Homilías

Lunes, 31 mayo 2021 15:41

Homilía del cardenal Osoro en las confirmaciones de Pastoral Universitaria (28-05-2021)

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Querido don Andrés, delegado de Pastoral Universitaria. Deán de nuestra catedral. Queridos hermanos sacerdotes que trabajáis todos en la Pastoral Universitaria. Queridos confirmandos. Queridas familias. Hermanos y hermanas.

Es una gracia para mí el poder presidir esta celebración y no tenérsela que encomendar a nadie, y estar esta tarde con vosotros celebrando este sacramento de la Confirmación. Celebrando este sacramento que nos hace descubrir lo que hace un instante recitábamos juntos. «El Señor ama a su pueblo». El Dios en quien creemos no es un Dios extraño a la vida de los hombres. No es un Dios que nos vigila solamente, ni fundamentalmente. Él es un Dios que nos quiere. Que nos ama entrañablemente. Y que nos regala su vida. Y que nos quiere regalar también, no solamente su vida, sino su propia manera de ser y de entender lo que es el ser humano y lo que son las relaciones también del ser humano con los demás. En el fondo, en el fondo, es hacer verdad lo que nos decía el salmista: «Cantad al Señor un cántico nuevo». Hoy, el Señor nos permite a nosotros hacer ese cántico en esta celebración del sacramento de la Confirmación.

La Palabra de Dios que acabamos de proclamar yo quisiera acercarla esta tarde a vuestro corazón y a vuestra vida fundamentalmente con tres palabras. Elogio es una de ellas. Encontrar. Y construir.

Sí. Elogio de un acontecimiento. La primera lectura que hemos proclamado del libro del Eclesiástico comenzaba diciendo: «Hagamos el elogio de los hombres de bien». Y Jesús es la plenitud del bien. Él se definió a sí mismo como alguien que pasó por este mundo haciendo el bien. Y Él ha querido que nosotros también, su pueblo, los miembros de su pueblo, de ese pueblo de Dios que Él inauguró con la fuerza del Espíritu Santo, pasemos por este mundo también haciendo el bien.

Queridos jóvenes: mirad. Esta tarde, con vuestra Confirmación, con la recepción de la Confirmación, hacemos verdad aquel acontecimiento que sucedió en el inicio mismo de la Iglesia. Después de que Jesús subiera a los cielos, después de la Ascensión, Él prometió a sus discípulos que nos les dejaría solos, que les daría la fuerza del Espíritu Santo. Y así sucedió. Aquellos hombres tremendamente asustados y miedosos. Que estaban encerrados en un lugar: nos dice el Evangelio que «estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Y, de repente, apareció el Señor. Y bajó el Espíritu Santo, que llenó sus vidas y sus corazones. Y de unos hombres miedosos, que se cerraban en sí mismos y no se abrían absolutamente a nadie, se convierten en aquellos hombres dispuestos a caminar por el mundo conocido de entonces, saliendo del solar de Palestina y yendo a los lugares del mundo a anunciar el Evangelio de Jesucristo. Sin más fuerza que la que les daba el Espíritu Santo. Esa fuerza que les hacía que les entendiesen todos en la misma lengua. Como sucedió en el inicio de la primera predicación, después de recibir el Espíritu Santo, cuando salieron los apóstoles y el libro de los Hechos, para hacer un exagerado, una forma de entender lo que sucede cuando llega el Espíritu Santo, nos habla diciendo que había gentes allí, alrededor de los apóstoles escuchándoles, de todos los lugares de la tierra: partos, medos, elamitas, venidos de Mesopotamia, de Capadocia, de Panfilia, etc. Y todos, nos dice el libro de los Hechos, entendían en su propia lengua a los apóstoles. Era una lengua nueva. Era una lengua de la que hacemos elogio hoy, como nos decía el libro del Eclesiástico. Hacemos elogio de la fuerza del Espíritu Santo, que hizo posible que unos hombres, sin casi preparación, que no habían salido nunca de aquel solar suyo de Palestina, comienzan a caminar por el mundo llegando a todas las partes de la tierra y anunciado a Jesucristo Nuestro Señor como el único camino, la única verdad y la única vida. Es más, con las armas que pueden cambiar este mundo y esta tierra.

Y hoy vosotros, en este sacramento de la Confirmación que vais a recibir, asumís también una tarea, un modo de comportarnos, de salir por esta tierra, de anunciar a Jesucristo. Que no es con nuestra fuerzas, que no es nada más ni nada menos que con esa fuerza que nos dice el Señor: «amaos como yo os he amado». Ese como yo es lo más importante. «Amaos como yo. Con mi manera de actuar. Con mi manera de ser. Con mi cercanía a todos los hombres. Amaos. Sabiendo que la oración que yo os he enseñado, y que salió de mis labios, el padrenuestro, es una oración que cuando la repetimos descubrimos algo esencial: que somos hijos de Dios, y que somos hermanos de todos los hombres». Y que a todos los hombres hemos de llegar. Anunciar la verdadera libertad. Con la fuerza y convicción que nace de un encuentro con Nuestro Señor. Es así como comenzó la Iglesia a caminar por este mundo y por esta tierra. Hoy, en todas las partes de la tierra, en todos los lugares del mundo, hay presencia cristiana. Hay anuncio del Evangelio. Y hay anuncio verdadero cuando quienes lo anuncian han asumido de verdad y con todas las consecuencias el encuentro con Nuestro Señor Jesucristo.

Un encuentro que tiene fundamentalmente tres dones: ofrece la paz. Ofrece esa paz que quita el temor, como lo quitó a los discípulos cuando Jesús se acercó a ellos y les dijo: «Paz. Paz con vosotros». Ellos se habían encerrado en sí mismos. Ellos se habían encerrado por miedo a ser arrestados. Habían incluso abandonado y negado a Jesús. Se sentían incapaces para hacer nada. Se sentían inadecuados para caminar por este mundo. Y Jesús les dice, como esta tarde a vosotros: «la paz esté con vosotros». No da una paz que quite los problemas de en medio. Es una paz que infunde confianza desde dentro. No es una paz exterior. Es una paz del corazón. «Como el Padre me envió, así os envío yo, para que me anunciéis». Que es como si nos dijeran esta tarde a todos nosotros, como si viniese el Señor y nos dijese a todos: «Creo en vosotros. Y os envío. Me fío de vosotros. Y os envío». La paz de Jesús nos hace pasar del miedo a la misión. A anunciar al Señor. La paz de Jesús nos libera de las cerrazones que a veces paralizan nuestro corazón. La paz de Jesús nos hace sentir que el Dios en quien creemos no es un Dios que condena. Es un Dios que salva. Es un Dios que abraza a los hombres. Es un Dios que quiere contar con nosotros. Es un Dios que no humilla. Es un Dios que cree en nosotros. Sentid esta paz del Señor. Es una paz que alegra el corazón. Es una paz que nos da confianza. Es una paz que descubrimos que es la que verdaderamente necesita este mundo.

Pero el Señor os da el Espíritu estar tarde, también. Os otorga el Espíritu. Aquellos discípulos que habían huido, que habían abandonado al maestro... aquellos discípulos resulta que descubren que solo Dios, solo Él, nos hace salir de nuestras miserias más profundas. Necesitamos dejarnos perdonar. Necesitamos decir desde lo profundo del corazón: «Señor, perdónanos, porque no acabamos de creer en ti». Necesitamos abrir el corazón al Espíritu Santo en esta Pascua que estamos viviendo. Y hoy os perdona a vosotros también. Sí. La mano del Señor está lista para ponernos en pie. Está lista para que nosotros sigamos adelante. Está lista porque nos asegura y nos confía que Dios nos quiere. Y que ha contado con nosotros. Hoy recibís un sacramento. Los sacramentos son los sacramentos de la resurrección. Sí. Los sacramentos que nos ayudan a ver un horizonte absolutamente nuevo.

Pero no solamente el Señor nos da ese Espíritu Santo, que nos hace valientes, que nos hace creíbles... Sino que el Señor también nos pide que toquemos sus llagas. Nos ofrece sus llagas. Quizá cada uno de nosotros podría decir: «¿pero, cómo nos puede curar una llaga?, ?una herida?». Sí lo puede hacer. Con la misericordia. Esas llagas, como Tomás, el apóstol, cuando las tocamos, experimentamos que Dios nos ama hasta el extremo. Que Dios no ha tenido a menos venir a este mundo, acercarse a nosotros, hacerse uno de tantos, pasar incluso por la muerte, dejarse matar por amor a los hombres. Él ha querido entrar y cargar con nuestras fragilidades.

Queridos amigos. Las llagas de Jesús son canales abiertos entre él y nosotros que derraman misericordia. Sí. Derraman amor. Ese amor misericordioso. Jesús nos ofrece su vida. Nos dice que lo toquemos. Nos invita a descubrir que Él toca nuestra vida. Toca nuestro corazón. Toca nuestra existencia. Hace descender hacia nosotros, como lo va a hacer esta tarde, su amor. Su Espíritu. Y no tenemos más remedio que, como Tomás, al descubrir al Señor, conmovidos por el Señor, decirle también: «Señor mío y Dios mío». Sí. Los discípulos, cuando vivimos y tenemos la paz, cuando recibimos el Espíritu Santo, cuando tocamos las llagas de Jesús, es cuando nos sentimos amados y amamos. Ahora, cuando el Señor toca nuestro corazón, resulta que tenemos un solo corazón y una sola alma. ¿Cómo cambia tanto la vida cuando dejamos que Jesús nos toque el corazón? Pues porque vemos la misericordia en máximo grado. La misericordia de Dios. Que cuenta con nosotros, que somos pecadores. Que cuenta conmigo ahora para hablaros a vosotros. Para hablaros de Él. Que cuenta con vosotros para que habléis de Él en los lugares donde estáis. Que todos vean la misericordia de Dios a través de vuestra vida. ¿Queréis una prueba de que Dios ha tocado vuestra vida? ¿Queréis una prueba grande? Mirad a ver si os inclináis ante las heridas de los demás. La prueba de que Dios toca nuestra vida es: «Señor, ¿yo ante las heridas que veo por ahí, me inclino? Ante una persona que necesita, que está triste, que está sola, que lucha y no le importa hacer lo que fuere… ¿Yo me inclino hacia esa persona?».

Queridos amigos: tantas veces hemos recibido la paz de Dios, que hoy recibís el Espíritu. Y, con ello, recibís la misericordia. Para que seáis también misericordiosos con los demás. Y ya sabéis lo que es la misericordia. Recordad aquella página del Evangelio, del capítulo 25 de san Mateo: «Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me distes de beber; estaba enfermo y me visitasteis; estaba en la cárcel y vinisteis a verme; estaba desnudo y me vestisteis». Y así podríamos seguir. «Cada vez que hagáis esto a uno de estos hermanos, a mí me lo habéis hecho». Como aquellos discípulos, nosotros necesitamos también hacer esto en nuestra vida. ¿Veis? Este acontecimiento sigue estando en la Iglesia. No es solamente del tiempo de los apóstoles. Es de este tiempo. Y el Señor quiere que os invada el Espíritu, para que vosotros también hagáis elogio del acontecimiento de una Iglesia que se hace presente en este mundo. Que no es un sueño. Es una realidad. Un pueblo extendido por toda la tierra. Al que pertenecen hombres y mujeres de todas las razas. De todas las costumbres. De todas las culturas. Pero, que avalados por la fuerza y por la misericordia que nos da el Espíritu Santo, caminan haciendo creíble a Nuestro Señor. Por eso, mirad, el Evangelio tiene una realidad: Jesús quería comer y se paró ante una higuera, pero no había más que hojas. Que no sea nunca así entre vosotros. No tengáis hojarasca. Tened capacidad para dar de comer a los demás. Para dar la mano. Para hacer amigos de verdad. Para que la gente pueda encontrar en vosotros paz, ayuda, entrega, servicio. Para que, la profesión que tengáis en la vida, podáis avalarla no solamente con la sabiduría, que es necesaria para ejercerla, sino también con un modo de existir y vivir junto a los demás, que construye la vida de los demás y que quita el hambre.

Por eso tenemos que encontrarnos. Encontrarnos con el Señor. Y dejarle que Él vea si tenemos frutos. Que nunca terminéis el día sin decir al Señor: «Señor, de lo que yo tengo, ¿ha podido alguien comer? ¿Ha podido acercarse y ver que estaba a gusto? ¿Que yo daba algo?». Y no solamente eso. Yo os invito a construir un mundo que no es el que tenemos: roto y dividido, no va a ninguna parte. Un mundo que tiene que ser como el Señor nos dice, cuando coge y echa a los mercaderes del templo, que estaba lleno de mesas, de cambistas, de gente que miraba para sí misma pero que no miraba para los demás. «Mi casa es casa de oración». Este mundo en el que estamos es un mundo en el que Dios habita. Tiene que caminar. Tiene que notarse su presencia. Y el Señor nos ha dejado a su pueblo, del cual somos parte, para que vivamos y hagamos esa presencia real de Nuestro Señor Jesucristo. Una presencia que yo os invito a que tengáis de esta manera: sed cercanos a la gente. Sed cercanos a todos los hombres. Y hay cuatro cercanías que os invito a tener. Cercanía por supuesto a Dios. Orad. Tened algún tiempo para dirigiros a Dios. Cercanía a los sacramentos. A la Eucaristía. A la Penitencia. Que el sacramento de la Confesión no sea un fardo que pesa en mi vida, sino todo lo contrario: es el momento de la liberación de mi existencia y donde Dios me dice «yo te quiero, yo te perdono, yo te aliento, yo te animo». Y la Eucaristía, como la vamos a celebrar, donde el Señor nos alimenta y nos hace vivir aquello que decía san Agustín en el norte de África, cuando era obispo allá en su tiempo, y cuando terminaba la Eucaristía les decía a los cristianos: «De lo que habéis comido, dad». Si habéis comido a Jesucristo, y os habéis alimentado de Jesucristo, dad a Jesucristo. Este es el estilo de Dios. La cercanía. La cercanía, la compasión y la ternura es el estilo de Dios. Y es el estilo que nosotros tenemos que tener.

Cercanía a Dios. Cercanía también a la Iglesia, al obispo. Cercanía. Porque, mirad: en la cercanía vivimos la unidad. Vivimos la unidad. No vale decir: «esto no me gusta…». Cercanía también a través de quien legitima la presencia del Señor en medio de este mundo. Cercanía entre vosotros, también. No habléis nunca mal de nadie. Sed capaces de descubrir lo que esta semana pasada decía en la carta pastoral que os escribo todas las semanas aquí, en Madrid: Dios no tiene enemigos. Él. Él tiene hijos. Que somos nosotros. Y nosotros tenemos hermanos. No esa gente que no queremos saber nada de ella. Cercanía entre nosotros. No caigamos en otra cosa más que en esto: cercanía a Dios. Cercanía a la Iglesia. Cercanía entre nosotros. Y sentirnos miembros del pueblo de Dios. Miembros vivos del pueblo de Dios. No somos hombres de sacristía. Seamos hombres y mujeres que paseamos por este mundo con la elegancia de unos hombres y mujeres que nos sentimos miembros vivos de la Iglesia, y que aproximamos o queremos aproximar con nuestra vida la presencia del Señor.

Queridos hermanos: vamos a vivir esto. Es precioso lo que vamos a vivir. Pero haced elogio de lo que va a acontecer en vuestras vidas con el Espíritu Santo. Haced elogio de que no sois unas vidas de hojarasca. Tenéis en vuestra vida capacidad para alimentar a los demás, porque os la da Jesucristo. Y haced este mundo, construid este mundo a la manera y al modo que quiere Jesucristo. Contando precisamente con estas cercanías: a Dios, a la Iglesia, entre vosotros y, por supuesto, en esa cercanía también tan importante para nuestra vida que es estar sintiendo que somos miembros del pueblo de Jesucristo. Así vamos a celebrar la Eucaristía. Y vamos a vivir este sacramento. Os animo: no es un tiempo extraño este que estamos viviendo. Al contrario, la densidad que en estos momentos vamos a vivir de lo que es el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia en nuestra vida, tiene una capacidad singular para hacernos salir de nosotros mismos y buscar siempre el bien de los demás. Pasad por la vida haciendo el bien. Amén.

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