Homilías

Jueves, 08 junio 2017 15:35

Homilía del cardenal Osoro en la solemnidad de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, en el monasterio de las Oblatas (8-06-2017)

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Juntos, queridos hermanos y hermanas, hemos recitado: aquí estoy Señor para hacer tu voluntad. Es lo que nos enseña nuestro Señor Jesucristo en esta fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Una fiesta que nace en la Iglesia por la insistencia de un hombre de Dios, José Mª García Lahiguera, fundador de esta congregación, de este monasterio en el que estamos, y de otros muchos que hay en otros lugares. Agradecemos al Señor que  a través de este hombre, que estuvo en la formación de los sacerdotes de Madrid, podamos reunirnos después de tantos años, y tener delante de nosotros a Cristo como sacerdote, que nos sigue alentando a nosotros a prestar la vida, a los que somos sacerdotes y a los que llama el Señor, para hacer presente el ministerio mismo de Jesucristo. Nosotros tenemos que poner muy poco. Nada… Solamente tenemos que prestar la vida. Todo lo pone Él.

Queridos hermanos obispos: Alberto, muchas gracias por estar aquí con nosotros; don Juan Antonio. Queridos vicarios: Vicario General y vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Queridos miembros de la familia consagrada. Queridos laicos que estáis aquí presentes. Queridos seminaristas: para vosotros, esta casa es especial y singular. Y permitidme que me dirija muy especialmente a esta comunidad de Oblatas que mantienen la vida en este monasterio. Gracias, queridas hermanas, por vuestra entrega y por vuestra oración, por vuestro modo de dar la vida por los sacerdotes, y para que el Señor siga llamando jóvenes al ministerio sacerdotal y prolongue, en esta historia, el ministerio de Jesús como sacerdote.

Aquí estoy, Señor. Es verdad que el Señor ha puesto en nuestra vida un cántico nuevo. Lo ha puesto en nuestra boca y en nuestra propia existencia. Nos lo ha dado Él. Él nos abrió el oído. Él nos permitió con su fuerza y con su gracia decirle: Aquí estoy, Señor. Y Él ha hecho que llenemos nuestras entrañas: las de todos los discípulos de Cristo, y por supuesto las de los sacerdotes, ¬para ver la grandeza del misterio y del ministerio de Jesucristo. Y la grandeza también de esa prolongación de la Iglesia, a través de los tiempos, hasta que el Señor vuelva. Para que proclamemos la salvación, y para que nunca cerremos los labios a esta salvación que el Señor nos ofrece a todos nosotros.

Yo quisiera sintetizar mi predicación con tres palabras que aparecen en las lecturas que acabamos de proclamar de la Palabra de Dios. Cristo Sacerdote hace una entrega por nosotros y nos pide a nosotros también, a los sacerdotes, que realicemos esa misma entrega. Tres palabras: una entrega, una enseñanza, y una pregunta que nos lleva a la celebración.

Una entrega. El Señor nos pide la entrega que realizó Él. Un pastor, queridos hermanos y hermanas, debe de estar siempre preparado para despedirse. Siempre. Siempre dispuesto a despedirse. Recordad cómo el Señor es el que nos dice a nosotros: ve a otra parte, ve allá, ven aquí, vete ahí… Y uno de los pasos que tiene que hacer siempre un sacerdote, siguiendo las huellas de Jesús, es prepararse para despedirse bien. En todos los lugares donde estemos. A veces, los pastores tenemos que fijar la mirada en nuestro Señor Jesucristo, viendo su entrega. Y tenemos que mirarle porque, a veces, mantenemos lazos que no tienen nada que ver con ese dar la vida, ese decir: aquí estoy. Porque tenemos lazos que no son buenos, lazos que no están purificados por la Cruz de Jesús. Y es necesario que contemplemos al Señor y purifiquemos toda nuestra vida con ese lazo que es Jesús, que es precisamente el que nos ayuda a purificarnos con su Cruz.

Yo recuerdo, y quiero recordaros, el estilo paulino de pastor. Que lo hizo Jesús, sin hacer componendas de ningún tipo. Recordáis que, cuando Pablo llama a todos los presbíteros de Éfeso, hace una especie de consejo presbiteral, y se despide. Y Pablo tiene tres actitudes que, para nosotros, son esenciales. Nunca se echó para atrás. Nunca. Lo que Dios le iba pidiendo, lo iba haciendo. Marcha acá, marcha allá, vete para acá, vete para allá. Porque él mismo reconoce que es el peor de los pecadores; siendo pecador, él está diciendo, como Jesús: aquí estoy. El apóstol Pablo no fue un pastor con componendas, porque siguió los pasos y las huellas de Jesús. No dio a la iglesia componendas. No se echó para atrás. Tenía valor. Y el valor no le venía nada más que de la gracia y del seguimiento de los pasos de nuestro Señor.

Queridos hermanos: todos los pastores debemos de saber, porque así nos lo enseña Jesús, que estamos en camino. ¿Ahora Dios quiere que me vaya? Pues me voy. Sin saber qué me va a suceder. Me tengo que marchar. Porque yo no soy el centro de la historia. La historia grande o la historia pequeña que yo tenga, no se queda dentro. Yo soy un servidor. Jesús vino a dar rostro al Padre, y nosotros, los sacerdotes, estamos en la vida para dar rostro a Jesús. Y nada más. No nos tenemos que agarrar a nada. Es así como comprendemos mucho mejor lo que significa el salmo que hemos cantado: aquí estoy Señor. Y que tan bellamente nos lo explica la primera lectura que hemos proclamado nosotros.

En segundo lugar, otra palabra que me parece que es importante: no solamente hay entrega en Jesús, sino que hay una enseñanza. Una enseñanza. Queridos hermanos: el pastor vive inmerso en la cultura de su tiempo. Nosotros estamos, como tantas veces se nos dice, en un cambio de época. Es algo bueno. No solo es un intercambio: es un cambio. Por eso no podemos decir: yo quiero ser cura como. Tienes que ser cura en el lugar y en el sitio donde estás, y en las circunstancias en las que estás. Vivir inmersos en la cultura del fragmento, y de lo provisional… no vale cuando hay cambios culturales. No se puede ser sacerdote a la carta. No podemos ser esclavos de la moda. Nuestra cultura tiene necesidad de ver siempre puertas laterales, escapes. Nosotros no. Tenemos una única puerta, que es la de Jesucristo nuestro Señor. Abiertos a todos. Sí. No olvidando la belleza. Y una vida sencilla, austera. Una vida que, en medio de grandes situaciones de vacío existencial, sin embargo nosotros tenemos llena, porque la llenamos de nuestro Señor.

Si os dais cuenta, estamos viviendo en una sociedad en la que las reglas económicas sustituyen a las leyes morales, y dictan a veces, e imponen, sus propios marcos. Y hay pocas referencias a valores importantes. Un mundo y una sociedad en la que la dictadura del dinero y del beneficio aboga por una forma de existir es algo que no es nuestro. Nosotros presentamos a este Jesús. Sí, a este Jesús, en un mundo complejo pero rico, desafiante. Y no falta gente generosa que quiere ser solidaria y comprometida. No faltan jóvenes que tienen hambre de algo diferente de lo que ofrece el mundo. Los hay.

Y yo agradezco a las Oblatas que oren por las vocaciones, aparte de orar por los sacerdotes que ya somos. Pero que oren por las vocaciones al ministerio sacerdotal. Esta cultura tiene que ser evangelizada. Sí. Y tiene que ser evangelizada por hombres que sean capaces de hacer realidad y de hacer verdad las enseñanzas de Cristo. Mirad, hay situaciones de escasez de testimonio que hacen difícil la felicidad. Y este tipo de situaciones a veces nos llevan también a la rutina, al cansancio, al peso de la gestión, a la tensiones incluso internas, a la búsqueda de energía en la escalada de puestos o de mejoras. De una manera abundante. Un servicio sacerdotal, tal como nos lo enseña Jesús, es un servicio de entrega absoluta de la vida. Sí. Ser profeta que engendra atracción, que engendra y da frescura, que da novedad por la centralidad que Jesús tiene en nuestra existencia. Solo por esa centralidad.

Yo os animo a que esto lo vivamos: la atracción de la espiritualidad y la atracción de la misión. Que hoy tienen los jóvenes también. Muestran la belleza del seguimiento de Cristo, y además irradian alegría y esperanza en quienes somos sacerdotes y en quienes dicen al Señor: aquí estoy, quiero, acepto tu enseñanza, acepto tu profecía.

Pero, mirad: yo quisiera hoy llamaros a todos a que la vida fraterna entre nosotros sea algo esencial. Sea algo fundamental. Nuestra vida tiene que ser nutrida por la oración, por la conversación con el Señor, por la lectura de la palabra de Dios, por la participación activa siempre en la Eucaristía que nosotros celebramos, donde es Jesús el que celebra, donde es Jesús el que nos une alrededor como hermanos, y a toda la humanidad.

Sí. La vocación es un tesoro, el ministerio sacerdotal, que llevamos vasijas de barro, como dice el apóstol Pablo. Pero tenemos que guardarlo, como se guardan las cosas preciosas. Que nadie robe ese tesoro. No perdamos el paso del tiempo o, con el paso del tiempo, la belleza que tiene lo que Jesús nos ha regalado. Al contrario: momentos como este que estamos viviendo aquí, y que vivimos todos los años cuando nos reunimos en esta fiesta, aquí, en este monasterio, nos ayudan a ver y a vivir la belleza del ministerio. Que, como os decía antes, la cultivamos en la oración, en esa formación permanente, sólida, en esa formación que no defiende lo efímero o la moda del momento, sino que nos permite caminar firmes en la fe y en la adhesión sincera y total a nuestro Señor Jesucristo.

Mirad. Para ello es necesario que nos dejemos acompañar. El acompañamiento ha sido y es fundamental en el evangelio, tal y como nosotros tenemos a nuestro Señor. Tenemos que dar mucha importancia al acompañamiento. Es necesario invertir tiempo y horas en formarnos también para acompañar. Y en acompañar a la gente. Y eso exige también que nosotros tengamos quién nos acompañe. Es difícil mantenerse fieles en el camino caminando solos. Es necesario dejarnos guiar por hermanos, por hermanas también, que son capaces de escuchar con atención y paciencia, y que tienen práctica en la vida, en la vida real nuestra.

Por eso, dejémonos enseñar por Jesucristo. Dejémonos enseñar por Jesús que nos habla de la experiencia en los caminos de Dios. Dejémonos acompañar por Jesús, que veis cómo lo hizo con los discípulos de Emaús, que tanto me gusta repetir constantemente: iban despistados, desalentados, y el Señor se acerca al camino, y les va diciendo, les acompaña, no se marcha. No saben, no se han dado cuenta de que Jesús es su acompañante. Pero cuando le descubren y ven que el Señor se va a marchar, le dicen: quédate con nosotros, te necesitamos. Él enciende en ellos la fe. Él enciende en ellos la esperanza. Y nosotros necesitamos también ser acompañados por personas que nos mantengan y nos ayuden a encender la fe y la esperanza. Y nosotros también tenemos que ser encendedores de fe y esperanza en todos los hombres.

Y la tercera palabra es que el Señor, en esa página del evangelio que nos ha dado, en la que se nos manifiesta la institución de la Eucaristía, nos hace una pregunta, que es muy importante. Una pregunta que nos invita a darlo todo. El ‘tomad y comed que este es mi cuerpo’, el ‘tomad y bebed que esta es mi sangre’, en el fondo nos remite y nos hace ver que esta es la gran misión que nosotros tenemos que entregar a toda la Iglesia. La misión tiene que inspirarse en una espiritualidad eucarística de éxodo, de darse. En una espiritualidad de peregrinación. Se trata de salir de la propia comodidad y atrevernos a llegar a todos, pero dando la vida. ‘Haced esto en memoria mía’.

La misión de la Iglesia, la que Jesús nos da en la Eucaristía. La Iglesia se hace en la Eucaristía. Lo recordaba san Juan Pablo II. Es cierto. La misión de la Iglesia propone una experiencia de continua adoración para hacer sentir al hombre, también hoy, que está sediento de infinito. Aunque a veces no se dé cuenta. Su condición, que a veces vive como en el exilio, en el camino, es la condición de un hombre al que Dios ama y quiere.

La misión de la Iglesia, que la Iglesia nos confía, es ella misma. Es instrumento y bendición del Reino. No es autorreferencial. No se complace de éxitos terrenos. No es eso. La Iglesia es cuerpo crucificado y glorioso. Crucificado y glorioso. Porque hay que salir. Es una Iglesia que sale. Es una Iglesia que, precisamente por estar en el camino, puede ser accidentada, herida y a veces manchada. Pero sale a la calle. Sale a la calle. Y se aferra a la seguridad única que tenemos, que es Cristo.

Por eso, hermanos, la misión es la que Cristo nos entrega. Gracias hermanas por vuestra oración, que nos mantiene en esta misión, que no es la propagación de una ideología religiosa, ni tampoco la propuesta de una ética sublime. Es el anuncio del evangelio de Jesús que se convierte de nuevo en contemporáneo nuestro, de tal modo que quienes lo acogen con fe y amor experimentan la fuerza transformadora que tiene nuestro Señor.

Recordad cómo el Papa Benedicto XVI nos decía en Deus caritas est que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el  encuentro con un acontecimiento, con una persona, que abre como horizonte la vida y da una nueva orientación decisiva.

El mundo necesita el evangelio de Cristo a través de una Iglesia que continúa su misión con hombres, con sacerdotes. Con Cristo mismo que a través de nosotros se hace presente y hace presente la misión del buen samaritano que cura heridas, y la misión del Buen Pastor que busca sin descanso al que está perdido. Estos dos aspectos esenciales de nuestro ministerio son al mismo tiempo, o se deben dar al mismo tiempo. Por eso, que hoy el Señor nos haga vivir a nosotros esta experiencia de Cristo, de samaritanos y de buenos pastores. De samaritanos que curamos con la curación que da Cristo. De buenos pastores que buscamos a quien esté más perdido. Hay riesgos, es verdad, al salir. Pero el buen pastor se expone, porque no se expone a la intemperie, sino con la gracia y con la fuerza de nuestro Señor.

Pues que en este día el Señor bendiga a nuestro presbiterio diocesano. Que bendiga este gran regalo que el Señor ha hecho en nuestras vidas. Y os bendiga a vosotras, queridas hermanas Oblatas, porque es vuestra gran misión. Yo os invito a todos los sacerdotes de Madrid a que a esta misión que ellas tienen respondamos nosotros proponiendo esta vocación a jóvenes. Sí. El buen samaritano y el buen pastor el Señor quiere que sigan presentes. Y hay muchos medios, es verdad. Pero tenemos uno que nos ha regalado la Iglesia al aprobar esta congregación, y al regalar su presencia a nuestra Iglesia diocesana. Y, como dice la gente, el camino se demuestra andando. Haciendo todo lo posible. Es cierto que hoy, encerrar la vida para hacerla ofrenda por los sacerdotes, por el ministerio de Cristo, para que permanezca en el mundo, quizás no sea fácil de entender. Pero si se le da el horizonte necesario a las personas para que vean cómo está este mundo y la necesidad que tenemos de buenos samaritanos y de buenos pastores para que busquen al que está lejos, o busquen o se encuentren con el que está roto y herido, quizás se entienda mejor.

Muchas gracias hermanas por vuestra invitación para celebrar hoy con vosotras este día, y muchas gracias a todos los que estáis aquí por incorporaros a esta fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Y a todos los que estáis aquí por la importancia que dais, tanto laicos como vida consagrada, al ministerio sacerdotal.

Y a vosotros hoy, queridos hermanos, que acojamos de verdad lo que el Señor nos decía hoy con su palabra: vida entregada, vida que nos enseña un camino, y vida que ahora mismo nos sigue haciendo una pregunta aquí, en esta celebración que vamos a continuar, donde Jesús mismo se va a hacer presente entre nosotros.

Que Santa María Virgen nos ayude en este camino y en este descubrir la grandeza del ministerio sacerdotal. Amén.

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