Homilías

Miércoles, 23 septiembre 2015 12:48

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Misa de envío de profesores de Religión en la catedral de la Almudena (22-09-2015)

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Querido don Avelino, vicario general de nuestra archidiócesis de Madrid. Queridos hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas.

Es una gracia tremenda el poder estar juntos aquí, para mí, junto a vosotros, que tenéis una misión especial, que es intentar llevar al corazón de los jóvenes esa dimensión trascendente que nos ha revelado Jesucristo nuestro Señor cuando nos dijo de verdad quiénes éramos los hombres, qué misión teníamos, qué capacidad teníamos también en nuestra vida, porque él siempre está en ayuda de nuestra debilidad. Qué misión más maravillosa poder decir a quienes están iniciando la vida y tienen todas las posibilidades del mundo, que hacerles descubrir que lo más grande que se puede hacer en este mundo es estar al servicio de los demás, como Dios mismo se puso, a la manera en que nuestro Señor Jesucristo os enseñó.

Qué maravilla, queridos hermanos, el poder haber escuchado y cantado lo que hace un momento cantábamos: el Señor es mi luz y mi salvación. Y digo que es una maravilla poderlo cantar porque al mismo tiempo nosotros sabemos lo que el apóstol Pablo nos decía: que llevamos un tesoro, que es Jesucristo, pero lo llevamos en vasijas de barro, que son nuestras vidas; vasijas que tenemos la experiencia, todos los que estamos aquí, que de vez en cuando nos rompemos, que a menudo a veces nos sentimos que somos vasijas pero no estamos llenos de lo que debía de tener y contener esa vasija. Pero, al mismo tiempo, hermanos y hermanas, qué grandeza es haber podido escuchar y cantar nosotros mismos lo que el Señor hace en nuestra vida: es nuestra luz. Si hacemos algo en la vida es porque la luminaria es Él, no nosotros. Él es también nuestra salvación. Si regalamos horizontes a los demás, si les damos a los demás unas perspectivas, es porque el Señor, el Salvador, no hace experimentar en lo más profundo de nuestro corazón su cercanía, nos hace experimentar su cercanía incondicional a todos nosotros.

Por eso, me vais a permitir deciros, después de haber escuchado esta Palabra de Dios, que el Señor hoy, cuando estamos celebrando aquí, en la Catedral -profesores de Religión, tanto de los colegios públicos como de los concertados, también profesores de nuestros colegios diocesanos y de otros colegios- qué profundidad adquiere la vida cuando sentimos en primer lugar que el Señor nos hace un encargo. En segundo lugar, el Señor quiere que hagamos un compromiso. Y en tercer lugar el Señor nos propone una tarea que en estos momentos de la historia es una maravilla poder realizarla, y cuando quizás, sobre todo en el mundo occidental, se olvida o se está olvidando esa dimensión esencial del ser humano que es la que le hace trascender a sí mismo, la que vino a regalarnos y a hacernos experimentar nuestro Señor Jesucristo.

El Señor nos hace un encargo. Lo habéis escuchado del apóstol San Pablo en esta segunda carta a los Corintios, en este texto que hemos proclamado, el capítulo 4 de la segunda carta a los Corintios. Hemos sido encargados de un ministerio, no porque tengamos unas dotes especiales, sino por pura misericordia, de un ministerio excepcional queridos hermanos. ¿Sabéis lo que es el decir a unos jóvenes que sus medidas son las de Dios mismo? ¿Sabéis lo que es acercar a unos jóvenes que están en el inicio de la vida, y a unos niños, las medidas de Dios, que no son conquistadas por nosotros, sino que son un regalo precioso de Dios a los hombres? ¿Sabéis lo que es hacer este encargo en este momento de la historia en el que no es fácil, sobre todo en nuestro mundo occidental, donde hemos sido abarrotados, llenados de tantas y tantas cosas, pero que al mismo tiempo son cosas que nos han vaciado tremendamente?

Había un vídeo muy antiguo pero que seguro que alguno de vosotros lo habéis visto: el de los pozos. El pozo normalmente tiene agua, pero si voy echando basura, y basura y basura, llega un momento en que se llena de basura y deja de tener agua. Es una imagen preciosa para ver lo que podemos hacer también con el ser humano cuando le llenamos de cosas y cuando dejamos de decirle lo que en verdad es él.

Queridos hermanos, como decía el apóstol: vamos a renunciar y a tener valentía para no vivir en la clandestinidad vergonzante, para no ver que lo nuestro es una beatería de un grupo de gente que tiene pues una misión. No, no: lo nuestro es necesario, es vital, es trascendente para la vida de los hombres, lo vuestro, lo hacéis día a día, lo que entregáis a los niños y a los jóvenes: no tenéis intrigas, no falseáis la palabra de Dios, no falseáis el canto de la Santísima Virgen María, que es el ser humano que mejor ha percibido la necesidad de Dios en la vida, cuando Ella misma proclama y dice: proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi Espíritu en Dios mi Salvador. Sí. No os predicáis a vosotros mismos: habláis de Jesucristo, del Señor, habláis de una luz que cuando se tiene elimina las tinieblas, las personales y las colectivas, de una luz necesaria para esta humanidad. Esta tierra en la que nosotros habitamos, esta familia que formamos todos los hombres, será verdadera familia si brilla esa luz que es Jesucristo, que elimina las tinieblas del ser humano. Si resplandece esa luz. El Señor os hace este encargo. Lo habéis escuchado en su palabra.

En segundo lugar, el Señor os pide un compromiso. Sí, queridos hermanos: el compromiso de ser sal y luz. De dar sabor a esta historia, a esta vida, y hacer posible que quien esté a vuestro lado, quien reciba la enseñanza, quienes perciban vuestro magisterio, vean también que el compromiso que el ser humano tiene en la vida es dar sabor, dar luz, iluminar, quitar sombras, quitar desesperanzas, quitar desilusiones, dar la verdadera energía que cambia la vida y el corazón y la historia de los hombres. Es importante, queridos hermanos y hermanas, que caigáis en la cuenta de la misión maravillosa que el Señor os ha regalado: no fácil, no reconocida muchas veces, sí discutida en muchas ocasiones. Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo. Pero este compromiso, queridos hermanos y hermanas, que asumís requiere que no os desaléis, que nos hagamos insípidos, que no caigamos en la tiniebla, que no demos una luz mediocre que quizá nos hace que no tropecemos pero no da luz verdadera, no nos hace distinguirnos los unos de los otros; que tengáis la valentía de hacer el compromiso de no ocultar esta luz, que tengáis la valentía de hacerlo precisamente en un momento de la historia donde a veces se discute si esta luz tiene que estar o no.

El papa Francisco, en la última encíclica «Laudato si», dice que el verdadero problema ecológico de mantener limpia la casa, de hacer posible que en la casa puedan vivir todos y sea de todos y para todos y al servicio de todos, y especialmente al servicio de los que más lo necesitan, es precisamente la crisis antropológica, la crisis que el ser humano tiene porque no sabe en verdad quién es. Porque a veces es insípido, no da luz, ni percibe la luz, ni la entrega. A veces la oculta, a veces deserta de esa luz que es precisamente la que le ha dado la vida y la que le ha dado la casa y el lugar donde vive y tiene que vivir en comunión con los demás. Asumamos este compromiso. Hacedlo, queridos profesores.

Porque, en tercer lugar, el Señor nos dice: realizad una tarea. Y la tarea que nos propone el Señor es preciosa: es la tarea de ponernos en medio de los hombres, en medio de las gentes que tenemos, al servicio de todos, pero haciendo posible que la luz a través de nuestra vida brille, que nosotros mismos demos sabor, que experimenten los que viven alrededor nuestro el sabor que tiene la vida cuando estamos abiertos a Dios.

Lo que nos decía el apóstol Pablo: la luz brilló en nuestros corazones, resplandece en nuestra vida, se reconoce a través de nosotros la gloria de Dios. Una tarea no fácil, queridos hermanos y hermanas, pero una tarea necesaria. No os sintáis nunca, los profesores de Religión, como alguien que tiene que pedir permiso para existir en este mundo; no caigáis en esa tentación: tenéis todos los permisos, porque ha sido Jesucristo mismo quien nos los ha revelado. El ser humano debe abrirse a Dios para poder servir a los demás, en todo lo que son los demás, no como a mí me gustaría que fuesen, sino como son, aunque sean enemigos míos, aunque piensen todo lo contrario. Por eso, no sois algo que sobra en este mundo: sois necesarios. El hombre y la mujer que se dedica a hacer percibir a los demás que la dimensión del ser humano trascendente es esencial, esencial para la convivencia, esencial para vivir junto al otro, esencial para respetarlo, esencial para ver las dimensiones buenas y verdaderas que existen en el corazón del ser humano. Como veis, vuestra tarea es fundamental. Que alumbre vuestra luz.

Es una tarea que requiere, es verdad, preparación; os tenéis que preparar, tenéis que estar al día, pero es una tarea esencial y fundamental. El mejor servicio que se puede hacer al ser humano es abrirle a todas las dimensiones que tiene la vida, también a la de Dios. Nos lo ha dicho el Señor. A los discípulos les dijo que la tarea más grande de nuestra vida era encender la lámpara, que es la luz misma de Cristo en nosotros, ponerla en el candelero para que alumbre, para que brille, para que dé luz, para que dé orientación, para que marque dirección, para que dé perspectivas, para que entregue horizontes... Para que dé sabor.

Esta tierra necesita sabor: sabor de bondad, sabor de servicio, sabor de entrega, sabor de fidelidad, sabor de compromiso con los que más necesitan, sabor para no retirar absolutamente a nadie de mi vida y de la vida de ningún hombre, sabor para acoger siempre a todos los hombres como Dios mismo los acoge, sabor para entregar el amor de Dios que va más allá de lo que nos merecemos, nos da incluso aquello que no nos merecemos, y ese amor es el que quiere Dios que entreguemos a los demás: el amor misericordioso, que va más allá, incluso de lo que es justo. Va más allá, tira más adelante, ofrece más. Sabor...

Queridos hermanos y hermanas. El Señor os bendiga. Sentid que una parte de la misión que el Señor me ha entregado a mí como arzobispo de Madrid la tenéis vosotros. Yo no puedo llegar a todos los sitios. Estáis vosotros y muchos más que están trabajando, entregando y regalando esta luz y este sabor. Acoged este encargo que os hace el Señor, asumid este compromiso, realizad esta tarea. Mirad: realizadla con la espiritualidad que el Concilio Vaticano II nos regala a todos nosotros. Que es la espiritualidad del Buen Samaritano. Que es la espiritualidad que Jesucristo mismo vivió: de quien se acerca a todos, quien se acerca a quien más lo necesita, a quien más tirado esté, que lo mira, que lo cura, que lo levanta, que le presta lo que tiene: su ser, su saber, su tener; que le presta la cabalgadura, como nos dice el Evangelio, que le lleva a un lugar donde le puedan curar mejor, para reconstruir su vida, y que asume el compromiso de no olvidarse de él nunca, sino de volver otra vez a verlo, para ver cómo marcha en esa curación. Asumid esta espiritualidad.

Hermanos, dentro de unos días vais a recibir una carta pastoral que he escrito con motivo del inicio de este Plan Diocesano de Evangelización. De este primer año que nos llama a realizar la conversión pastoral, a realizar la transformación misionera en nuestra vida. En esa carta, en la que os comento el texto de los discípulos de Emaús, lo que deseo entregaros es una forma nueva de hacerse presente la Iglesia en medio de este mundo y en la misión que tiene que realizar. La Iglesia no es un ente: somos todos los que estamos aquí, entre otros muchos más. Pero es una Iglesia que tiene que provocar en este mundo lo que provocó Jesús con los discípulos de Emaús, que no le conocían pero que, cuando se iba a marchar, le dijeron: quédate con nosotros que atardece. Acoged esta misión. Sintamos esta provocación también, junto al Señor, que en el misterio de la Eucaristía se hace presente entre nosotros. Seguro que al Señor le diremos, como los discípulos de Emaús: quédate con nosotros para poder realizar la misión.

Que el Señor os bendiga y que la Santísima Virgen María os acompañe en vuestra misión.

Amén.

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