Homilías

Martes, 20 abril 2021 15:16

Homilía del cardenal Osoro en la Santa Misa del Domingo de Resurrección (4-04-2021)

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Queridos hermanos obispos auxiliares, don Santos y don Jesús. Queridos deán de la catedral y Cabildo catedral. Rectores de nuestros seminarios. Seminaristas. Excelentísimo señor alcalde de Madrid. Queridos hermanos y hermanas. Hermanos y hermanas que estáis siguiendo esta celebración a través de Telemadrid, a quien además doy las gracias por esta deferencia que durante todo este tiempo de pandemia ha tenido para realizar estas transmisiones y esta cercanía de nuestro Señor a todas las gentes de Madrid.

Damos gracias al Señor. ¡Qué hazañas más maravillosas las de Dios con nosotros!. Es verdad que ha sido un milagro patente. Quizá el resumen de estas lecturas que hemos proclamado se podría hacer en tres palabras: testigos, buscadores y promotores. Promotores de un Sí a la vida, como nos ha dicho el Evangelio.

Sí. Somos testigos. Prolongamos en la vida, queridos hermanos, en todas las partes de la tierra, los discípulos de Cristo, aquella experiencia del apóstol Pedro. Hoy lo hacemos junto a Pedro, que se llama Francisco, porque conocemos también lo que sucedió en ese país de los judíos, como nos decía la primera lectura, cuando Juan predicaba el bautismo. Este Jesús ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Decía Pedro: «nosotros somos testigos de lo que hizo en Judea y en Jerusalén, y somos testigos de que ha resucitado». Testigos que Él ha signado. A los que han comido y bebido con Él. Y nos lo han transmitido a nosotros, que deseamos también ser testigos en este momento de la historia y dar testimonio de que Dios ha estado junto a nosotros. Ha vencido a la muerte. Ha resucitado.

Testigos. Pero al mismo tiempo, queridos hermanos, como nos decía el apóstol Pablo, somos buscadores. E invitamos a buscar a todos los hombres los bienes buenos, los bienes que vienen de Dios, los bienes que vienen de arriba. Nos ha dicho el apóstol Pablo: aspirad a los bienes de arriba. Queridos hermanos: buscadores de bienes. Ese bien supremo, que es Jesucristo. No es una idea, queridos hermanos, la que nos reúne aquí. Es Cristo mismo. El Resucitado. El que da vida. El que nos impulsa a caminar. El que nos impulsa a decir a los hombres: sois hermanos, sois hijos de Dios, sois una misma familia, no estáis peleados, no estéis rotos los unos con los otros o los unos contra los otros. Dios ha venido junto a nosotros. Es vencedor. Y vence las miserias humanas. Y nos da parte en su victoria santa.

Y, en tercer lugar, no solamente somos testigos y buscadores de los bienes que vienen de Dios, sino promotores. Promotores, como nos ha dicho el Evangelio que hemos proclamado: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro, al amanecer, cuando aun estaba oscuro, y vio la losa quitada». Amanecer, hermanos y hermanas, indica el momento en el que hay luz. Pero este dato es difícil de conciliar también con lo que nos decía el Evangelio: que aún estaba oscuro. Quiere decir que María va al sepulcro poseída por una falsa concepción de la muerte. Es decir, con la muerte se acaba todo. Todo. Y no se da cuenta que precisamente el día ha comenzado. El día ha comenzado, queridos hermanos. Cristo ha vencido a la muerte. Cristo ha venido a dar la vida a los hombres. Y la prueba es, hermanos, que cuando se acoge a Cristo en el corazón, se da la vida. Sí. Y lo han experimentado todos los pueblos de la tierra donde se han hecho presentes los cristianos. Queridos hermanos: tenemos ejemplos recientes entre nosotros, que los hemos conocido. San Pablo VI, la madre Teresa de Calcuta, san Juan Pablo II… Testigos del Señor que nos indicaban que había luz. Que la oscuridad había terminado. Que hay que buscar a Aquel que es la vida.  Sí, queridos hermanos. No es un cadáver. Qué equivocación.

María vio la losa quitada del sepulcro. Y vio el sepulcro vacío. El sepulcro vacío es el triunfo de la vida, queridos hermanos. No hay nada en el sepulcro. No existe nada.  Cristo ha resucitado. Y vive para siempre. Y esa vida nos la ha dado a nosotros. Como se la dio a los primeros discípulos, para que marchasen y anunciasen el Evangelio a toda la tierra. María Magdalena capta bien la realidad. Y su reacción es de alarma. Y va a avisar a los discípulos, como hemos escuchado en el Evangelio, para decirles: pero, oye, se han llevado al Señor, y no sabemos dónde le han puesto. Y Pedro, y el otro discípulo a quien tanto quiso Jesús, salieron. Corrieron. El más joven, Juan, corría más que Pedro. Se adelantó. Llegó al sepulcro. Y aquel discípulo que tanto Jesús amaba, que avanza más rápido en su vida, sin embargo espera a que llegue Pedro para que entre él primero. Porque es el que ha elegido el Señor. Como hoy el Papa Francisco, queridos hermanos. Es Pedro. Es Pedro. Y tiene el atrevimiento y la valentía de decirnos con fuerza que es un momento de la historia nuevo, donde es urgente anunciar la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. De ser testigos del Señor.

Salieron. Pedro, queridos hermanos, avanzaba. Pero no había hecho experiencia del amor en su propia vida, como Juan. El apóstol Juan había hecho experiencia de ese amor. Pedro había negado a Jesús tres veces. No lo conozco. Por eso va más lento. Y es que la lentitud en nuestra vida, queridos hermanos, depende también de si creemos en la fuerza del Resucitado. Si nos dejamos invadir por la fuerza del Resucitado. Si tenemos la valentía de la Resurrección de Jesucristo para anunciar y decir que no existe muerte. Existe vida. Y que no podemos nosotros ser portadores de muerte, sino de vida. Siempre.

Juan, que había hecho esta experiencia del amor de Dios en Cristo, es el que tiene además la deferencia de dejar pasar a Pedro el primero. El amor no es egoísta. El amor no mira para sí mismo. El amor de Dios mira para los demás. Y esta experiencia Juan la vive. Deja a Pedro que pase delante al sepulcro. Él es como si le dijese a Pedro: pasa tu primero. Podemos ver en este gesto, el gesto de la reconciliación con Pedro. Porque el amor es capaz de tener gestos siempre de reconciliación. Y esta reconciliación se manifiesta esperando a Pedro y cediéndole el paso para que entre el primero al sepulcro. Se manifiesta reconociendo siempre al otro: en el respeto, en la delicadeza, en ponerle en primer lugar.

Nos dice el Evangelio que entró él al sepulcro, vio y creyó. Qué palabras más maravillosas: vio y creyó. Es decir, el discípulo, Juan, es modelo de todo discípulo de Jesús. Es modelo de todos nosotros, que queremos ser discípulos. Es el que ha acogido el amor de Dios mismo. Es el que ha hecho experiencia de sentirse amado. Y, por eso, ve y cree. El verbo ver indica que tiene experiencia de la VIDA. Y cree significa que da su adhesión al Resucitado. Que le da su confianza.

Queridos hermanos: hagamos esta experiencia nosotros en este día en el que celebramos la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. En esta Pascua de Resurrección, hagamos esta experiencia. Vio y creyó. ¿Quién ha venido a este mundo que nos haya dado más seguridades, más razones, para construir un mundo diferente, nuevo, distinto, donde reine la fuerza del amor, que es reconocer al otro y, por tanto hacer un nosotros, siempre, en toda la tierra? ¿Quién nos lo ha dicho? ¿Y quién nos lo ha hecho experimentar mejor que Jesucristo? En general, nosotros hablamos de «el otro», «los otros». Jesús habla de «nosotros». Vio y creyó. La experiencia de sentirnos amados es decirle al Señor: Señor, yo quisiera entregarte toda mi vida. Hoy quisiera entregarte toda mi vida. Porque, si Cristo ha resucitado, Cristo vive. Y Cristo nos hace vivir.

Aquel cuerpo roto y ensangrentado, aquel que fue despreciado, que fue desechado por los hombres, que fue colgado en una cruz, queridos hermanos, este mismo ha resucitado. Pero no basta decir: Cristo ha resucitado. No nos basta a nosotros, en esta Pascua, decir: Cristo ha resucitado. Ahora Cristo nos invita a participar en su Resurrección. Nos invita a que resucitemos cada día. A que vivamos como resucitados. Y, ¿qué es vivir como resucitados?. Entrar por el camino de Jesús. Acoger la vida de Jesús. Acoger la verdad de Jesús, que no una teoría: es una persona. Por eso Jesús nos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». No es una teoría: es una persona. Es Dios mismo que vino y está entre nosotros. Y sigue con nosotros, resucitado. Y nos invita a estar dispuestos nosotros a expresar lo que es la Resurrección de Cristo.

La Resurrección de nuestro Señor nos compromete a defender la vida. Nos compromete a defender todo lo creado. El ser humano participa de la Resurrección. Y está llamado a ser el mejor, el que más cuida todo lo que existe: al otro, a los demás; el que cuida la vida; es el mejor; el ser humano, si participa de la Resurrección, es el mejor ecologista, porque respeta todo y a todos.

La Resurrección de Cristo nos invita a combatir las causas de la pobreza. También las estructuras opresoras e insolidarias. Nos invita a eliminar el egoísmo que siempre anida en nuestro corazón. Estamos llamados a defender la libertad verdadera contra toda situación que esclavice al ser humano. La Resurrección del Señor, la Pascua, es fiesta de la liberación.

Queridos hermanos, aquí sí que tienen sentido las palabras del apóstol Pablo cuando dice en la carta a los Gálatas: «Para ser libres nos libertó Cristo». Queridos hermanos: cojamos la libertad de Cristo. Nos hace cuidadores de todos los demás, de todos los hombres. Y si esto ha sido necesario siempre, en esta pandemia estamos descubriendo que el paradigma de la humanidad tiene que cambiar. No puede ser solamente buscar el bienestar a costa de lo que fuere. El paradigma tiene que ser cuidarnos los unos a los otros. Cuidarnos. Y estar dispuestos todos a hacerlo. Para eso nos libertó Cristo. Para cuidarnos. Para amarnos. Para defendernos. Para ayudarnos. Para reconciliarnos. Para entregarnos libertad. Para regalarnos su propio amor, que no es un amor egoísta: busca siempre el bien de los demás.

No es una idea, hermanos. No es una idea, Jesucristo. Es una persona que vive y quiere entrar en tu vida.

Necesitamos trabajar también por la paz, que es un don de la Pascua. Si vivimos la verdad de la Pascua, necesitamos irradiar paz. Construir paz donde se sienta amenazada. A partir de ahora, nadie está solo. Nadie. Nadie está perdido en esta tierra. Como dice la antífona de este domingo: «He resucitado, y aún estoy contigo».

Hermanos y hermanas: hoy volvemos nuestra mirada a Jesucristo nuestro Señor. En esta Pascua. Y le decimos: «Cristo resucitado, que el viento de la noche no apague el fuego vivo que nos ha dejado tu paso en la mañana, cuando nos diste luz». Es mañana. Hay luz. Y queremos entregarla.

Hermanos y hermanas que creéis y sois discípulos del Señor; que sois miembros vivos de la Iglesia; hermanos y hermanas de buena voluntad, que quizá podáis tener dudas en vuestra vida: os invito a acercaros a la persona de Jesucristo. A todos. Os aseguro que os acompañaré en todas las circunstancias que tengáis. Sencillamente. Sí os pido que abráis vuestro corazón. Que no vivamos para nosotros mismos. Y el único que hace que salgamos de nosotros mismos es Jesucristo. Lo hemos visto en su propia vida. Es Dios, que no se quedó encerrado. Vino a esta tierra, para que hagamos nosotros lo mismo. Y le digamos a quien tenemos al lado: eres mi hermano. Eres mi hermano. Por ti doy la vida. Esto es vivir como resucitados.

Que el Señor, queridos hermanos, os bendiga y os guarde. Este Jesús, que se va hacer presente aquí, en el altar, en unos momentos. El Resucitado. El que nos alienta y da nueva vida. El que ha hecho posible que haya amanecido. Hay luz: no hay oscuridad. Este Jesús venga a vuestras vidas, y entre en todos los lugares donde estáis: en vuestras casas, en vuestras familias, en vuestros lugares de trabajo, en las relaciones que tengáis, en todas las actividades que podáis tener en vuestra vida. El Resucitado entra y nos da un aliento nuevo, diferente: su amor mismo, que hace posible que no nos sobre nadie, porque todos nos necesitamos, unos a otros.

Feliz Pascua. Cristo ha resucitado.

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