Homilías

Lunes, 13 enero 2020 16:49

Homilía del cardenal Osoro en Santa María, Madre de Dios, y Jornada Mundial de la Paz (1-01-2020)

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Queridos don Jesús, don Santos y don José, obispos auxiliares de Madrid. Queridos vicario general. Vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Queridos seminaristas. Hermanos y hermanas.

«Que Dios tenga piedad y nos bendiga» hemos recitado juntos en el salmo que hemos cantado. Le hemos hecho una petición al Señor al iniciar este año: tenga piedad, nos bendiga, ilumine nuestro rostro, nuestra vida, conozcamos los caminos que Dios quiere que tengamos, y que todos los pueblos conozcan la salvación de Dios. Pero al mismo tiempo hemos querido hacer un reconocimiento, y es que es necesario que canten de alegría todos los pueblos porque Dios es el que rige este mundo y el que gobierna de verdad todos los pueblos, todas las naciones. Y es necesario que nosotros, los discípulos de Cristo, seamos capaces de hacer este canto en verdad a todos los hombres. Especialmente no solamente con palabras, que también son necesarios, sino con nuestra propia vida. Y por eso hoy tenemos todos un deseo, Señor: todos los que nos encontramos nos decimos unos a otros Feliz año, que venga la paz, que venga la justicia. En el fondo es un deseo de que los pueblos alaben al Señor y que seamos bendecidos siempre por el Señor.

Al entregaros en este inicio del año esta meditación sobre la Palabra de Dios que acabamos de proclamar, yo la resumiría en tres palabras que quisiera quedasen en vuestro corazón: bendecidos, titulados e invitados. Tres palabras con las que iniciamos este año, y que el Señor nos ha dicho así que lo iniciemos.

Bendecidos. Sí, queridos hermanos. Como hemos escuchado en la primera lectura, Aarón recibió un mandato de Moisés: después de que habló el Señor a Moisés, le dijo a Aarón, un sacerdote: busca y da esta fórmula, bendice a los hijos de Israel. El Señor hoy bendice a todos los hombres, y nos bendice a todos los hombres a través de nosotros también. El Señor nos ha dicho que nos protege, que nos bendice, que nos ilumina, que nos regala su favor, que nos ha mostrado su rostro; es lo que hemos vivido en estas navidades: la venida del Señor a este mundo ha mostrado rostro, rostro humano, y nos ha dicho qué rostro tenemos que tener también nosotros, imitándole, identificándonos con nuestro Señor Jesucristo. Y nos ha dicho también que Él nos da la paz.

Hoy estamos celebrando esta Jornada Mundial de la Paz que desde hace muchos años fue establecida por san Pablo VI. Nosotros hoy también, con esta bendición que recibimos del Señor, invitemos a los hombres a entrar a conocer a Cristo. Porque por una parte Él es el que nos da la esperanza. En un año nuevo todos aquí estamos invitados a conocer al Señor para hacer eso que el Papa Francisco nos está invitando a hacer a todos los cristianos: esa salida misionera a un mundo que tiene necesidad, tiene urgencia de encontrar otra manera de vivir. Y es que lo viejo, queridos hermanos, ha pasado; y lo nuevo ha comenzado. Salgamos de la comodidad y atrevámonos a llegar a todos los lugares, geográficos y existenciales, en los que es necesario que entre Jesucristo para regalar su luz y su vida.

Entremos nosotros también, al comienzo del año, en esta dinámica del Señor. De este Jesús que toma la iniciativa. Toma la iniciativa y nos ha bendecido a todos nosotros, como habéis escuchado. Sí, hay que vivir en la dinámica del don, de salir de nosotros mismos. Hay que vivir en esa intimidad con Jesús, que es una intimidad itinerante, que la hacemos en el camino de la vida, en todas las circunstancias, que nos acompaña, que nos involucra en su manera de salir al encuentro de todos los hombres, que se pone de rodillas para lavar los pies a todos los hombres, que achica las distancias, que se abaja, que asume la vida humana, y que acompaña al hombre en todos los procesos que pueda vivir en su existencia. Queridos hermanos: tengamos paciencia. Y sepamos gozar, festejar y celebrar esta bendición. Somos bendecidos para entregar esperanza.

En segundo lugar, somos titulados. Lo habéis escuchado: el título más bello, más grande, más hermoso que existe es el que hemos escuchado de labios del apóstol Pablo cuando se dirigía a los cristianos de Gálata. Les decía Pablo: sois hijos de Dios, este es vuestro título, y precisamente porque sois hijos de Dios sois hermanos de todos los hombres. Somos hijos en el Hijo. Y, por ello, queridos hermanos, hermanos de todos los hombres. Jesús no estorba. No estorba, queridos hermanos. Acojamos su paz. Nos lo dice Él: se puso en medio de los hombres y les dijo: paz a vosotros. El Papa Francisco, en el mensaje que nos entrega precisamente en esta Jornada Mundial de la Paz, nos habla de que es necesario que esta humanidad si quiere lograr la paz vuelva a Dios. Porque es el único que nos ilumina y nos dice el título que tenemos: hijos. Y por eso, hermanos, mientras no veamos esto, y no vivamos este modo de existir, no se logrará esta paz. Entremos a tomar conciencia de lo que significa esta paz de Jesús. La paz es la vida de Él que se nos regala.

Qué fuerza tienen las palabras del Concilio Vaticano II cuando nos dice: toda la renovación consiste esencialmente en el aumento de fidelidad a la vocación a la que hemos sido llamados. Sí. Hijos de Dios. Hermanos de todos los hombres.

Cristo está llamando a la Iglesia a una perenne reforma de la que la Iglesia misma en cuanto institución humana y terrena tiene siempre necesidad, nos decía el Concilio Vaticano II. Salgamos la Iglesia por los caminos de este mundo anunciando a los hombres en verdad, en justicia y en paz. Que somos hijos de Dios. Que todos los hombres son hijos de Dios. Dejemos que Cristo se ponga en medio de nosotros para que así transformemos nuestra vida y hagamos una opción misionera, donde tengamos la valentía de cambiar todo lo que sea necesario con tal de convertirnos en cauce adecuado para que los hombres se enteren de verdad que tenemos un Padre que nos ha hecho hermanos a todos.

¿Cómo despertar la grandeza y la valentía para seguir a Jesús afrontando este desafío de la paz que tenemos todos los humanos?.

¿Veis, queridos hermanos?. Bendecidos, sí. Pero también titulados. Tenemos un título. Nunca lo olvidemos. No lo olvidéis en vuestra familia, en vuestras relaciones, en los compromisos que tengáis, en el trabajo, en todas las situaciones que vivamos… Nunca dejemos este título que ha sido Dios mismo el que nos lo ha dado. El día de nuestro Bautismo nuestro Señor entró en nuestra existencia, su vida entró en nuestra vida, hijos en el hijo y hermanos de todos los hombres.

Y en tercer lugar, queridos hermanos, invitados. Somos invitados. Lo habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado. Invitados a contemplar al Señor, como lo hicieron los pastores. Haced por un instante esa composición de lugar de la cual nos habla san Ignacio de Loyola en los ejercicios espirituales. Invitados. Somos pastores también. Los pastores en el pueblo de Israel… su fama no era precisamente grande y buena. Era gente pues que su vida tenía siempre algo que decir. Como la nuestra, queridos hermanos. Todos tenemos algo en nuestra vida que ciertamente no nos identifica con el hijo, con nuestro Señor. Por eso, es necesario, que como los pastores adoremos al Señor. Nos lo ha dicho el Evangelio: ellos fueron rodeados e iluminados por la luz del Señor, como esta mañana nosotros lo somos también con su palabra. Y lo vamos a ser con su presencia real en el misterio de la eucaristía. Y los pastores fueron rápidamente. Fueron a Belén. Fueron a ver a Jesús. Se arrodillaron ante el Señor. Y contaron lo que habían oído al ángel que los habían envuelto en aquello luz.

Somos pastores también. Necesitados de su luz. Seamos valientes para situarnos delante de nuestro Señor. Comencemos este año como todos los que estáis aquí lo queréis comenzar: arrodillados antes el Señor, como los pastores. Sabiéndonos pastores pero al mismo tiempo sabiéndonos hijos de nuestra madre María a quien el Señor nos la entrega. E imitemos a nuestra madre. Situémonos en el regazo de nuestra madre. Nos dice el Evangelio que ella conservaba todo lo que veía y contemplaba en su corazón. Y meditaba en su corazón todo lo que había sucedido, desde aquella llamada que tuvo santa María para pedirle a Dios que prestase la vida para dar rostro a Dios en este mundo. Hasta después, toda esa historia singular de la presencia de Dios en este mundo, mientras estuvo en este mundo al que siempre María acompañó.

Queridos hermanos: es necesario que también nos situemos en el regazo de nuestra madre. De Santa María. Situémonos en él. Es madre. Es madre y nos dice quién es su hijo. Es madre y como recordáis en las bodas de Caná dijo: haced lo que Él os diga. Es madre que nos lleva al recuerdo y a la memoria de aquello que tenemos que hacer en nuestra vida para situarnos como verdaderos hijos de Dios.

Pero es verdad: somos pastores. Pero seamos como los pastores de los que nos habla el evangelio: que vieron al Señor, lo adoraron, contaron lo que había pasado y se volvieron, marcharon por los caminos dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían oído y por lo que ellos mismos habían visto. Igual que nosotros, queridos hermanos. Qué diferencia abismal existe cuando contemplamos al Señor, cuando le dejamos entrar en nuestro corazón, cuánta paz tenemos y cuánta paz damos y cuánto perdón entregamos. El Señor cambia nuestra existencia. Como los pastores, también nosotros somos invitados a esta contemplación sincera y abierta de nuestro Señor.

Queridos hermanos: llevemos precisamente por eso la alegría del Evangelio. Qué palabras certeras las que hemos escuchado en el Evangelio: cambian nuestra manera de vivir y de hacer. Nos hemos llenado de alegría con el nacimiento de nuestro Señor. Hermanos, la humanidad vive una nueva etapa de la historia. Estamos en una nueva etapa de la historia. No es que se esté fraguando: estamos ya en ella. Es de alabar los grandes avances que se han realizado en todos los ámbitos: de la salud, de la educación, de la comunicación… Pero no olvidemos que muchos hombres y mujeres hoy, y muchos niños viven en la precariedad con consecuencias también funestas: miedo, desesperanza, falta de alegría, falta de respeto.

En la Navidad, en el comienzo de este Año Nuevo, hemos de decir contemplando al Señor No a una situación que mate o excluya. No puede ser que sea noticia la caída de los puntos de la bolsa y no lo sea un anciano que muere de frío o un niño que muere de hambre. No hagamos un mundo de sobrantes. Todos somos necesarios. Todos somos iguales e hijos en dignidad. No reduzcamos al ser humano a una sola de sus necesidades como es el consumo. No ignoremos nunca la ética de servir a los hombres en todos los aspectos de la vida. Son iguales en dignidad. Es necesario que todos tengan las oportunidades.

Queridos hermanos: es necesario y urgente que se erradique la violencia de este mundo. Ante el Señor, queridos hermanos, que manifestó el poder y la grandeza de Dios, reconocida por los pastores, reconocida por nuestra madre, Santa María; ante este Dios, no asistamos dormidos o con reduccionismos absurdos del ser humano. Al ser humano hay que verle en su totalidad. Y tiene necesidad de Dios. Tiene hambre de Dios. Más que nunca lo estamos experimentando en estos momentos de la historia, queridos hermanos. Por eso, no arrinconemos a Dios. La paz viene si contamos con quien la entrega. Y con quien nos quita las armas que pueden crear violencia, que no solamente son las armas materiales, las armas de nuestra existencia: la envidia, el odio, el que este piensa distinto…. Jesús nos dice:  sois hermanos. Hagamos posible, queridos hermanos, hagamos viable que contemplar a Jesús es una gracia. Es verdad que es un misterio desconcertante: la Encarnación. Es verdad. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo. Este misterio es el que la iglesia, todos nosotros, tenemos que estar empeñados en entregar a los hombres y regalar a todos los hombres.

Cuando adoréis, al Señor pedidle y digámosle: Señor, que yo proclame tu grandeza. Que yo proclame tu grande con mi vida, en mi familia, en mi trabajo, en mis relaciones, en las responsabilidades sociales que todos tenemos. Que sea tu amor mi arma para cambiar este mundo y para vivir en esta tierra.

Queridos hermanos: feliz año nuevo. Bendecidos sois. Sí: habéis sido bendecidos. Tenéis un título: hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Y tenéis una manera de ejercer este título. No olvidéis la escuela, la que tuvieron los pastores y la que tuvo Santa María, Nuestra Madre.

Jesucristo Nuestro Señor, que se va hacer presente aquí, hoy, en el misterio de la Eucaristía, que aquí el hoy prolonga el misterio de la encarnación, sí, sigue estando presente entre nosotros, lo podemos adorar, lo podemos tener en nuestro corazón y en nuestra vida, podemos alimentarnos del Señor. Que así sea.

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