otros desde un carisma determinado que vamos conociendo, y el Señor nos llama a integrarnos en la vida y en la prolongación de ese carisma; otros al misterio sacerdotal. Tú eres mi Dios. Te doy gracias Señor.

Tres palabras nos ayudan a entender lo que el Señor, en este día, en este domingo, nos dice. Y en esta Jornada. Curaros, identificaros y cuidaros.

Curaros. Cristo es quien nos cura. Y cuando hay este convencimiento de que Cristo es quien nos cura, escuchamos su voz. Escuchamos su llamada. Recordad la primera lectura que hemos proclamado, en la que los apóstoles han hecho un favor a un enfermo: le han curado en nombre de Jesucristo. Aquellas gentes no lo entienden, pero los apóstoles quieren afirmar que es Jesucristo nuestro Señor, el crucificado, el que ha resucitado, por cuyo nombre somos curados. En esta convicción que vivimos todos los que formamos parte de la Iglesia, nos sentimos llamados a curar, a sanar a todos los hombres; a curar situaciones, a curar personas, a manifestar la presencia del Señor como lo hizo Pedro que, en nombre de todos, y lleno del Espíritu Santo, pudo decir a aquella gente: «¿Porque hemos hecho un favor a un enfermo nos interrogáis? Quede bien claro que ha sido en nombre de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, a quien vosotros matasteis. En su nombre lo hemos curado». Esta es la versión, queridos hermanos y hermanas, que la iglesia, en todas las partes de la tierra, tiene que seguir dando. La versión misma de Jesucristo. La curación y la sanación que entrega el Señor.

En segundo lugar, otra palabra: identificaros. No lo podemos hacer de cualquier manera. Somos hijos de Dios. Qué título más hermoso. Qué título más bello. Somos hijos de Dios. Y nos llamamos y decidimos vivir en esta tierra como hijos de Dios y como hermanos de todos los hombres.

Qué bien nos lo ha recordado el Papa Francisco en la última encíclica que nos ha regalado, Fratelli tutti. Hermanos todos. Pero somos hermanos porque somos hijos de Dios. Este es el gran título que nos da. Y el hijo de Dios camina por este mundo y va situándose según la llamada que Él va escuchando de nuestro Señor Jesucristo. Somos hijos de Dios. Y no se ha manifestado lo que seremos. Seremos semejantes a Cristo. Y esa semejanza a Cristo, queridos hermanos, la vamos buscando y la vamos intentando realizar en esta tierra y en este mundo ya: escuchando su palabra, viviendo en comunión con Él, realizando y sintiéndonos Iglesia de Jesucristo. Una Iglesia en la que hay diversidad de carismas, diversidad de funciones, pero todos llamados por nuestro Señor a vivir de una manera determinada. Lo importante es que nos situemos en la vida curando. Y nos situemos en la vida identificados con este título bello que es ser hijos de Dios.

Y, en tercer lugar, la otra palabra es cuidaros. Qué página esta del Evangelio más bella: «Yo soy el buen pastor. Y doy la vida por vosotros». Qué página, queridos hermanos, para meditar. Jesús afirma abiertamente: yo soy el buen pastor. No es un pastor más. Es el pastor verdadero. Hoy quizá nosotros apenas sabemos lo que es un pastor, y mucho menos lo que sería un buen pastor. En tiempos de Jesús, en Palestina, el pastor era casi siempre el dueño de un pequeño rebaño de ovejas, a las que cuidaba como si fueran de su misma familia, y a las que llamaba por su propio nombre. Todavía hoy, los pastores, cuando salen con el rebaño, llaman a las ovejas por su nombre, y viene la oveja.

En el texto griego de esta página del Evangelio aparece la palabra «kalós», que significa literalmente: hermoso, bueno, verdadero. Jesús es el verdadero pastor. Yo soy. «Kalós» El buen pastor.

Este pastor de la humanidad, esta voz de Jesús, no se ha apagado todavía. El eco sigue golpeando la conciencia de todos los hombres: hombres y mujeres, creyentes y no creyentes. Jesús es el buen pastor. Él ha resucitado. Él es el que puede conducir hasta el redil, hasta la meta, a los hombres. Él es el único capaz de orientar y llenar la vida de sentido. De ahí, queridos hermanos, qué importante es escuchar la llamada del Señor. Qué importante es esta Jornada en la que hemos orado y pedido por las vocaciones. De todo tipo. Porque, como os he dicho: ¿para quién soy yo? Se lo tiene que preguntar todo cristiano. El que va a contraer matrimonio: ¿para quién soy yo? Y ¿qué llamada me hace?

Jesús es el buen pastor. El único que orienta la vida. El único que llena la vida de sentido. Esta fe en Jesús resucitado, como el buen pastor, toma relieve en una sociedad como la nuestra. Como la que estamos viviendo. Donde la persona corre el riesgo de quedar aturdida ante tantas voces y ante tantos reclamos y, sin embargo, los cristianos creemos que solo Jesús puede ser nuestra referencia definitiva, nuestra guía, nuestro pastor.

Hay muchas experiencias educativas en estos momentos. Pero, queridos hermanos, en el abanico que hay, en todas las experiencias, se manifiesta que educamos cuando ponemos en relación al otro con los demás.  ¿Y quién es el mejor educador? ¿Quién es el que me abre a mí a todas las perspectivas de la vida? ¿Quién es el que me abre a mí a ayudar? ¿A dar la vida por los demás? ¿A saber pedir perdón? ¿A reconciliarme? ¿Quién es el que me abre a mí a las necesidades más imperiosas que tiene esta sociedad en la que estamos viviendo?. Sin duda, queridos hermanos, es Jesucristo nuestro Señor.

La fe en el resucitado como el buen pastor toma relieve precisamente en esta sociedad en la que estamos. Los cristianos creemos que solo Jesús puede ser solo la referencia definitiva. El guía. El pastor. Porque la relación con Él agranda nuestro corazón. Nos abre las manos. Damos las manos a todos. Somos hijos de Dios. Somos hermanos.

La cultura en la que estamos inmersos rechaza con el desdén el papel de la oveja y el papel del redil. Sin embargo, nos dejamos guiar fácilmente por todo tipo de manipulación. En esta cultura de la posverdad, hay quienes crean modelos de bienestar y de comportamientos que nosotros seguimos. Vamos tras ellos. Temerosos de no estar al día y de no ser como los otros. Acosados por la publicidad que llega a nuestro corazón y a nuestra vida. Y, sin embargo, queridos hermanos, el buen pastor, que es Jesús, nos propone hacer con Él una experiencia de liberación profunda. ¿Cómo ofrecer esta experiencia de liberación profunda a todos los hombres, queridos hermanos?. Esta es la gran preocupación que tiene que tener la Iglesia: no quedarnos en dimes y diretes, y en cuestiones secundarias, que no nos llevan a ninguna parte. Nos llevan a encerrarnos y a no descubrir la grandeza a la que el Señor nos abre. El buen pastor. Que es Jesús. Que nos propone tener una experiencia de liberación en nuestra propia vida. Pertenecer a un redil no es caer en la alienación. Es entrar en el camino de la libertad y en el camino de la felicidad profunda. Ser miembros de la Iglesia no es un redil cerrado. Entramos todos. Entramos todos para encontrarnos con Jesucristo, que es liberador; que es felicidad; que alcanza las raíces más hondas del corazón del ser humano. Y este buen pastor, como nos decía el Evangelio, da la vida por las ovejas. Es decir, esa manera de hablar del Evangelio expresa el amor incondicional hacia todo ser humano. Y el amor incondicional que los discípulos de Jesús, si entramos en este encuentro con Él, tenemos que tener hacia todo ser humano. Son mis hermanos.

Esto lo ha vivido siempre la Iglesia. Y ha marchado a lugares desconocidos. Para hablarles precisamente a los hombres de que somos hermanos. Da la vida por sus ovejas. ¿La amenaza más profunda de los seres humanos, sabéis cuál es? Siempre, pero más en estos momentos: la ausencia de amor. Y Jesús viene a regalarnos su amor. Quien no se siente amado, se desprecia a sí mismo. Se juzga a sí mismo. Se vuelve duro, consigo mismo y con los demás. Sin embargo, Jesús nos ha dicho: no he venido a juzgar; he venido a serviros, a quereros, a abrazaros, a amaros. Y os envío a vosotros para que hagáis lo mismo.

El buen pastor conoce a las ovejas. Y las ovejas lo conocen. Esta expresión, «conozco», indica la relación de amor entre Jesús y los discípulos. Conocer quiere decir amar. Es aquel que nos ama a todos. Nos conoce. Nos ama. Y con esta seguridad tenemos que vivir siempre en la vida. Pero vamos a vivir en este domingo donde el Señor tan claramente nos lo ha dicho a todos nosotros: conozco a las mías, y las mías me conocen. Yo querría haceros esta pregunta, queridos hermanos, que es importante: ¿me siento conocido, es decir, amado, por Jesús? Jesús os quiere. No sois un número. No.

Esta relación de conocimiento-amor es tan profunda que la compara a la que existe entre Él y el Padre. «Lo mismo que mi Padre me conoce y yo le conozco a Él, así hago yo con vosotros». Nos ama como alguien que somos únicos. Su amor está siempre presente en nuestra vida. Ahora que quizá yo pueda poner resistencias a dejarme amar por el Señor. Dejaos querer por Dios. Tened un rato, a ver si podéis. Y, en la soledad de vuestra vida, pensad: Dios nuestro Señor me ama; cuenta conmigo; soy discípulo suyo; me entrega su vida; me la ha dado libremente; me ha dado el verdadero amor, que me libera, y además me envía a buscar a otros. «Tengo además otras ovejas, que no son de este redil». Su amor no excluye a nadie. Y esto a veces esto no lo entendemos los cristianos, ¿lo entendéis? Hacemos apartes: con este no, no es de los míos. Pero, ¿cómo? Pero, ¿no escucháis el Evangelio? Tengo otras ovejas. Y, por muy raras que sean, yo quiero alcanzarlas con el amor de Jesús. A los marginados. A los perdidos. A los indiferentes. A los que incluso están en oposición, e incluso a la propia vida de la Iglesia…

Pastoreamos con Cristo, queridos hermanos. Es verdad. Nos tenemos que preguntar: ¿para quién soy yo? Pero, es verdad: pastoreamos. Pastorear es cuidar. Cuidar la vida de los más vulnerables, cuidar la vida de los hombres. Pastorear es paliar las necesidades de los hombres. Y las necesidades que más tienen los hombres es que se sientan amados, queridos hermanos.

Hoy todos nosotros renovamos esta llamada que el Señor nos hace. Y hoy también pedimos por las vocaciones de especial consagración. Porque necesitamos gente que, dejando todo, sea en la vida laical, sea en la vida consagrada, dejando todo, y haciendo una opción absoluta por el seguimiento del Señor y por mostrar el amor del Señor, se ponen al servicio de los demás para entregar el amor mismo de Dios.

Queridos hermanos: este Jesús no es un teórico. Viene aquí. Se hace presente realmente en el misterio de la Eucaristía. Viene junto a nosotros. Quiere celebrar la vida. Y quiere celebrar que el amor no es una teoría: es alguien que nos lo quiere entregar a nosotros. Alimentarnos de Jesucristo es alimentarnos precisamente de ese amor. Pero no para retenerlo, sino para darlo. Para entregarlo.

Pidamos por nuestra Iglesia diocesana, desde este templo primero de la diócesis: para que toda la Iglesia que camina en Madrid tomemos hoy conciencia de este buen pastor que nos ama, que se ocupa de nosotros y que quiere alcanzar nuestro corazón para que nosotros alcancemos el corazón de todos los hombres.

Que así sea.

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