Homilías

Jueves, 16 diciembre 2021 12:22

Homilía del cardenal Osoro en la Vigilia de la Inmaculada (7-12-2021)

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Queridos obispos auxiliares don Santos y don Jesús. Vicario general. Deán de la catedral. Rector del Seminario. Hermanos sacerdotes. Queridos seminaristas. Hermanos y hermanas.

Esta noche, vísperas de esta entrañable fiesta para todos los cristianos de la Inmaculada Concepción, nos reunimos en torno a nuestra Madre la Virgen Inmaculada. Con María somos capaces todos nosotros de ofrecer esperanza. Los dolores de hoy, la esperanza del mañana, los asumimos y los consideramos desde María. Estamos dentro de una historia, queridos hermanos, marcada por muchas situaciones: tribulaciones, violencias, sufrimientos. El Papa, en esta última visita que ha realizado, nos ha hecho ver situaciones que viven hermanos nuestros heridos, oprimidos, a veces pisoteados. Queridos hermanos: todo eso a causa de esa pobreza que a menudo están forzados a vivir tantas personas en nuestra sociedad. Y María nos invita a que nosotros entreguemos esperanza.

Precisamente, en este momento de la historia, ¿qué es lo que se nos está pidiendo a nosotros, los cristianos, ante las realidades que viven los hombres? Ni más ni menos que alimentemos la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy. Están unidas las dos cosas. Si tú no vas por delante aliviando los dolores de hoy, difícilmente tendremos esperanza mañana. La esperanza que nace del Evangelio no consiste en esperar pasivamente que en el futuro las cosas vayan mejor. Esto no es posible sin realizar hoy de manera concreta esa promesa de la salvación de Dios. La esperanza cristiana no es ciertamente un optimismo mal entendido, no es un optimismo adolescente, del que espera que las cosas cambien y mientras tanto sigue haciendo su propia vida. La esperanza cristiana es construir cada día, con gestos concretos, el reino del amor, la justicia y la fraternidad que inaugura Jesús gracias a esta Madre excepcional que esta noche nos reúne a nosotros en estas vísperas de la Inmaculada Concepción.

Queridos hermanos, hay una imagen de la esperanza que Jesús siempre nos ofrece: la de su Madre, la que hemos escuchado en el Evangelio, en esos misterios que hemos rezado antes de comenzar la celebración de la Eucaristía. Es una imagen sencilla e indicativa. Al mismo tiempo, es una imagen que brota sin hacer ruido. Estas palabras de nuestra Madre, «he aquí al esclava de Señor, hágase en mí según tu palabra», surgieron o hicieron surgir la esperanza verdadera. Sí: la esperanza que es ternura. Es ternura. Es esa compasión que te lleva a la ternura, que nos toca a nosotros el corazón, que nos hace superar cerrazones, rigideces.

Queridos hermanos: nosotros, con la Iglesia, desde María y con María, demos esta esperanza. Esta esperanza que Ella dio mostrando a Dios, y prestando la vida para mostrar el rostro de Dios. Es importante que mostremos esta esperanza, queridos hermanos. Las páginas del Evangelio que acabamos de escuchar nos ayudan. El Señor nos invitaba a cantar un cántico nuevo a través del salmo 97 que hemos rezado juntos. El Señor nos hacía unas preguntas: ¿Dónde estás? ¿Quién te informa en tu vida? ¿Cómo la construyes? ¿Desde dónde la haces? ¿Qué es lo que estás haciendo, o qué es lo que has hecho? Y sin embargo, al mismo tiempo que nos hace preguntas, el Señor, a todos los que estamos aquí, somos conscientes que nos ha elegido en la persona de Cristo para tener su santidad, para mostrar su amor, para destinarnos en este mundo a manifestar que somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. El Señor desea de nosotros, mostrándonos a su Santísima Madre, que seamos también alabanza de su gloria.

Pongámonos en el camino, queridos hermanos. Pongámonos en ese camino en el que se puso la Santísima Virgen María. Porque María caminó. Nos lo enseña el Evangelio. Después del anuncio del ángel, ella camina hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo. Caminó presurosa hacia Jesús cuando faltaba el vino en la boda. Y ya mayor, quizá con cabellos grises por el pasar de los años, caminó también hacia el Gólgota para estar al pie de la cruz. En el umbral de la oscuridad y del dolor no se fue: caminó para estar allí. En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos que estar, al pie y de pie, entre tantas vidas que quizá han perdido el horizonte y han perdido la esperanza. Hoy, en esta fiesta de la Inmaculada Concepción, aprendemos a caminar en la escuela de María: a caminar en nuestro barrio, en nuestra ciudad de Madrid. No con soluciones mágicas. No con respuestas quizá instantáneas. No con respuestas que dan efectos inmediatos. No a fuerza de promesas fantásticas. No, queridos hermanos. En la escuela de María aprendemos a caminar y a nutrir el corazón con la riqueza de la que ella nutrió su vida: con Dios mismo. «Aquí estoy, aquí me tienes, hágase tu voluntad».

María caminó. Y en esta fiesta de la Inmaculada Concepción nos invita a todos nosotros también a caminar. Pero al mismo tiempo, María cantó, llevando la alegría de quien canta las maravillas que Dios ha hecho con la pequeñez de su servidora. Como buena madre, suscita el canto dando voz a tantos que de una u otra forma quizá han podido sentir que no podían cantar. Pero al lado de María también tienen ese canto. María le dio la palabra a Juan cuando saltó en el seno de su madre; le dio la palabra a Isabel cuando le dijo Isabel a María: «dichosa tú que has creído, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá»; le dio la palabra al anciano Simeón para profetizar y para soñar. María nos da la palabra a cada uno de nosotros. En la escuela de María aprendemos que la vida está marcada, no por el protagonismo, sino por la capacidad de hacer que los demás sean protagonistas porque los amamos con el mismo amor de Dios. María nos brinda coraje, nos enseña a hablar y, sobre todo, nos enseña a vivir. Y esta noche acogemos las enseñanzas de María. María fue protagonista. En la escuela de María aprendemos el protagonismo que no necesita ni humillar a nadie ni maltratar a nadie, ni desprestigiar a nadie, ni burlarse de nadie. Es el protagonismo que no tiene miedo nunca. No tiene miedo ni a la ternura ni a la caricia y, sobre todo, sabe del servicio. Del servicio.

¡Qué maravilla esta mujer que esta noche nos reúne aquí a nosotros, en esta catedral de Madrid Esta mujer que hizo el mayor servicio que se puede hacer: prestar la vida a Dios para que Dios tomase rostro humano. Y para que, tomando rostro humano, nosotros lo pudiéramos conocer, y no solamente conocer, sino ser discípulos suyos. Con María, el Señor nos custodia. Nos cuida. Y nos cuida para que no endurezcamos nuestro corazón. Para que podamos conocer constantemente la fuerza que tiene la solidaridad, la fuerza que tiene el dejar latir el corazón al unísono del corazón de Dios.

María caminó, y María cantó, queridos hermanos. «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador». Y María nos acogió como hijos ante la cruz. Ante el Hijo que daba la vida por los hombres: ahí, ahí nos acogió a todos nosotros como Madre nuestra. ¿Cómo no hacer verdad lo que la palabra de Dios nos ha dicho? ¿Cómo no cantar al Señor un cántico nuevo por las maravillas que ha hecho siempre y en nosotros? Nos ha dado una Madre. No estamos solos. Nos ha dado una Madre que nos enseña a caminar, y a cantar y a servir. Nos ha dado una Madre que también hoy, como buena madre, nos hace las mismas preguntas que quizás a Adán y a Eva les dio mucho miedo contestar. Pero a una Madre se le contestan fácilmente. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Quién te enseña? ¿Dejas que Dios te enseñe? ¿Dejas que Jesucristo te hable? ¿Qué es lo que estás haciendo en este momento de tu vida y de la historia de los hombres?

María es esa buena Madre que hizo experimentar a Juan, al primero, al que cogió al pie de la cruz, y después a todos nosotros; es la que nos hace descubrir que Jesús, su Hijo, nos ha elegido. Que, queridos hermanos, no estamos hoy en la catedral de Madrid por pura casualidad; hemos sido elegidos y llamados por Jesucristo Nuestro Señor. Nos ha elegido en la persona de Cristo, pero no para cualquier cosa. Como nos decía hace un instante el apóstol Pablo en ese texto de la carta a los Efesios, nos ha elegido para ser santos, para amar, para entregar el amor de Dios. Él quiere y nos da a su Madre para hacer posible que nuestro destino sea el entregar a los demás el rostro de lo que es ser hijos de Dios, y el rostro que provoca la gracia de Dios cuando entra en nuestra vida.

Querido hermanos, habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado: María camina y María canta. María camina desde el momento en que le dijo a Dios, como hemos escuchado en el Evangelio, «aquí está la esclava del Señor». Y lo hace en la alegría, en la gracia de Dios, en el cumplimiento de su palabra. Y hoy, esta Madre nuestra, la Inmaculada Concepción, se acerca a nuestra vida y nos invita también a caminar y a cantar en el camino. A caminar con alegría. Somos hijos de Dios: el título más grande que un ser humano puede tener. Y por ser hijos de Dios, somos hermanos de todos los hombres. No podemos ver cómo se deshacen los hombres los unos a los otros en cualquier parte de la tierra, o entre nosotros. No podemos verlo, porque lo nuestro es ser hijos. Hemos encontrado la gracia en ser hijos, y lo nuestro es lo mismo que lo de nuestra Madre. «Aquí me tienes», le dijo a Dios. Y nuestra Madre nos enseña precisamente a decir a Dios: «Aquí estoy, Señor, con debilidades, con inconsecuencia, con pecados también, pero aquí me tienes, junto a tu Madre, que es tu Madre y mi Madre. Y mi Madre me cuida y me va a llevar a buen término siempre». Como nos lleva ahora, queridos hermanos, al encuentro con Jesucristo que se hace presente en altar dentro de un momento. Acojamos a su Hijo, como lo acogió nuestra Madre. Y sintamos el gozo de cómo nuestra Madre nos lleva al encuentro de Jesús.

A María, el ángel, como habéis escuchado, le dijo: «No temas, has encontrado gracia ante Dios». A nosotros, esta noche el Señor nos dice: «No temáis, os he dejado a mi Madre, y os la he dado como Madre vuestra».

Amén.

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