Homilías

Martes, 11 junio 2019 14:54

Homilía del cardenal Osoro en la solemnidad de Pentecostés (9-06-2019)

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Ilustrísimo señor deán. Queridos hermanos sacerdotes. Querido diácono. Queridos hermanos y hermanas.

En esta solemnidad de Pentecostés, en que celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Solemnidad que nos hace actualizar aquello que sucedió en el inicio de la misión evangelizadora de la Iglesia, y que sigue sucediendo hoy también. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia en su misión, como en el principio.

Todos los cristianos podemos decir, como nos recordaba el Papa Francisco: «Yo soy una misión en esta tierra». Y para eso estoy en este mundo. Para realizar esa misión que comenzó hace 21 siglos.

En este contexto, en España hoy se celebra también el Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar. Y es bueno recordar, en el día de Pentecostés, que si quitamos o arrancamos del discípulo de Cristo la misión, estamos destruyendo la identidad de un discípulo del Señor. Porque somos misión, queridos hermanos. En este conocerán que somos miembros vivos de la Iglesia. La Palabra de Dios que hemos proclamado nos ayuda a entender cómo cada cristiano, cada discípulo de Jesús, somos misión.

Hay tres palabras que voy a acercar hoy a vuestra vida precisamente: un acontecimiento, Pentecostés; en segundo lugar, una realidad, somos miembros del pueblo de Dios; y en tercer lugar, una tarea: es decir, la misión. Cristo nos ha llamado a ser miembros de su pueblo para entrar en su misión.

Detengámonos unos instantes en la primera palabra. Un acontecimiento. Hoy también para nosotros. Un acontecimiento que cambió la vida y la historia de los hombres. El relato que hemos escuchado del libro de los Hechos de los Apóstoles, en la primera lectura, tiene  una belleza singular. El Señor, que había prometido no dejarlos solos, llega un momento en el que ellos, encerrados en una estancia por miedo a los judíos, con las puertas cerradas, el Espíritu Santo viene sobre ellos. Sí. Hubiese sido imposible, si el Señor no invade y acerca a sus vidas el Espíritu Santo, que es lo que les convierte y les lleva a pasar de ser unos hombres miedosos y encerrados en sí mismos a contar lo que han visto en el Señor. Había resucitado y tenían que anunciar esto a los hombres. Tenían que anunciar una manera de vivir y de estar en el mundo. La que Cristo, Camino, Verdad y Vida, les había enseñado.

Por eso, hermanos, el acontecimiento de Pentecostés cambia su vida. Qué bien nos lo describe el libro de los Hechos: «Se llenaron todos del Espíritu Santo». Como nosotros, los que estamos aquí. Tenemos el espíritu del Señor, que ya se nos dio en el Bautismo, y se nos ha regalado también en la Confirmación. Y aquellos hombres salieron a la plaza. Y quienes los veían se sorprendían… ¿No son galileos esos que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestra propia lengua?

Este acontecimiento, hermanos, cambia la vida de la Iglesia que comienza su misión. Y esa misión continua a través de nosotros. Todos entienden el anuncio que hacen los apóstoles en su propia lengua. Y es que estaban llenos del Espíritu. Y vivían la novedad de una nueva etapa marcada por la alegría que les daba al no clausurar la vida en sus propios intereses, y dejar espacio a todos los demás, dándoles el amor mismo de Dios.

Queridos hermanos: hemos de hacernos nosotros también hoy esta pregunta. La misma que se hacían los discípulos. Y que se hizo la gente que escuchaba a los primeros discípulos. ¿También nosotros, hoy, los cristianos, desconcertamos? El desconcierto es por tener el modo de comunicar que tiene Dios mismo, y que se nos revela en Cristo, y que Él ha querido que ese modo de comunicar se prolongase a través de la Iglesia.

El acontecimiento de Pentecostés nos muestra, hermanos, cómo la Iglesia muestra su identidad comunicando la buena noticia. Saliendo a comunicar la buena noticia. Y esto es lo que nos pide a nosotros también hoy. En vuestras familias, entre vuestros amigos, entre la gente que conocéis. No hay que hacer cosas radas. Es definirse como cristiano, y sobre todo expresarlo con nuestra propia vida.

Somos misión. Hoy el Señor nos invita a ser misión. Por eso hoy, como nos ha dicho el Papa Francisco, recobramos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, irradiando la alegría de haber recibido la alegría de Cristo.

En segundo lugar, no solamente celebramos este acontecimiento, que ya es en sí mismo grande, sino que nos hacemos conscientes de que somos el pueblo de Dios. Un pueblo que nace por la acción del Espíritu Santo. Un pueblo de Dios lleno de fortaleza y de fuerza, que le da el Espíritu. Un pueblo unido por el Espíritu. Un pueblo formado, aquí mismo lo vemos, por miembros diferentes, con dones distintos, con servicios distintos, en los que el Espíritu se manifiesta dándonos funciones distintas, pero todas para el bien común de todos los hombres.

Qué hondura alcanza, queridos hermanos, la vida del pueblo de Dios formado por hombres y mujeres de todos los continentes. Hoy también, queridos hermanos. Diríamos, hoy también por todos. Gentes que están viviendo, y son miembros de nuestro pueblo, en Asia, en África, en América, en Europa, en Oceanía. Un pueblo que tiene que asumir la pasión por la misión, como lo hicieron los primeros. Que sabe que tiene una misión. Que sabe muy bien que todos los hombres tienen derecho a recibir el Evangelio. Y por eso, todos los cristianos, todos los miembros de ese pueblo, tenemos el deber de anunciar al Señor. Sin excluir a nadie.

Qué bien nos lo decía el Papa Benedicto XVI con aquellas palabras: la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción. Es decir, queridos hermanos: por nuestra vida. Tenemos que seducir a hombres y mujeres del siglo XXI, para que ellos también se hagan las mismas preguntas que se hicieron en el principio, que desconcertaba la vida de los hombres: ¿qué sucede?, ¿qué les pasa?, ¿por qué viven así?, ¿por qué dan la mano siempre?, ¿por qué se sienten hermanos?, ¿por qué ayudan a los demás?, ¿por qué abren su vida a Dios?, ¿por qué abren su vida a todos los hombres sin excepción?.

Crecer por atracción, queridos hermanos. Sí. El pueblo de Dios tiene la misión más bella que puede existir. La tenemos. Y es que todos los hombres puedan vivir con la fuerza, con la luz y con la amistad de Cristo. ¿Veis? Acontecimiento. Pentecostés. Somos un pueblo. Pueblo de Dios.

Y, en tercer lugar, tenemos una misión. Un pueblo para la misión: llevar a los hombres de la oscuridad a la luz, que es el mismo Cristo. Lo habéis visto en el Evangelio que hemos proclamado. Hay una primera parte del Evangelio que nos dice que los discípulos estaban en la oscuridad, con las puertas cerradas, con miedo. Así no van a ninguna parte. Se quedaron encerrados en sí mismos. Una Iglesia que vive así no es la de Cristo. La de Cristo es la Iglesia en la que el Señor irrumpe en medio de aquellos hombres. Se hace presente. Se manifiesta. Abre puertas. Y les dice: paz a vosotros. Y les comunica que recibirán el Espíritu Santo. Porque caían las lenguas de fuego sobre ellos. Como han venido sobre nosotros. Y les comunica que marchen. Que les envía: lo mismo que el Padre me envió, así os envío yo.

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