Homilías

Lunes, 09 enero 2023 15:55

Homilía del cardenal Osoro en la Vigilia de la Inmaculada (7-12-2022)

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Querido don José, obispo auxiliar. Querido vicario general. Vicarios episcopales. Deán de la catedral. Queridos hermanos sacerdotes. Hermanos y hermanas.

Sí. Hoy, la Santísima Virgen María nos enseña a todos nosotros a cantar un cántico nuevo, porque Dios hace maravillas. Dios ha querido tomar rostro humano. Dios eligió a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, para que nosotros también supiésemos cómo hemos de hacer ese cántico nuevo. Cómo hemos de vivir las maravillas que Dios ha hecho y sigue realizando en nosotros. Cómo hemos de vivir y descubrir esta victoria de Dios, que se acuerda de nosotros para regalarnos su misericordia y para mostrarnos la fidelidad que Él tiene a todos los hombres. Es una invitación, en esta fiesta de la Inmaculada Concepción. Una invitación para contemplar al Señor, y aclamarlo como al único Señor.

La palabra de Dios que hemos proclamado nos remite a tres realidades. Por una parte, a descubrir la presencia de nuestra Madre, que nos hace preguntas. En segundo lugar, a hacernos también nosotros aquella misma pregunta que nos ha dicho la palabra de Dios hace un instante: ¿dónde estás?, ¿dónde estás tú hoy, en este momento de tu vida y de tu historia?. Y, en tercer lugar, a redescubrir una vez más la identidad que nosotros tenemos como miembros que nos ha hecho Jesucristo de la Iglesia; como hombres y mujeres a quienes nos ha dicho el Señor con su vida que somos santos y testigos.

Queridos hermanos; la presencia de nuestra Madre nos invita a preguntarnos siempre dónde está la meta de nuestra vida. Dónde podemos alcanzar la dignidad que Dios nos ha dado. Cómo hemos de vivir y de proclamar que somos imagen real de Dios. La pregunta que hace un instante el Señor le hizo a nuestro primer padre, Adán, es la pregunta que hoy nos sigue haciendo el Señor a nosotros: ¿dónde estás?, ¿dónde estás realmente? Quizá, en este momento de la historia, nosotros tenemos que ver si estamos realmente viviendo en presencia de Dios; si oscurecemos esa presencia en nuestra vida; si vemos que no tenemos apoyos reales en los que sustentar la existencia, y en los que descubrir la grandeza que tiene el ser humano cuando lo vivimos como seres que somos, imágenes reales de Dios, y que mostramos con nuestra vida esa imagen que nos ha revelado Jesucristo Nuestro Señor que tenemos que ser. ¿Dónde estás? ¿Qué haces en tu vida? Quizá estas preguntas, queridos hermanos y hermanas, en esta vigilia de la Inmaculada Concepción, son cuestiones que en este tiempo que vivimos los hombres nos hemos de hacer. ¿Dónde estamos? ¿Para quién vivimos? ¿Qué hacemos? ¿Cómo estamos construyendo este mundo?

Por otra parte, queridos hermanos, es necesario que descubramos que hemos sido creados por Dios para ser santos. Para ser sus hijos. Todos los que estamos aquí esta noche, muchísimos, estamos, pero no por casualidad. Tenemos conciencia de haber sido elegidos y de ser miembros de la Iglesia de Jesucristo, que camina por esta tierra, y que tiene que seguir anunciando a Nuestro Señor a todos los hombres, no solamente con palabras, sino con hechos reales: con el testimonio vivo en nuestra propia vida. Hemos sido elegidos para ser santos. Para ser sus hijos. Y tenemos que vivir irreprochables en el amor. En ese amor de Dios que se nos ha dado. Y que tenemos que regalar a los demás. Un amor que construye siempre. Un amor que ensalza a la persona. Un amor que nos acerca a vivir a los gestos de Dios. Un amor que nos hace buscar siempre el bien del hermano. Un amor que nunca retira absolutamente a nadie. Que siempre nos hace ver que el otro, sea quien sea, es mi hermano.

Seremos alabanza de su gloria, como hace un instante nos decía el apóstol san Pablo, si de verdad vivimos de esta manera. sabiéndonos elegidos, y sabiendo también que hemos de ser santos con la santidad que nos regala Jesucristo, y ser hijos de Dios, y sabernos hermanos de todos los hombres. En esta fiesta y víspera de la Inmaculada Concepción, de nuestra Madre, de esta mujer excepcional que sabe decirnos dónde tenemos que estar. Como Ella lo hizo. Abiertos a Dios. Abiertos a su presencia. Abiertos a su palabra. Haciendo verdad su palabra en nuestra vida, desde esta verdad que hoy también descubrimos en la Santísima Virgen María. Ella se sintió elegida por Dios. Y nosotros, en la Iglesia, no estamos por pura casualidad: hemos sido llamados a la pertenencia eclesial. Y, llamados a la pertenencia eclesial, nosotros queremos dar testimonio, en este mundo y en esta tierra, de Jesucristo Nuestro Señor.

Queridos hermanos: hoy, la cercanía de nuestra Madre nos invita a vivir en la alegría del Evangelio, siendo testigos de Cristo en este mundo, en esta tierra. Alegres. Construidos por Dios. Y testigos del Señor. Esto es lo que nos decía el Evangelio hace un instante. En este texto en el que el Señor nos relata cómo, a través del ángel, Dios se presenta a la Virgen María, para pedirla, a Ella, que preste la vida para dar rostro humano a Dios. Hemos recibido el bautismo, queridos hermanos, la vida de Cristo, para darle rostro humano a Dios en este mundo y en esta tierra. Para hacerlo todos juntos. Para sentirnos hermanos. Para sentirnos con una misión. Una misión que es misión de alegría, porque no hacemos las cosas por nuestra cuenta, sino que estamos caminando por mandato mismo del Señor. Id. Anunciad la buena noticia. Regalad la buena noticias. Quizá estas palabras, hermanos, en este momento histórico que vive la humanidad, las tenemos que escuchar cada día con más hondura y más profundidad, y cada día llevarlas a cabo en nuestra vida. Es necesario ser testigos de Jesucristo alegres. No hombres y mujeres tristes, como si llevásemos un peso con el cual no podemos. El peso nos ayuda a llevarlo Jesucristo Nuestro Señor. Y la facilidad y la agilidad para hacernos presentes en este mundo nos la entrega la gracia y la fuerza de Jesucristo Nuestro Señor.

«El Señor está contigo» le dijo el ángel a María, nuestra Madre. Es la experiencia humana más fundamental de la vida: saber que Dios está con nosotros. Sí. No estamos solos. ¿Por qué tenemos miedos, queridos hermanos? Nos acompaña siempre el Señor. Nos dice el texto evangélico que hemos proclamado que «María se turbó ante estas palabras». Realmente, esa expresión de «Dios está contigo», «está a tu lado», «está ayudándote» sería un shock para nuestra nada. Ella quedó impactada. Quedó quizá desconcertada. Eran demasiadas las impresiones para una mujer joven. Se siente asombrada ante el misterio de Dios cuando el Señor le dice: «no temas, María. Has encontrado gracia ante Dios». La llama por su nombre. Como nos llama Dios, queridos hermanos, a nosotros también por nuestro nombre. El nombre tiene una importancia particular en la cultura bíblica. Hablar y llamar por el nombre es la expresión del gran amor que Dios nos tiene. Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre. Nos ama personalmente. Nos ama como únicos. Solo Dios puede amar así. Y siempre que Dios irrumpe en nuestra vida, nos dice: «No temas». Lo mismo que a la Virgen. Él libera siempre de los miedos. El miedo no nos puede dominar. No puede paralizar nuestro camino. Esto es lo que María acoge con todas las consecuencias. Dios es salvador. Dios le da la vida plena a María. «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» fue la expresión de la Virgen. Pero, sin embargo, la respuesta de Dios es que para el Señor no hay nada imposible.

Queridos hermanos: también nosotros a veces nos podemos preguntar cómo puede ser eso. ¿Cómo podemos comenzar una vida nueva? ¿Cómo podemos superar nuestras tendencias negativas y abrirnos a la ternura y a los deseos de felicidad que todo ser humano lleva dentro? ¿Seré capaz de dejar las cosas a las que estoy enganchado? Una vez más, queridos hermanos, creamos. Dios se encargará de todo. Como lo hizo con María: «El Espíritu vendrá sobre ti». La fuerza de Dios actuará. Lo imposible se hará posible. Necesitamos renovar nuestra confianza en Dios, queridos hermanos. Y María nuestra Madre, hoy, en esta fiesta de la Inmaculada Concepción, nos enseña a vivir en esta radical confianza en Dios. Cuando vivimos esta confianza en Dios, se suscita en nosotros disponibilidad, ganas de vivir, ganas de entregar vida. Queridos hermanos: la fiesta de la Inmaculada Concepción que estamos celebrando en este inicio del Adviento no es un paréntesis que hacemos para cuando llegue la Navidad. Hablar de la Inmaculada es tomar conciencia de un ser humano, María. En Ella descubrimos algo. En lo hondo de su ser. Un ser limpio. Puro. Sin mancha. El testimonio de María nos pone de relieve lo que es prepararnos al misterio de un Dios que se encarna, que viene a este mundo, que es amor gratuito, que renueva nuestra esperanza.

Es precioso ver cómo con María la humanidad entera aprende a decir Sí a Dios. Esta humanidad en la que estamos necesita de María para poder seguir aprendiendo a decir Sí a Dios. Nosotros, esta noche, en estas vísperas de la Inmaculada Concepción, junto a María, la llena de gracia, le decimos: Sí. Sí, Señor. Hágase en mí, hágase en nosotros, la verdad de tu palabra en nuestra vida.

Que el Señor os bendiga a vosotros, a vuestras familias. Que el Señor nos haga sentir el gozo de ser miembros vivos de su pueblo. De ser hombres y mujeres que caminamos por este mundo, no con sueños, sino con la realidad y la certeza de unos hombres y mujeres a quienes nos ha dicho Dios: estoy contigo. Sé mi testigo. Hazlo con la ayuda, nos diría Jesús, de mi Santísima Madre.

Que hoy sintamos también el gozo que sintió Juan cuando le dijo desde la cruz el Señor: «ahí tienes a tu madre». Esta noche, el Señor nos dice lo mismo: ahí tenéis a María. A mi madre. Al ser humano más perfecto. Al ser humano que contuvo en su vida Dios, y que mostró el rostro de Dios a todos los hombres. Porque esta es la invitación que Jesús nos hace a nosotros: que demos rostro a Dios con nuestra vida. Ante todas las situaciones que vivamos: en nuestras familias, en nuestro trabajo, en las relaciones que tenemos, en todas las posibilidades que nosotros tengamos en la vida. Para decir que Dios es la Verdad, y es el camino que yo he decidido tener y que quiero seguir, porque me la ha mostrado Jesucristo, el mismo Señor que se ha presente en este altar dentro de unos momentos. Es el hijo de María nuestra Madre, a quien hoy nosotros acogemos en nuestro corazón, y renovamos nuestra fidelidad y nuestra filiación a esta mujer excepcional, Madre de Jesús y Madre nuestra.

Amén

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