Homilías

Miércoles, 19 junio 2019 13:50

Homilía del cardenal Osoro en las ordenaciones diaconales (16-06-2019)

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Queridos hermanos obispos don Santos, don José y don Jesús. Querido vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes, diáconos. Queridos ordenados que dentro de unos momentos vais a recibir el diaconado, el orden de diáconos. Queridas familias y amigos de quienes se van a ordenar y que estáis aquí presentes. Queridos hermanos y hermanas todos. Queridos miembros de la vida consagrada que habéis querido estar aquí, presentes en este día.

Queridos Pablo, Carlos, Juan, Jesús Manuel, Francisco Javier, Francisco, Miguel, Jorge, Carlos, Alejandro, Martín, Alejandro, José Ignacio, Jesús, Gabriel, Jean Yves, Rubén, José María, Theodore y Antoine.

Para mí, como veis, y como podéis comprender, y para todos vuestros compañeros del Seminario, que están formándose con vosotros, y por supuesto para los dos rectores –el recto de nuestro seminario diocesano, don José Antonio, y el rector del seminario misionero Redemptoris Mater- es una alegría para ambos, después del proceso de formación, que hoy podamos vivir, con vuestras familias, este momento.

Lo hacéis en un día singular y especial, que es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Este Dios, que se nos ha mostrado como creador de todo lo que existe. Un Dios que Jesús nos pidió que le llamásemos Padre, porque al decirlo así sabíamos que todos los hombres que están a nuestro alrededor son hermanos. Un Dios que ha querido hacerse presente en esta tierra y en este mundo, y tomar rostro humano, para que nosotros sepamos qué rostro tenemos, qué rostro diseñó Dios desde el principio al ser humano, y cómo quiere que caminemos por esta tierra y por este mundo.

Pero, además, es un Dios que no nos ha dejado solos. Nos ha dado la fuerza del Espíritu Santo. Que hizo posible que aquellos seguidores primeros de Jesús, los apóstoles, de hombres miedosos y cerrados en un lugar y en una estancia por un tremendo miedo que tenían a que les pasase igual que a nuestro Señor, cuando reciben la fuerza del Espíritu que el Señor les habría prometido, salen y abren puertas, y anuncian a nuestro Señor Jesucristo con todas sus fuerzas, hasta dar la vida por Él. En este día, precisamente, os ordenáis como diáconos.

Creer en el misterio de la Trinidad es creer que la comunión y el amor entre los seres humanos es posible. El amor y la comunión es el dinamismo que rompe todo aislamiento. Que vence nuestra tendencia al narcisismo, y posibilita el verdadero encuentro con las personas. El papa Francisco nos está hablando a los cristianos que tenemos que hacer esa cultura que comenzó ya cuando Dios vino a esta tierra y se hizo hombre: la cultura del encuentro. No la del aislamiento. No la de desentendernos de los demás. Es la comunión la que hace posible todo crecimiento auténtico. Nos realizamos en comunión y en relación, tal como nos muestra y nos lo revela Dios mismo en este día en que celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad.

Es creer que el ser humano, creado a imagen de Dios, se realiza en la medida en que se relaciona. Se libera cuando se abre. Y crece realmente cuando ama. Y cuando lo hace como Dios mismo. Dios es un despliegue de amor personal. Y a esto estamos llamados todos nosotros. Vivir y realizarse es precisamente entrar en el misterio de Dios, que es comunión y es amor. Y dejar que esa vida circule entre nosotros. Entre todos los seres humanos.

Y hoy os ordenáis de diáconos porque el Señor, precisamente cuando celebraba la última cena, y antes de regalarles su propio misterio y ministerio a los apóstoles, e incluso antes de compartirles su vida y alimentarles de su propia vida, quiso ponerse a lavar los pies a los apóstoles. La diaconía. Mostró el Señor hasta dónde llega. La diaconía que él mismo, siendo Dios, no tuvo a menos hacerlo con los hombres. Y después de lavarles los pies, les dijo a los discípulos: ya veis lo que yo he hecho. Lo que yo he hecho con vosotros, hacerlo vosotros con todos los hombres.

Queridos hermanos: esta es la ordenación que vais a recibir. Diáconos para situaros ante los demás, sirviéndoles. Es verdad que no os ordenáis para ser diáconos permanentes. Vais a ordenaros para ser presbíteros. O vais a prepararos para terminar siendo presbíteros. Pero es verdad que el presbítero realmente tiene que ser diácono también. No pierde esa diaconía nunca. Como tampoco el obispo, que recibió también el diaconado antes de ser sacerdote. Y tiene que vivir sirviendo. Y acercando el amor de Dios. Siempre que sentimos necesidad de amar y ser amados, siempre que buscamos acoger y ser acogidos, cuando disfrutamos de una amistad que nos hace crecer, cuando sabemos dar y recibir, estamos presintiendo de alguna manera el misterio de la Trinidad inscrito en lo profundo de nuestro ser. Y ese misterio lo regaláis vosotros. Desde esa diaconía de la comunión, del seguimiento, y de la misión.

En esta fiesta de la Trinidad, tenemos que recordar necesariamente que la crisis de nuestra civilización occidental y de nuestro mundo actual solo tiene salida por el camino del amor, de la comunión y de la solidaridad entre los seres humanos. Esta es la gran voz del Espíritu que estamos invitados a dar, a escuchar y a anunciar a todos los hombres.

Por eso, yo quisiera esta tarde, después de haber escuchado la Palabra del Señor, invitaros a realizar esa revolución que comenzó precisamente el día en que el Señor instituye la Eucaristía, y cuando se arrodilla ante los apóstoles, y cuando les dice: «Lo que yo hago, que no he venido a ser servido sino a servir, hacedlo vosotros también».

Qué bien nos hace entender el Señor cómo el corazón evoca siempre la profundidad del ser humano. Sí. Esa profundidad donde está el origen de las opciones de orden moral, del amor, de amor o de odio, de paz o de violencia. Cuando hablamos del corazón de Dios, lo que estamos recordando es la ternura fiel y para siempre. El hombre no mira las apariencias. A veces se queda solo en las apariencias. Pero Dios no. Dios mira el corazón.

Volvamos por un momento a recordar palabras de profetas que nos decían, como el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en vuestro interior, y sobre vuestros corazones la escribiré. Y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo». O aquellas del profeta Ezequiel: «Yo os daré un solo corazón. Y pondré en vuestro corazón un espíritu nuevo. Quitaré el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne». Y es que, queridos hermanos, la nueva ley que inaugura nuestro Señor, y que nos ha regalado a todos los que estamos aquí, esa ley trae precisamente la revolución de la ternura. Que no va a estar grabada en tablas de piedra. Estará grabada en tablas del corazón.

Por otra parte, san Pablo nos habla: «Vosotros sois nuestra carne, escrita en vuestros corazones». Conocida y leída por todos los hombres. No en tablas de piedra, sino en tablas de carne. En los corazones. Siempre está en el apóstol Pablo el tema del corazón. Nos está remitiendo a la interioridad del ser humano. A la verdad que se refiere a la acogida de la salvación, para no caer en la dureza, la incomprensión, o la negativa de seguir a Jesús. Qué alcance tan grande tienen esas palabras de Jesús: «Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón».

En definitiva, todas las acciones del hombre surgen de esa profundidad. De ahí que muchas veces el hombre no sabe apreciar el don de ser hijo de Dios. No. Al contrario. Nos entretenemos en otras opciones distintas. La referencia constante al corazón, en el evangelio de san Juan, nos hace ver la importancia que tiene el corazón. Sin él, no entendemos el mensaje de Jesús.

Yo quisiera que en esta ordenación, que dentro de unos momentos vais a recibir, entendieseis lo que significa en vuestra vida ser diáconos y ser hombres que mantenéis esta revolución de la ternura que comenzó Dios mismo. No es simplemente la ternura de naturaleza ética o moral, si no es pascual. Brota el amor de ternura del mismo Jesús. De la alianza nueva que Él inaugura en su persona. Del acontecimiento de la muerte y resurrección. Quizá, para que lo entendáis, venga bien recordar tres estampas del Evangelio que habéis escuchado mucho, pero que en este día quiero entregarlas también a vuestro corazón.

Recordad al buen samaritano. A Jesús, un doctor de la ley le pregunta una cuestión de orden académico: maestro, qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna. Y la respuesta de Jesús fue inmediata: está escrito en la ley. El doctor de la ley le dice: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo. Y la respuesta de Jesús la sabéis: bien has respondido. Haz esto y vivirás. Pero el doctor, experto en la ley, creía que había planteado una pregunta que no se podía responder en dos palabras; por eso, insiste otra vez: ¿y quién es mi prójimo? Y el doctor de la ley quería poner entre la espada y la pared a Jesús. En el judaísmo, se interpretaba «ama a tu prójimo» queriendo decir «ama a tu compatriota». Jesús saca de los aires la pregunta, y responde con una parábola. Saca de hacer elucubraciones, y responde con una parábola. Situándola en una peligrosa curva que hay entre Jerusalén y Jericó, en la que muestra si uno es o no prójimo del necesitado. Y, al terminar la parábola, como vosotros sabéis, pregunta al doctor, o pregunta al doctor Jesús: ¿quién de estos tres te parece que fue el prójimo? ¿El que cayó en manos de salteadores? La respuesta no dudó en darla el doctor de la ley: el que practicó la misericordia. Y la respuesta de Jesús es clara: vete y haz tú lo mismo.

Vais a recibir esta ordenación. Vais a ser diáconos. Servidores. No hagáis preguntas académicas. Aunque sea necesarias tenerlas en la mente. Dad respuestas con vuestra vida. Comenzad esta revolución de la ternura. Con las armas que nos entrega Jesucristo. Esta que nos ha dado: no desentendernos de nadie que veamos tirado.

Hay otra estampa: la del Padre misericordioso, que llamamos la parábola del hijo pródigo. Los dos hijos están llamados a la conversión y a la reconciliación. El centro de la parábola es el Padre. El milagro no consiste en el arrepentimiento del hijo menor, sino en la manifiesta ternura del padre que es capaz de perdonar y ha acogido de nuevo al hijo. Lo extraordinario es la ternura. La ternura de Dios, que anula el pecado del hombre, y al mismo tiempo es una ternura misericordiosa que nos revela la profundidad del pecado. El hijo se había negado a dejarse amar. Había huido del amor, para obrar por su cuenta. Y también el hijo mayor se irrita: tiene también necesidad de conversión y reconciliación, tanto o más que el menor. Y, una vez más, el padre toma la iniciativa. Sed rostro de Dios, queridos hermanos que vais a ser ordenados diáconos.

El padre toma la iniciativa. Con ternura y con comprensión. Lo hace claramente. No sabe el hijo mayor apreciar el don de ser hijo. No sabe amar. El otro, el hijo menor, en la vida real, se había dado cuenta de lo que amaba a Dios. La parábola presenta la manifiesta ternura de un Dios capaz de resucitar a los hijos si se abren a esa ternura y se hacen capaces de ternura el uno al otro. Es una invitación a eliminar el espíritu de revancha, el espíritu de rivalidad, y entrar en el espíritu de respeto y de fraternidad, que precisamente hoy, en este día en que celebramos esta solemnidad de Dios, en quien creemos, se nos pide. Por que Dios nos dice: sois una gran familia. Sois hijos de Dios. Sois hermanos. Os he enseñado cómo hay que vivir en este mundo. Qué camino tenéis que recorrer. Cómo soy yo realmente. Y cómo me comporto con vosotros. Haced lo mismo.

Y otra estampa es la del fariseo y el publicano. Esa parábola. Dos personajes en contraposición, que representan dos posiciones extremas: el observante de la ley, y separado de todos lo demás, que se siente en pureza legal; y el recaudador de impuestos, considerado por sus paisanos como un explotador y colaborador de los romanos, señalado por los demás. La parábola intenta desenmascarar el egoísmo sin medida y las apariencias. Desenmascara una concepción de la religión con apariencias de piedad. Con apariencias de oración. Y Dios no puede ser tapadera o instrumento de quien no considera que hay que pedir a Dios. Hay que situarse ante Dios. Hay que ponerse en las manos de Dios. Frente al publicano, ¿veis?, que se mantiene lejos, sin atreverse a mirar, callado, de rodillas, sin levantar la cabeza. Es la plegaria de un pobre que se entrega y pone la vida en manos de Dios.

Queridos hermanos que vais a recibir el diaconado: hoy, en el altar donde el Señor celebró la última cena, y donde antes de celebrar la última cena se arrodilló y nos dijo que sirviésemos a los demás, servid esta diaconía. La de Jesús. Esa que se nos muestra en estas tres estampas. No las olvidéis nunca. Es fácil de recordar. Sed samaritanos. Id a donde la gente está sufriendo. Acercaos, y no os desentendáis de quien sufre. Id también con el rostro de ese padre bueno que representa Dios en la parábola del padre misericordioso del hijo pródigo. Y dentro de los que encontréis, seguro que encontráis aquellos que vienen y quieren buscar el abrazo de Dios porque han experimentado decepción en la vida, como el hijo menor, pero también gente que incluso está junto a vosotros pero que le parece mal que recibáis a quien se marchó por el motivo que fuere. También este necesita conversión. También este necesita que vosotros le enseñéis, sirviéndole y amándole, el rostro de Dios. Y situaros siempre también ante Dios con necesidad de Él. No os sintáis en propiedad de la verdad. La verdad solamente es el Señor. Acoged y situaros acogiendo esa verdad, que es Jesucristo nuestro Señor. Invitados, en este día de la Santísima Trinidad, en el que vais a ser ordenados, a realizar esta revolución de le ternura que por supuesto tiene que ver con el mandamiento nuevo del amor: amaos los unos a los otros como yo os he amado.

Que el Señor os bendiga. Que bendiga nuestra iglesia diocesana, y la iglesia entera. Aquí vais a ser ordenados los que estáis estudiando en el seminario metropolitano y los que estáis estudiando en el Redemptoris Mater para salir a la misión, para iros a otros lugares de la tierra donde os manden. Donde os mandemos. Pero es verdad que donde estéis, tenéis que asumir esta diaconía que tan bellamente el Señor nos expresa en estas tres estampas que os quiero regalar en este día de vuestra ordenación.

Que el Señor os bendiga. Pablo, Carlos, Juan, Jesús Francisco, Francisco Javier, Francisco, Miguel, Jorge, Carlos, Alejandro, Martín, Alejandro, José Ignacio, Jesús, Gabriel, Jean Ives, Rubén, José María, Theodore y Antoine. Acoged este regalo. Seguro que la gente que hoy está con vosotros -amigos, familia, hermanos- están contentos, porque no hay cosa más bella que dejarse organizar la vida por Jesucristo nuestro Señor, como lo va hacer ahora ordenándoos diáconos para que seáis servidores del amor de Dios a todos los hombres.

Que así sea.

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