Homilías

Miércoles, 12 mayo 2021 13:59

Homilía del cardenal Osoro en las ordenaciones presbiterales (8-05-2021)

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Queridos obispos auxiliares don Juan Antonio, don José, don Santos y don Jesús. Queridos rectores de nuestro seminario metropolitano y de nuestro seminario misionero Redemptoris Mater. Vicarios episcopales. Vicario general. Queridos hermanos sacerdotes. Queridos David, Arsenio, Pablo Javier, José Pablo, Bernabé, Pedro Ignacio, Maxi, Ignacio, Carlos, Fran (Francisco Javier), Francisco y Francis. Queridas familias. Hermanos y hermanas todos.

Estamos viviendo un momento de una profunda intensidad en la vida de la Iglesia. Es más, hoy quizá estos doce hermanos nuestros que van a ser ordenados nos remiten a aquel momento en el que el Señor instituye la Eucaristía e instituye el ministerio sacerdotal. Y nos regala ese mandato de construir un mundo de hermanos. Hoy, vosotros doce, de alguna manera, expresáis aquel momento. Y así yo os invito a vivir en esta tarde esta ordenación: remitirnos al cenáculo. El Señor no está invitando a hacerlo también a través de vosotros doce en este tiempo de pandemia, donde quizá se hace más evidente para todos nosotros esta necesidad de anunciar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Es cierto. Vuestra vida, no es porque aquí veamos cosas espectaculares, pero el Señor os va a regalar su propio misterio y su propio ministerio. A través de mí, como sucesor de los apóstoles, el Señor os lo regala para que lo viváis siempre con una intensidad especial. Lo hace en este sexto domingo de Pascua, donde el Señor nos ha permitido escuchar su Palabra, en la que nos ha invitado a ser hombres como todos los hombres, pero amados para amar. A eso vino Jesús. Lo hemos escuchado. A amar a los hombres.

En segundo lugar, el Señor os regala su misterio y su ministerio para alentar siempre y vivir diciendo nosotros, no los otros y los otros. Nosotros. Somos hermanos. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El Señor nos ha dicho: «Sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando». Y os va a configurar así el Señor en un momento de la vida de la Iglesia y de la vida del mundo especial y singular.

Y, en tercer lugar, sabeos elegidos por el Señor. No lo habéis elegido. Os elige Él para que deis el fruto que Él quiere confiaros en vuestra vida. El Señor está grande con nosotros. Está muy grande con vosotros, queridos hermanos.

Sobre estas tres cuestiones, yo quisiera detenerme un momento para acercar a vuestra vida y ver que hoy se va a cumplir esta Palabra. Os va a configurar el Señor de esta manera. Para que la hagáis verdad en vuestra existencia. Para que seáis hombres con esa capacidad especial de hacer de este mundo algo importante. Mirad, si de verdad sentimos que el Señor nos ama y que nos llama a regalar ese amor; si de verdad experimentamos que somos los amigos del Señor –así nos ha llamado–, y una amistad especial porque nos regala lo que Él mismo es para que nosotros sigamos prolongándolo en medio del mundo; si el Señor, incluso, como habéis escuchado en el Evangelio, nos elige, se ha servido de muchas cosas a través de vuestra vida, cada uno de vosotros estábais en otros caminos distintos, incluso profesionales, y sin embargo habéis sentido la llamada del Señor... ¿Para qué? Mirad. Haced una Iglesia cada vez más católica. Sí. Cada vez con más fieles a ser católicos, realizando aquella expresión del apóstol Pablo que tiene tanta fuerza para nosotros: «Uno solo es el cuerpo y uno solo es el Espíritu, así como también una sola es la esperanza a la que han sido llamados: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo». La catolicidad de la iglesia, su universalidad, es una realidad que nos pide ser acogida en cada época; es la gracia que el Señor nos prometió para siempre; y es su Espíritu; y es esta ordenación la que os hace abrazar con todas vuestras fuerzas a todos los hombres para crear comunión en la diversidad; para armonizar las diferencias; para no imponer, sino para hacer descubrir que yo soy hijo de Dios como todos los hombres, y por tanto soy hermano de todos. Por eso, todo sacerdote, como todo bautizado, pero especialmente vosotros, donde quiera que os encontréis, tenéis que hacer ver que sois miembros de la única Iglesia, de la única familia que Dios ha querido hacer en esta tierra, y que está extendida a través de todos los pueblos, y en todas las culturas y en todas las áreas.

Hoy el Señor os invita a todos vosotros a salir a las periferias, no solamente de la pobreza, sino existenciales, para curar a todas las personas que encontréis en el camino, sin prejuicios, sin miedos, sin proselitismos, pero dispuestos a ensanchar el espacio que tiende a acoger a todos los hombres. Una Iglesia cada día más católica. Esta Iglesia que os regala hoy, a través de mí, el ministerio sacerdotal. Y que os hace vivir con todas las consecuencias, como voy a deciros ahora, lo que el Señor nos ha dicho en el Evangelio que acabamos de proclamar. Sois hombres como todos los hombres, os decía. Es verdad. Hombres como todos los hombres, pero amados por el Señor para amar. ¿Os habéis dado cuenta la fuerza que tiene la primera lectura que hemos proclamado en este sexto domingo de Pascua? «Levántate, que soy un hombre como tú». Es verdad. Igual que todos los demás sois. Pero habéis sido elegidos por el Señor. Hoy el Señor, por la ordenación, os regala su misterio, su ministerio. Lo mismo que se lo regaló a aquellos doce con los que comenzó la evangelización. Dios no hace distinciones. Dios no hace distinciones.

Queridos amigos, los que os vais a ordenar. Queridos diáconos. Es un momento importante para vuestra vida y para la vida de la Iglesia este que estamos viviendo. «¿Se puede negar el bautismo a los que reciben el Espíritu Santo?», dijo Pedro, como hemos escuchado. Nosotros estamos para entregar la vida de Dios. Dedicaros a entregar esta vida. Que esta sea vuestra pretensión y vuestra tarea. Pero, además, como habéis escuchado en el Evangelio, no estáis solos. Vosotros sois amados por nuestro Señor Jesucristo. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo». Hombres como todos los hombres, pero especialmente amados por el Señor. No habéis hecho ninguna cosa especial para ser elegidos para el ministerio sacerdotal. No habéis hecho unas oposiciones singulares. No. El Señor os ha llamado. Os ha elegido. Habéis sentido su amor. Sentid el gozo de comunicar este amor a todos los hombres. «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor».

¿Y en qué sintetiza el Señor los mandamientos? «Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos». Que vuestra vinculación con el Seño sea permanente. Si olvidáis esto, llegaréis a apagar el gozo con el que venís hoy a ordenaros. Nunca olvidéis que la tarea que el Señor os regala nace de Él. No nace de nuestros triunfos. Nace de Él. Y que por tanto es con Él con el que tenemos que tener una intimidad especial, sin olvidarlo nunca, porque entonces perderemos perspectivas de nuestro ministerio. Sí. Hombres, es verdad, como todos los hombres. Pero amados especialmente por el Señor para amar. Y estructurada nuestra vida, como lo va a hacer el Señor en la ordenación, para que regaléis este amor del Señor.

En segundo lugar, alentar a vivir diciendo siempre nosotros. ¡Qué grande es esto, queridos hermanos!. No solamente el Señor os ama y os muestra este amor regalándoos su ministerio y su propio misterio, sino que el Señor os hace ampliar horizontes. «La altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor. Es el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana», nos recordaba el Papa Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est. La altura espiritual de una vida humana. Amados para amar, pero diciendo nosotros, y no los otros. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Y vuestros amigos son todos los hombres. No hay especialmente un grupo. El Señor os envía a todos los hombres para alentar y vivir diciendo nosotros. Qué bien nos lo ha recordado el Papa Francisco en la última encíclica Fratelli tutti. Hay que empezar a saber decir y a comunicar el nosotros. No estos y los otros. Nosotros. El Señor nos regala su amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando». Queridos hermanos: qué maravilla. Esta amistad alcanza su plenitud cuando os regala a vosotros todo. Lo que es el Señor, os lo da todo. Para que lo anunciéis. Os da la posibilidad de la grandeza de decir: «Tomad y comed que esto es mi cuerpo». Os da la grandeza de decir: «Yo te absuelvo, yo te perdono». Pero eso significa también, y muy especialmente, que vosotros tenéis que ser capaces de sentir esa amistad con el Señor. Nos regala su amistad. Nos regala su intimidad. Cultivadla. Siempre. No hagáis paréntesis. Habrá momentos en que pueda costarnos más o menos. No todos los días estamos de la misma manera. Pero no podemos olvidar que Jesús nos ha dicho: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando». Y Él os regala lo máximo que se puede hacer entre los hombres.

En tercer lugar, no solamente sentimos el amor del Señor; no solamente la amistad y esa relación de intimidad en la que el Señor nos está hablando, sino que hemos sido elegidos. No hemos hecho la elección nosotros. Hemos sido elegidos. Recordad que estos días pasados, estos domingos pasados, proclamábamos la Palabra del Señor en la que nos recordaba lo que era el buen pastor. Recordábamos también cuando el Señor nos decía: «Yo soy la vid verdadera, vosotros los sarmientos». No olvidemos esto. El Señor nos lo ha dicho: «No me habéis elegido. Soy yo el que os he elegido. Os he destinado a que deis fruto». «Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado». Concentrar la atención en el otro: dice santo Tomás que esto es lo más importante. El amor es mucho más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia al otro. Y esto es algo que el Señor nos quiere dar. «Os he elegido y os he destinado para que deis fruto». Considerando lo valioso, digno, grato, bello. Más allá de las apariencias físicas o morales, el Señor nos pide que amemos al otro con todas las consecuencias. Esta forma de relacionarnos es la que hace posible esa amistad con Jesucristo que nos lleva a tener la amistad con todos los hombres.

«Este es mi mandamiento: que os améis». Hay que subrayar que cuando Jesús habla del mandamiento, usa el adjetivo singular mi. El mandamiento. «Este es mi mandamiento». Es el suyo, porque es Él quien nos ha dado con su palabra y con su vida el modo concreto de vivir este mandamiento. Pero además el Señor añade: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Es muy bonito que esta tarde el Señor os dé todo. «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mande». Ser cristiano es ser amigo de Jesús. Pero ser sacerdote es provocar la amistad con Jesús también en los demás. Solo con esta amistad con Jesús experimentamos lo que es bello, lo que es bueno, lo que nos hace libres de verdad.

Estamos en un momento de la historia de la humanidad en el que hay un mundo herido. Herido por muchos motivos. Y los cristianos no podemos permanecer indiferentes. El único designio de Dios sobre el mundo es el amor y la vida. Y esa solamente la da Jesucristo. Y para eso os ha elegido a vosotros: para que regaléis su amor, provoquéis que se ame como el Señor nos amó, y entreguéis también su vida. Queridos hermanos: esta es la Iglesia que os regala hoy el ministerio sacerdotal. Esta es la Iglesia católica de la cual os hablaba hace un momento. A todos los hombres se nos invita a caminar juntos hacia un nosotros cada día más grande. Se nos invita a recomponer la familia humana para construir un futuro distinto. Pero, especialmente, se nos invita a los sacerdotes, a quienes el Señor nos regala su misterio y su ministerio. El futuro de este mundo es un futuro, como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II, lleno de color, enriquecido es verdad por diversidad, por relaciones interculturales; pero tenemos que aprender a vivir juntos en armonía y en paz. Y esto es a lo que el Señor también nos convocó el día que instituyó el ministerio sacerdotal, y el día que instituyó la Eucaristía. En esos momentos, también nos convocó a la fraternidad. Por eso, donde todos los pueblos estén, nosotros, en el lugar donde estemos, hemos sido o hemos de llamar a la unidad, a la paz, a la concordia, a descubrir la bondad de Dios, a descubrir las maravillas de la creación, a descubrir todos los encuentros que tengamos los hombres; encuentros donde se produzca el milagro de estar juntos. Y eso no vale teorías. Hay que hacerlo con la vida. Y todos los cristianos están llamados a hacer esto. Pero, de un modo especial, nosotros, los sacerdotes.

Como veis, os entrego un sueño. Pero un sueño que comenzó hace ya 21 siglos. Un sueño que fue protagonizado por los discípulos primeros del Señor. Un sueño que ha sido protagonizado por tantos y tantos hombres, a través de la historia, en todas las partes de la tierra. Y un sueño que a vosotros el Señor os quiere regalar. Aquel sueño que el profeta Joel de alguna manera nos relata de una forma especial cuando dice: «derramaré mi Espíritu». Sí. «Y sus ancianos», él hablaba del pueblo de Israel. «Y sus ancianos tendrán sueños, y los jóvenes tendrán visiones». Estamos llamados a soñar también juntos. A soñar lo que Jesús soñó. Allí. En el día en que nos regaló la Eucaristía. El ministerio sacerdotal. Estamos llamados a soñar, a quitar los miedos. A hacerlo juntos, además. Nunca separados. Y nunca separados de la estructura y el diseño que el Señor quiso hacer de la Iglesia. Somos compañeros. Amigos de Jesús. Nos lo ha dicho Él. Permanezcamos siempre en esta mistad. Hoy, Señor, te pedimos que estos doce hermanos nuestros, que tienen la alegría de que tú les regalas el ministerio sacerdotal, encuentren siempre esa acogida en la Iglesia, donde experimenten la grandeza de lo que hoy, en tu Palabra que se proclama en toda la Iglesia, les propones. Que nunca pierdan este diseño: somos amados por Dios mismo. Que nunca pierdan que tú nos regalas la amistad, y esa amistad hay que cultivarla. Que nunca pierdan que la elección no es de ellos: ha sido tuya.

Queridos hermanos: todo esto vamos a vivirlo de una forma especial ahora, en la ordenación. Os invito a participar activamente en este momento sublime en la vida de la Iglesia y en la vida de nuestra archidiócesis de Madrid, donde doce hermanos nuestros más van a iniciar, por la ordenación, el ministerio sacerdotal, para vivir estas realidades de las cuales os hablaba: para vivir en la Iglesia la catolicidad, no romper nunca esto que el Señor nos ha regalado, aunque tengamos que sufrir. Para hacer posible siempre lo que el Señor nos ha dicho: que tenemos que hacer siempre un nosotros e incorporar siempre a otro, aunque sea diferente, junto a mí. Solo así somos católicos. Y que nunca dejemos de soñar.

Queridos hermanos: que el Señor os bendiga siempre y os guarde. Y vamos a vivir este momento con vosotros con toda la intensidad. Le pido al Señor que derrame su gracia en vosotros y en todos los que estamos aquí, para descubrir lo que significa este momento en la vida de la Iglesia de doce sacerdotes más para anunciar a Jesucristo y hacer las veces de Cristo en medio de todos los hombres. Que así sea.

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