Homilías

Viernes, 21 enero 2022 11:20

Homilía del cardenal Osoro en la Misa solemne en recuerdo de las víctimas de la explosión de La Paloma (20-01-2022)

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Querido señor cardenal, don Antonio María Rouco. Querido vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Excelentísima señora presidenta de nuestra Comunidad de Madrid. Excelentísimo señor alcalde. Autoridades. Queridas familias de Rubén, David, Javier, Stefko. Hermanos y hermanas todos.

Después de un año, nos reunimos a celebrar esta Eucaristía, ofreciéndola por nuestros hermanos que fallecieron en aquel tremendo acontecimiento de la parroquia de La Paloma. ¿Qué representa el reunirnos aquí, nosotros, después de un año? ¿Qué supone para nosotros? Podemos responder a esta pregunta con un título: reunirnos. La historia se compone de encuentros. Pero este encuentro tiene una significación para nosotros extraordinaria. Nos reunimos porque creemos en Jesucristo Resucitado; en que el triunfo es de Cristo. Y, a pesar de los acontecimientos que nos pasan y nos suceden, nuestra vida creemos sinceramente que está en manos de Dios siempre, y cuando desaparecemos de este mundo volvemos a las manos de Dios.

En un encuentro siempre hay un movimiento. Porque, si todos nos quedamos quietos, nunca nos encontramos. En el fondo, en el fondo, la vida es el arte del encuentro, aunque a veces haya enfrentamientos en la vida. Pero, como nos recuerda el Papa Francisco en su última encíclica Fratelli tutti, la vida es un encuentro entre nosotros, y encuentro con Dios. Es el encuentro como el oxígeno de la vida. Y necesitamos, precisamente por ello, encontrarnos unos con otros, y ayudarnos; ayudarnos a superar esos momentos como los que vivimos hace un año. Y superarlos, no desde nuestras fuerzas, sino desde la fuerza y desde la gracia que nos da Nuestro Señor Jesucristo.

San Juan XXIII tenía una expresión para momentos de dolor especialmente importantes. Él decía: «Pongo mis ojos, Señor, en tus ojos. Pongo mi corazón al lado de tu corazón». Este es el sentido cristiano del encuentro. Creo que, después de un año, el Señor nos invita a comenzar de nuevo. Pero a comenzar de nuevo con la serenidad que nos ha producido la Palabra de Dios que acabamos de proclamar. Empecemos de nuevo. Perseveremos firmemente en esa fe que nos reúne a todos nosotros. Aquella fe que tan bellamente cantaba el apóstol san Pablo cuando nos comunicaba, a aquellos primeros cristianos, y nos lo sigue comunicando a todos nosotros, «en la vida y en la muerte, somos de Dios».

Empecemos de nuevo. Pero empecemos de nuevo con más humanidad. Porque si todos cambiamos un poco es porque nos hemos dado cuenta, con lo que hemos experimentado, que lo que realmente importa en la vida es saber darle sentido desde este Dios que nos ama entrañablemente y que no nos deja tirados en el agujero negro de la muerte, sino que nos alcanza y nos invita a vivir en su Resurrección. Os animo, queridos hermanos, especialmente a vosotras, las familias, a pensar esto; a seguir mostrando este rostro de Cristo Resucitado. Solamente esto se puede hacer mirando a Jesucristo Nuestro Señor. Sí. Mirándolo a Él. Él es el fundamento para el hombre, para todos los acontecimientos, para la vida y para la muerte. Es el fundamento de todas las épocas y, por tanto, también para nosotros.

Nosotros queremos y nos reunimos aquí esta noche, después de un año, porque queremos dar testimonio de nuestra fe, anunciando que nuestra vida encuentra su raíz, su fuerza, su sentido, en Jesucristo muerto y resucitado. Por lo tanto, conocer al Señor cada día más, también en los momentos de dificultad como los que vosotros habéis vivido; conocer al Señor cada día más nos lleva a vivir una existencia diferente. Estamos llamados –el Señor nos invita a acogerlo–, a que compartamos nuestra vida con su vida, a que nos escuchemos y lo escuchemos, y escuchemos sus palabras: «Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre».

La Palabra de Dios que hemos escuchado nos lleva a descubrir tres dimensiones de la existencia cristiana: la primera de ellas es a vivir con seguridad. Sí. Con la seguridad de la que nos hablaba el apóstol Pablo en la carta a los Tesalonicenses. «Queridos hermanos: no ignoremos la suerte de los difuntos. No nos aflijamos como los hombres que no tienen esperanza. Dios nos llevará con Él por medio de Jesús». Así se lo decía Pablo a los cristianos de Tesalónica. Y lo decía Pablo apoyado en la Palabra del Señor. En aquella Palabra que todos vosotros habéis escuchado tantas veces, cuando el Señor, cuando se acercaba a la tumba de Lázaro, y cuando salió y se adelantó su hermana para encontrarse con Jesús, y le dijo: «Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano». Y la palabra y la respuesta de Jesús fue clara: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sí, sé que resucitará en el último día». «Tu hermano resucitará». «Yo soy –le dijo Jesús y nos dice a nosotros esta noche–, yo soy la Resurrección y la Vida». Vivamos con esta seguridad, queridos hermanos. Dios nos llevará con Él. Y llevará con Él y están con Él, los que han muerto.

En segundo lugar, vivamos sabiendo que estamos siempre en manos de Dios. Las palabras que nos ha dicho el Señor en el Evangelio son claras: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y el que venga a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la suya». Estamos en manos de Dios, queridos hermanos. Qué maravilla poder estar en esta tierra sabiendo que es Dios quien nos sostiene; que es el Señor quien nos abraza; que es el Señor quien dirige nuestro camino; que es el Señor el que nos orienta; que es el Señor el que, en las situaciones difíciles -como pudo ser la que todos, y especialmente vosotros, las familias, vivisteis el año pasado-, es el Señor quien hoy, como a Marta, os dice: «Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».

Tengamos y vivamos con la seguridad que nos da Cristo. Pongámonos en manos de Dios. Y, en tercer lugar, cumplamos la voluntad de Dios. Y, ¿cuál es la voluntad de Dios? Que no se pierda nada de lo que el Padre le dio a Jesús. Y a Jesús le dio la salvación de todos los hombres. Que no se pierda nada. Que todo el que ve al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna. Y, añade el Señor: «Y yo lo resucitaré en el último día».

Con esta fe, queridos hermanos, nos reunimos esta noche aquí, después de un año. Y nos reunimos abiertos sinceramente a Nuestro Señor. A que se cumpla su voluntad. Que también nosotros hagamos posible que nada se pierda. Que la vida de Dios esté presente en la historia de los hombres. Que todos los hombres, en este momento de la historia que nos toca vivir, en esta pandemia que está sufriendo la humanidad, en esta vulnerabilidad que están viviendo los hombres en todas las partes de la tierra, puedan descubrir la gran y la única seguridad que tenemos, la que nos da Jesucristo Nuestro Señor, y la de sabernos todos los hombres en manos de Dios.

Este Jesús que nos ha hablado –acogemos su Palabra– se hace presente aquí, en el altar, en el misterio de la Eucaristía. Dejémonos abrazar por su amor. Dejémonos abrazar por ese sentido que da a nuestra vida su vida, su amor, su presencia. Y hagamos posible que esta tierra se deje iluminar, ella y todos los hombres, por la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Amén.

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