Homilías

Miércoles, 03 junio 2020 12:00

Homilía del cardenal Osoro en la vigilia de Pentecostés (30-05-2020)

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Queridos hermanos obispos don Jesús, don José y don Santos. Queridos hermanos sacerdotes. Querido diácono. Hermanos y hermanas. Delegados de todo el Apostolado Seglar de nuestra diócesis. Secretario de la Delegación de Apostolado Seglar.
 
El Señor, en estas vísperas de Pentecostés, en esta vigilia de Pentecostés, nos habla al corazón. Nos habla al corazón, como habéis escuchado en la Palabra de Dios que hemos proclamado. Tanto la lectura del libro del Éxodo, la carta que hemos escuchado a los Romanos, y esta página del Evangelio de san Juan, que tiene una fuerza y una incidencia especial en nuestra vida. Hoy tenemos un recuerdo especial del Apostolado Seglar y de la Acción Católica. Tenemos que ampliar también nosotros el concepto de esta acción católica. Es verdad que hay un movimiento, una asociación en la Iglesia, pero también es verdad que la acción católica es la de todo cristiano que se pone en marcha para anunciar el Evangelio, en cualquier parte y en cualquier lugar donde esté.
 
En esta vigilia, quisiera acercar la palabra del Señor. Y deciros fundamentalmente, en primer lugar, que el Señor nos da un mandato. En segundo lugar, el Señor nos muestra una necesidad. Y, en tercer lugar, Él nos hace una oferta, y está en nosotros el acogerla o no.

El Señor nos regala un mandato. Lo habéis escuchado en el libro del Éxodo, en este texto que hemos proclamado: el Señor llamó a Moisés desde la montaña. Y lo llamó diciendo: «habéis visto lo que he hecho con vosotros. Os he traído a mí. Si me obedecéis, si guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque es mío todo lo que existe».

Esto se cumple en este día de Pentecostés, queridos hermanos. Hoy, el Señor se acerca a nosotros, como se acercó a los primeros discípulos cuando estaban en aquella estancia cerrada por unos miedos tremendos que surgían en su corazón. Se acerca a nosotros para decirnos: Os he atraído hacia mí. No estáis solos. He sido yo el que os he llamado: de modos diversos, en circunstancias muy diferentes. Pero sois discípulos míos. Y no estáis por casualidad aquí, celebrando la Eucaristía. Estáis tomando conciencia –nos diría el Señor–, de lo que yo hice por vosotros. Os he dado mi vida. Y os he dado mi vida, no para que la guardéis, sino para que la mostréis a todos los hombres. Para que la deis a conocer. Por eso, si de veras soy alguien importante para vosotros, tomad conciencia de que sois mi propiedad; de que sois del pueblo que yo inicié; de que sois de este pueblo que es la Iglesia que está extendido por toda la tierra; de que sois miembros de un pueblo que lleva una noticia importante y grande para todos los hombres. Una noticia singular. No es una teoría. No es una propuesta más. Anunciáis a una persona: Jesucristo nuestro Señor.

Sí. Anunciáis a este Dios que tomó rostro humano. Este Dios que nos ha enseñado a todos a sabernos entender a nosotros mismos y saber entender a los demás. Este Dios que nos ha dicho a nosotros que tomemos conciencia de que en esta tierra, en la que está este pueblo santo de Dios de la cual vosotros sois parte, camina cada miembro sabiendo que es hijo de Dios, que todos somos hijos de Dios, y que todos somos hermanos. Y que tenemos que crear la fraternidad en esta tierra y en este mundo, no de cualquier manera. No con las fuerzas de los hombres. Las fuerzas de los hombres, si vivimos con ellas, nos traen miedos. Como los apóstoles, nos hacen encerrarnos en nosotros mismos. Y sin embargo, si dejamos que arda nuestra vida por la fuerza del Espíritu Santo, crea una armonía tal en nuestra existencia y en la existencia del otro, que es hermano mío, y que tiene conciencia de que forma parte de la Iglesia, que lo único que le preocupa es entregar este amor de Dios, que es lo que se nos da en esta fiesta de Pentecostés.
 
A los apóstoles los entendían en su propia lengua. Había, como nos dice el libro de los Hechos, partos, medos, elamitas, venidos de Mesopotamia, de Capadocia, de Panfilia…, pero todos oían, escuchaban, les alcanzaba el corazón. Porque en el fondo, no era un lenguaje: era el amor mismo de Dios el que llegaba a ellos. Como veis, el Señor nos da un compromiso. Un mandato: Obedeced mi alianza. Sois mi pueblo. Sois una nación santa. Sois hijos de Dios. Mostrad a los hombres que un hijo de Dios es hermano de todos los hombres. Como nos dice el libro del Éxodo, el pueblo antiguo contestó a la propuesta de Moisés, cuando convocó al pueblo y a los ancianos y les expuso todo lo que había dicho el Señor: «haremos todo cuanto ha dicho el Señor». Y lo que dice el Señor se resume en muy pocas cosas: el Espíritu Santo que se nos ha dado resume todo. Llenaos del amor de Dios, de la fuerza del Espíritu Santo, y cambiará todo lo que existe.
 
En segundo lugar, el Señor nos habla de que tenemos una necesidad. Sí. Vivimos con una necesidad. Lo habéis escuchado en la segunda lectura que hemos proclamado de la carta del apóstol Pablo a los romanos: la creación entera sufre dolores de parto. Este momento que estamos viviendo, queridos hermanos, en toda la humanidad, es una manifestación del sufrimiento y de los dolores que el ser humano tiene. Y que tiene que encontrar salidas. Pero, fijaos, el apóstol nos hace caer en la cuenta de algo importante: nosotros poseemos las primicias del Espíritu. Poseemos las primicias del Espíritu. Hemos sido salvados en esperanza. Una esperanza que se ve, ya no es esperanza. ¿Cómo va a esperar uno algo que ve?. Esperamos lo que no vemos. Pero lo aguardamos porque el Señor nos lo ha regalado, nos lo ha prometido, está con nosotros, vive con nosotros, nos acompaña en nuestra vida, y nos dice que mostremos y regalemos la vida del Señor, que la introduzcamos en este mundo. Estamos viendo estos días, a través de los medios de comunicación social, los conflictos diversos, las revueltas diversas que existen en prácticamente todos los países del mundo. El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad.
 
Es urgente que el amor de Dios, que la fuerza del Espíritu Santo, la acojamos en nuestra existencia, porque el Señor nos la ha regalado para entregarla a todos los hombres. El deseo del Espíritu es precisamente que el amor de Dios lo experimenten todos los hombres. Y ese amor de Dios crea fraternidad. Crea preocupación de los unos por los otros. Crea armonía, no lucha. No lucha. Hay una necesidad. El Señor nos lo ha manifestado. Nos ha hablado de ese mandato que nos da. Y nosotros le decimos: «Haremos cuanto dices, Señor». Pero el Señor nos hace tomar conciencia de esta necesidad. De la fuerza del Espíritu Santo en medio de todos los hombres.
 
Y, además, el Señor es generoso. Porque nos hace una oferta, queridos hermanos. Una oferta, preciosa: «El que tenga sed, que venga a mí y beba», nos ha dicho el Evangelio. Hoy contemplamos a Jesús en el último día de la fiesta de los Tabernáculos, cuando puesto en pie gritó lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: «El que tenga sed que venga a mí, el que crea en mí que beba». Estas palabras son para nosotros hoy, en este momento en que vivimos. «El que tenga sed que venga a mí, el que cree en mí que beba». Sí, la sed es el gran deseo de vivir que todos llevamos dentro, en lo profundo de nuestro ser. ¿Pero no lo estáis viendo? ¿ómo estamos en estos momentos en que hemos tenido muy cerca la muerte? ¿Cómo se manifiesta el deseo de vivir? Ahí se encuentra la aspiración más profunda del ser humano: la aspiración a vivir, a existir, en paz, en fraternidad; a crecer, a realizarnos como personas. Todos. Y todos a una. Esa sed que nos ha reunido aquí esta tarde, y que nos sostiene en nuestro camino. Dice un poeta, Luis Rosales: «solo la sed nos alumbra, aunque es de noche». Y la sed nos alumbra. Y esta sed de vivir, de existir, de crecer, de fraternidad, está en nosotros.
 
Habéis escuchado el texto del Evangelio, que comienza de una forma preciosa: «el último día, el más solmene de la fiesta». El último día tiene doble sentido aquí, en esta página del Evangelio. Por una parte, es el último día de la fiesta; y, por otro, es el día de la muerte y resurrección de Jesús. El último día es el día de la Resurrección del Señor. Ese, ese es el verdadero último día. El que todos vivimos. ¡Está resucitado! Y Él ha alcanzado para nosotros esa Resurrección. El tiempo humano está marcado por la Pascua. Está marcado por la Resurrección. No está marcado por hombres. No. Está marcado por Cristo, que hace vivir y hace que tengamos la solidaridad de la Resurrección, y que entreguemos lo mejor de nosotros mismos. Es una presencia en nuestra vida.
 
Y se puso en pie Jesús para decirnos: «si tenéis sed, venid a mí». Para comprender estas palabras hay que tener en cuenta que Jesús está haciendo referencia aquí a los ritos de la fiesta judía de Jerusalén. Cada día, por la mañana, se celebraba una procesión llevando al templo agua de la fuente de Siloé. Y durante el recorrido se cantaba esta expresión: «Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación». Hay que entender este pasaje en que Jesús se presenta gritando y ofreciendo el agua del Espíritu, el agua de la vida. «Que venga a mí el que quiera, el que tiene sed». Equivale a darle nuestra adhesión a Él, en cuya persona están todas las esperanzas. Y nosotros, esta tarde, le decimos: «Señor, nos adherimos a ti. Nos adherimos a ti. Porque beber de ti significa recibir una nueva vida a través de tu presencia de amor. Y entrar en una relación contigo de confianza. Y entrar en una relación con los demás también de amor verdadero. No para utilizar al otro». Sentirse significa darse cuenta de que las instituciones, las cosas, nuestras compensaciones, no nos ofrecen el agua verdadera. El agua nos lo ofrece del Espíritu el Señor. El Señor.
 
Y la fe es un encuentro con Jesús. «El que cree en mí, de sus entrañas manarán ríos de agua viva». Ríos. Dice ríos, no río. Ríos, para indicar la abundancia. Cuando creemos en el Señor, cuando acogemos su Espíritu… porque la gracia del Espíritu cuando está en nuestro interior hace brotar vida más que cualquier fuente. Y no disminuye ni se seca. Con este Jesús nos queremos encontrar en esta vigilia de Pentecostés. Solo el Señor puede dar sentido a nuestro deseo. A esa sed que todo ser humano lleva dentro. Solo Dios puede dar sentido a nuestro deseo. A nuestro gran deseo de ser, de vivir. En el fondo, el Señor nos dice: «Mira, si tienes sed de vida, acércate a mí. Yo te ofrezco la vida plena». Por eso, que nosotros podamos decirle hoy al Señor: «Señor, tú eres la fuente deseada por todos los hombres». Qué maravilla.

Hace muy poco, cinco días, he encontrado a una persona que era de otra religión, no cristiana. Y un día, en la Eucaristía, iba con otra persona que la acompañaba, que era cristiana. En la Eucaristía, en la elevación, ella sintió algo especial, que no lo había tenido en la vida. Y era profundamente religiosa en su religión. Y ahora, esta tarde, se está bautizando. Esta tarde. Se está bautizando. Y se está confirmando. Después de un proceso.
 
Solo Dios puede dar sentido a nuestro deseo, queridos hermanos. Y ese Dios para nosotros tiene un nombre: Jesucristo Señor nuestro, que nos ha regalado su Espíritu, el Espíritu Santo, para que vivamos con esa armonía que da vida a nuestra vida y a todo lo que esté a nuestro alrededor. El Apostolado Seglar es esto: es tomar conciencia de que somos este pueblo. Este pueblo que estamos aquí reunido, una parte. Este pueblo que vive de la fuerza de nuestro Señor. Y que anuncia a Jesucristo con una manera de ser, de estar junto a los demás, de vivir, de buscar la paz, de construir la fraternidad, de alcanzar la dignidad de todos los hombres. Este pueblo que tiene necesidad, para poder hacerlo, de unirse cada día más y más a Jesucristo nuestro Señor. Como esta tarde lo hacemos aquí nosotros, y otros muchos como nosotros en tantas partes de la tierra, celebrando la venida del Espíritu Santo. Que el Señor os guarde siempre. Amén.

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