Homilías

Jueves, 08 abril 2021 15:04

Homilía del cardenal Osoro en la Santa Misa de la Cena del Señor (1-04-2021)

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Queridos obispos auxiliares don Juan Antonio, don Santos, don José y don Jesús. Vicarios episcopales, rectores de nuestro Seminario metropolitano y del Seminario Misionero Redemptoris Mater, cabildo catedral, seminaristas. Queridos hermanos y hermanas que estáis aquí, en la catedral, y quienes a través de la 2TVE estáis asistiendo también y siguiendo esta celebración del Jueves Santo.

Para nosotros también es esta pregunta que el salmista nos decía hace un instante: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» En este día celebramos la institución de la Eucaristía, celebramos la institución del ministerio sacerdotal y celebramos el día del amor fraterno, el día en que expresamos lo que el Señor desea de todos nosotros y que el Papa Francisco, en la última encíclica que nos ha regalado a la Iglesia, nos dice: hermanos todos. Fratelli tutti. «Señor, rompiste mis cadenas. Señor, en presencia de todos los hombres, yo quiero hacer ver a todos que me amas y que me pides a que ame a todos los hombres».

Hoy, en primer lugar, es un día memorable, como habéis escuchado en la primera lectura que hemos proclamado, donde se nos recordaba cómo el Señor dijo a Moisés en tierra de Egipto: «Este mes será para nosotros el principal». Y así se inicia la Pascua judía.

Esta mañana pude hablar en horas diversas con misioneros que tenemos en todos los continentes. Sencillamente, para expresarles también la cercanía de la Iglesia que camina en Madrid, pero sobre todo para verificar la grandeza que tiene, y poder así decíroslo a vosotros, este pueblo de Dios que camina por toda la tierra; este pueblo de Dios que se nutre de la Eucaristía; este pueblo de Dios que penetra en su misterio a través del ministerio sacerdotal; este pueblo de Dios que intenta por todos los medios hacer posible que en esta tierra se oiga, se organice, precisamente ese arte de amar a todos los hombres que nos enseñó nuestro Señor Jesucristo.

Hoy es un día memorable, queridos hermanos. Sí. Es un día en el que hay que seguir proclamando, en segundo lugar, la muerte del Señor hasta que vuelva. Un día grande. «Haced esto en memoria mía». Hemos escuchado la segunda lectura. San Pablo nos ha dicho: «Yo he recibido una tradición que procede del Señor, y que os he transmitido. Que Jesús, en la noche en la que iba a ser entregado, tomó pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”». Y esto es lo que estamos viviendo, queridos hermanos, nosotros aquí. Un día grande donde hacemos memoria de nuestro Señor. Donde aquello que se vivió en el cenáculo lo vivimos también aquí, nosotros, y en todas las partes de la tierra.

Y, en tercer lugar, es un día para apostar por el amor y la solidaridad. Lo habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado, queridos hermanos. Jesús se levanta de la cena, se quita el manto, toma una toalla, se la ciñe y echa agua en una jofaina, este gesto que en este año, por motivo de la pandemia y de los contagios, no hacemos, pero que está en nuestro corazón. Este gesto provoca un shock en los discípulos. Como lo provoca en todos nosotros y en toda la tierra, queridos hermanos. Sabéis que lavar los pies en aquella cultura era un trabajo de esclavos. Y lo que hace Jesús solo lo hacían los esclavos. Por eso, con este gesto Jesús quiere provocar un desconcierto en los discípulos. Él, que preside la mesa, el maestro, el Señor, el Mesías, se pone a lavar los pies.

Es incomprensible para los discípulos, como a veces está siendo también incomprensible para nosotros, queridos hermanos. ¿Cómo puede ser que el Señor se ponga a lavar los pies? ¿Cómo puede ser que lo veamos inclinado y arrodillado como un esclavo, lavando los pies? Pensad en esto, queridos hermanos: Jesús se arrodilla ante cada uno de nosotros. Pensad esto en este año precisamente en el que no podemos hacer el gesto aquí. Pero pensadlo por un momento. Un segundo. Jesús está arrodillado ante ti. Y te lava. Te lava los pies, como un esclavo. Se arrodilla ante cada uno de nosotros. Desempeña el servicio de esclavo. Sí. Imaginémonos que Él está arrodillado a nuestros pies. También podemos imaginar también con qué ternura Jesús toca los pies de los discípulos. Los pies son los que hacen posible que nos sustentemos en pie. Los pies sustentan nuestro cuerpo. El Señor con qué ternura toca los pies. Pero con ello nos quiere decir que esos pies que sustentan la vida, que sostienen nuestra existencia, que nos hacen caminar por todos los caminos, tienen que estar limpios. El Señor toca nuestros pies sucios para hacernos dignos de sentarnos a la mesa y de hacer de esta tierra y este mundo una mesa en la que puedan sentarse todos los hombres, y sentirse hermanos.

Solo el amor de Dios, manifestado en Cristo nos limpia. Él es permanentemente el amor arrodillado en nuestros pies. Jesús, arrodillado a nuestros pies. Necesitamos todos un lavatorio radical. Sí, hermanos. Un lavatorio de corazón. Necesitamos lavar el corazón. Limpiar el corazón. Necesitamos acoger el corazón de Cristo. Y esto solo es posible en un encuentro vital con el Señor. Imagínate. Imaginaos, hermanos, cada uno de vosotros también, a Jesús de rodillas, pidiéndote a ti y a mí que le dejes lavar tus pies. Déjaselos lavar. ¿Qué sientes? ¿Qué sientes cuando te lava los pies Dios mismo? ¿Qué dices? ¿O te quedas en silencio?.

Recordáis que Pedro, tal y como nos ha dicho el Evangelio, se enfada, y le dice: «Señor, ¿pero tú a mí lavarme los pies? Tú no me lavarás los pies jamás». Es una negativa. Pedro no admite la igualdad. Pedro tiene una forma de pensar de la cultura dominante. Cree que la desigual es legítima y es necesaria. Pedro no se deja amar. Porque el que ama siente al otro igual, e incluso más grande que él.

Queridos hermanos: todos somos un poco Pedro. Todos. Todos tenemos algo de Pedro. ¿Tú lavarme a mí los pies? ¿Me hago consciente de la suciedad que hay en mí, en todas las zonas contaminadas que hay en mi vida: sentimientos, pensamientos, acciones, relaciones?. No son mis pies lo que Jesús toma en sus manos. Jesús quiere tomar mi vida en sus manos. Pero lava lo que sustenta mi vida. Yo puedo estar ahora de pie porque mis pies me sustentan. Jesús quiere tomar mi vida entera. Y quiere limpiarla. Quiere lavarla. Y lo quiere hacer en este momento de la historia concreta que vivimos, donde está la humanidad padeciendo esta pandemia terrible. Donde hay tantos sufrimientos, tantas muertes, tantos cambios de todo tipo….

El Señor quiere lavarme los pies. ¿Sabéis para qué? Para que comience a vivir desde otro paradigma distinto. No desde el poder. No. Desde el servicio, desde la entrega, desde el dedicarme a cuidar a los demás. Con este gesto, no son mis pies lo que Jesús toma. Es mi vida entera la que quiere tomar Jesús. Y nos lo dice con este gesto. Nos dice: «Mira, yo te amo. Déjame ser tu amigo. Déjame ser tu servidor. Déjame ser el fundamento de tu vida». Y esto, queridos hermanos, hay que decírselo a todos los hombres hoy, en todas las latitudes de la tierra. Hay que decírselo a los jóvenes. Hay que transmitírselo a los niños. Hay que transmitírselo a las familias, a los esposos. Hay que acoger los consejos de los ancianos, que por edad están de vuelta de tantas y tantas cosas, y ellos sí quieren que se les laven los pies.

Pedro no acepta ver a Jesús arrodillado. No acepta que Jesús sea un esclavo dispuesto a lavarle los pies. Es como si dijera: «Pero mira, Señor, tú eres mi maestro, no eres mi esclavo. ¿Cómo me voy a dejar lavar los pies por ti?». Pedro está nervioso. Tenso. No le gusta ver a Jesús como esclavo. En el fondo, en el fondo, Pedro no acepta dejarse amar, y menos acoger un amor que es gratuito: el que nos ofrece a todos nosotros el Señor. Sí, queridos hermanos: un amor gratuito.

En esta tarde, donde el Señor instituye la Eucaristía; donde el Señor se va hacer presente aquí, en el altar, dentro de un momento; donde el Señor quiere entrar en nuestra vida, quiere entrar y ocuparla entera; que sean sus sentimientos nuestros sentimientos, sus pensamientos los nuestros, nuestra vida que sea una imitación y un seguimiento de sus pasos y sus huellas… Y eso lo podemos hacer, no por nuestras fuerzas, sino con la fuerza y la gracia que nos entrega nuestro Señor Jesucristo.

Pedro está nervioso. ¡Cuántas resistencia tenemos a dejarnos amar por el Señor, queridos hermanos!. También a nosotros nos cuesta acoger su amor. Nos cuesta dejar que Él toque nuestros pies. Por eso, esta pregunta que os hago esta tarde: ¿Estoy dispuesto a dejarme lavar los pies?. Es decir, ¿estoy dispuesto a acoger el amor de Jesús que me purifica realmente?. Yo os diría a los que estáis aquí porque queréis: hacedlo. Pero a quienes me estáis escuchando, y que a lo mejor tenéis dudas, tenéis reticencias: dejaos por un momento abrazar por Jesús; dejaos por un instante; dejaos abrazar; dejaos querer por quien quiere de verdad; dejaos querer por quien nos impulsa a salir de nosotros mismos y a cambiar este mundo y esta tierra, en la que a veces lo que hacemos es dividirla, romperla, enfrentarla.

¿Estoy disponible? ¿O me resisto? ¿O acaso sí le digo: Señor, no soy digno de que laves mis pies? Pero Jesús hoy nos dice a todos nosotros, como a Pedro: mira, si no te lavo los pies no tienes parte conmigo; serás otra cosa; no serás discípulo mío. Si no cambias tu vida, si no cambias los fundamentos de tu existencia, es decir, no puedes entrar en comunión conmigo. ¡Cuánto nos cuesta dejarnos amar, queridos hermanos, y acoger el amor del Señor! Es fácil. Es fácil. Es gratuito. No te cuesta nada. Te lo da Él.

Al terminar de lavar los pies, recordad lo que Jesús decía: ¿Habéis comprendido lo que he hecho con vosotros?. Yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies. Pues vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». Es decir: Jesús reconoce que es Señor, no porque se imponga nadie, sino porque manifiesta su amor hasta el extremo. Y el amor verdadero es lo que nos ayuda a ser plenamente nosotros mismos. «¿Habéis visto lo que he hecho con vosotros?».

Queridos hermanos: ante tantas divisiones que hay en nuestro mundo, ante tantas rupturas, enfrentamientos de unos pueblos contra otros, o dentro de los mismos pueblos, ante tantos egoísmos, ¿es que no merece la pena, en esta tarde de solemne del Jueves Santo, el día que el Señor instituye la Eucaristía, decir esto?: «Si no te lavo los pies, no solamente no tienes que ver nada conmigo, sino que seguirás dividiendo, rompiendo, enfrentando, seguirás igual, porque regalarás tu amor propio, no el mío, que busca siempre el bien». El amor verdadero es el que te ayuda a ser tú. Plenamente, tu mismo.

Por eso, Jesús termina diciendo, como nos ha dicho: «Debéis lavaros los pies unos a otros». Es decir: debéis amaros los unos a los otros. No es una cuestión de deducciones de no sé qué tipo, queridos hermanos. El Señor quiere tocar el corazón del ser humano. Dejemos que toque nuestro corazón. No pretendamos dominar a los demás. No pretendamos derribar los muros del resentimiento o de la soledad, de tantas soledades que hay en estos momentos, de las indiferencias por las que pasamos por la vida. No tengáis miedo a poneros los últimos. No tengáis miedo de poneros a servir a los demás. Esta pandemia nos ha dado la oportunidad de servir a los demás. De querer a los demás. De entregarnos a los demás.

Hoy, Jueves Santo, es el día del amor fraterno. Jesús, en su despedida a los discípulos, les dijo esta expresión que yo quiero regalaros a vosotros: «Como el Padre me ha amado, así, así os he amado yo». Pues, que os améis unos a otros como yo os he amado. Ese «como yo» queridos hermanos es lo más importante. Es lo más importante. Y, por eso, encontrarnos con Jesucristo es aprender el «yo», el «como yo», aprender a amar como Él.

Esta herida que hay en el mundo de falta de amor: las desigualdades en nuestro mundo aumentan cada día más; los países más pobres empobrecen cada día más; millones de seres humanos fallecen de hambre mientras unos cuantos especulan… Esta herida no cesa de crecer. Crece. Mientras tanto, la cultura presente acentúa el afán obsesivo de producir y de consumir.

Queridos hermanos: no os dejéis despojar del sentido profundo que tiene la vida humana, que solo la da Dios. No os dejéis despojar. Cuando la vida humana se despoja, se buscan ídolos. Ídolos de recambio: el poder, la fiebre del consumo, el dinero, nos hacemos dioses a nuestra medida… Solo hay una manera de superarla. Solo hay una manera de crecer en el verdadero humanismo, que es el que nos entrega Cristo: es el perdón, es la entrega, es el servicio. Perdonar no es ignorar: es transformar. Y la fuente de ese amor está en la Eucaristía, que estamos celebrando. Es aquí donde aprendemos a amar: junto a Jesucristo. Dejando entrar a Jesucristo en nuestra vida, y diciéndole al Señor: «Señor que yo ame de lo que me alimento. Que no entregue un amor raquítico, sino el tuyo. Dar la vida».

Este Jueves Santo, queridos hermanos, yo os invito a que apostéis todos por el amor y la solidaridad. La colecta que hacemos hoy en todas las iglesias de nuestra archidiócesis de Madrid, y en toda la Iglesia en España, va destinada íntegra a Cáritas, que admirablemente está aportando todo para paliar el sufrimiento de tantas familias en esta crisis que padecemos. Ya veis las colas y las necesidades que hay en nuestra archidiócesis de Madrid. Es evidente para todos. No necesitamos salir precisamente en los periódicos. Pero, ciertamente, hay colas para poder subsistir: niños, jóvenes, ancianos, familias… No ignoremos esto. Apostemos por esa solidaridad, aportando lo que podamos para paliar el sufrimiento.

Hoy es el día del sacerdocio ministerial. Que no es un poder, queridos hermanos. Es un servicio. Y yo quiero agradecer a todos los sacerdotes, pero perdonadme porque yo conozco a los de Madrid, cómo han estado permanentemente, arriesgando todo por estar al servicio de los demás en esta pandemia. No han dejado de estar en los hospitales… en los lugares más difíciles, ahí había un sacerdote. Es verdad que no hacemos nada de más. Hacemos lo que tenemos que hacer, que es servir. Que es servir la alegría del Evangelio, que es Jesucristo.

Esta tarde, todos nosotros, queridos hermanos, vamos a volvernos hacia Cristo y decirle: Señor, compartimos contigo esta cena, en la que nos revelas todo tu amor. Qué amor más grande que el de Jesús, que se quiere hacerse presente aquí. Quiere alimentarnos de Él. Y quiere que demos de Él. Aquella expresión de san Agustín que yo repito, me la habéis oído muchas veces: cuando terminaba la Eucaristía, les decía a los cristianos del norte de África, siendo obispo: «De lo que habéis recibido, dad». Dad de lo que habéis recibido. Dad el amor del Señor. Que podamos comprender, Señor, que eres amigo nuestro siempre. Que la alegría que tú nos das no hay nadie, nadie, nadie que nos la pueda regalar, más que tú.

Hermanos, termino con la misma expresión y pregunta que comenzaba: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». ¿Cómo? Dejándole entrar en mi vida. Dejando que transforme mi existencia. Haciéndonos un pueblo que camina por este mundo, anunciando la verdad y la vida, que tiene un nombre y que tiene un rostro: Jesucristo, que se hace presente aquí, en el altar, dentro de un momento. Que así sea.

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