Homilías

Martes, 15 septiembre 2015 10:27

Homilía monseñor Carlos Osoro en la Misa de Acción de Gracias por las Bodas de Oro y Plata matrimoniales (13-09-2015)

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Querido Don Fidel, obispo; excelentísimo Cabildo catedral, queridos hermanos sacerdotes, queridos matrimonios que hoy celebráis vuestras Bodas de Oro y Plata y que representáis a tantos matrimonios que hoy, en este año, en nuestra archidiócesis de Madrid, celebran también estas Bodas de Oro y Plata. Familias que acompañáis. Permitidme dirigirme también a la cofradía del Señor Cautivo, de la archidiócesis de Oviedo. Gracias por vuestra presencia también hoy en esta celebración. Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.

Acabamos de escuchar esta palabra que el Señor nos regala. Palabra que, precisamente, ante estas circunstancias que estamos viendo, la presencia de matrimonios que celebráis vuestras Bodas de Oro y Plata, nos hace pensar fundamentalmente en tres aspectos esenciales: el matrimonio cristiano pone en el centro a nuestro Señor Jesucristo, el matrimonio cristiano alimenta la fe porque es la única manera de sostener la adhesión a Cristo, el matrimonio cristiano se abre al proyecto de Dios y lo manifiesta, lo presenta en medio de este mundo.

Queridos hermanos y hermanas. El sacramento del matrimonio testimonia la valentía de querer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir ese amor que impulsa a ir cada día más allá. Dios lo puso todo al servicio del hombre: creó al hombre y a la mujer, los unió, los hizo a su imagen y semejanza. Este acto de amor de Dios, que hoy vosotros también manifestáis aquí, de vivir de ese amor que os ha impulsado a ir más allá... 50 años, 25 años... más allá de vosotros mismos, incluso más allá de la familia. Porque la vocación cristiana es amar sin reservas y sin medidas: esto es lo que hemos escuchado en el Evangelio que hemos proclamado. Cuando el Señor explica a Pedro lo que va a sucederle, él solamente miraba para sí mismo, pero Jesús le hace mirar más allá: “apártate de mi vista; piensas como los hombres, no como Dios”. El Señor hoy quiere que pensemos el matrimonio como Dios mismo lo pensó. La vocación cristiana es amar sin reservas, sin medidas; es lo que es, con la gracia de Cristo. Ahí está la base del libre consentimiento que constituye el matrimonio, porque ha sido la gracia de Jesucristo la que os ha mantenido durante estos 50 ó 25 años, y la que os sigue manteniendo a todos los que vivís el matrimonio: la gracia de nuestro Señor, sin reservas.

Queridos hermanos y hermanas. La familia es como un gran edificio que siempre está en construcción. Muchos intentan renovar su rostro, queriendo poner otros fundamentos a este edificio. La Iglesia, lo mismo que Cristo, quiere llevarla mar adentro -¡rema mar adentro!- y quiere llevar al corazón de la familia. ¿Dónde está el corazón de la familia cristiana?. El matrimonio está siempre y desde siempre en el proyecto de Dios, y constituye la base de la familia. Precisamente en el matrimonio se realiza ese proceso de humanización del mundo, de cada persona, de toda la sociedad queridos hermanos y hermanas; es previo al matrimonio, es lo primero, lo que hizo Dios en el inicio mismo, previo a todo lo demás que existe.

Por eso, es de una fuerza extraordinaria para nosotros que la familia tiene que estar atravesada —y vuestro matrimonio, como lo habéis hecho, queridos hermanos que hoy venís a celebrar esto—por dos fuerzas fundamentales: lo que podríamos llamar la energía de la vida con mayúsculas, o la fuerza de la vida, que por supuesto es Dios, pero que no solo es Dios, sino fuerza intergeneracional que atraviesa el tiempo, la historia, las sociedades, que se renueva donde los pueblos se abren al amor de Dios. Ésta es la fuerza, ésta es vuestra energía. Mirad para atrás: el matrimonio de vuestros abuelos, de vuestros padres, el vuestro, el de vuestros hijos... Cuando no hay esta fuerza y esta energía que atraviesa la vida, que es la vida misma, el ser humano se cierra al don del amor. Dos fuerzas: la fuerza de la vida y el poder del amor, un amor gratuito como don de sí mismo al otro que, en definitiva, es cogerse de la mano y caminar juntos. En definitiva, queridos hermanos, vosotros ¿qué os habéis dicho el uno al otro? “Tú no morirás porque yo daré mi vida por ti. No te dejaré morir”. Porque habéis acogido el amor de Cristo y habéis decidido hacer con el otro lo mismo que Cristo ha hecho con todos nosotros.

El matrimonio pone en el centro a Cristo. Cuando yo, anoche, estaba preparando estas palabras para vosotros... Luego se os va a entregar un icono de la Sagrada Familia, y es impresionante, porque en ese icono tenéis al Espíritu bajando sobre María, pero está el Señor en medio de los dos. ¿En quién se fundamenta la fidelidad de María y de José? En ese Cristo. En esa decisión de María de hacer en su vida lo que Dios quiere, el proyecto de Dios —“hágase en mí según tu palabra”— y en esa decisión de José que, cuando Dios le visita, le dice: “mira, que es mi proyecto, entra en él”. Es precioso, hermanos. Y ahora tiene sentido lo que hemos cantado: “Caminaré en presencia del Señor”. Sí, porque yo escucho su voz, yo inclino mi oído hacia él, yo me dejo envolver no por las redes de la muerte sino por las redes de la vida, yo quito mis tristezas, mis dificultades y mis angustias junto al Señor, yo también invoco al Señor cuando veo oscuridad en mi vida y me salva. Porque Dios es justo, es compasivo, es benigno; Dios me guarda.

El matrimonio pone en el centro a nuestro Señor Jesucristo. Lo habéis visto en el Evangelio: iban por el camino, Jesús se pone a hablar con los discípulos y les dice: “oye, ¿quién dice la gente que soy yo?”. Podríamos decir esto hoy: ¿quién dice la gente hoy que es Jesucristo? Algunos no le conocen, otros están muy distantes, otros dirán que fue una gran persona que pasó por este mundo, a otros no les interesa... Y el Señor nos dice a nosotros lo mismo que dijo a los discípulos: “oye, vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Para poder responder a esta pregunta hay que tener cercanía a Jesucristo, hay que escuchar al Señor, hay que entrar en comunión con él y descubrir que este Dios me ofrece tal belleza para toda mi vida y también para este hecho esencial, que es constitutivo para que este mundo pueda existir, como es el matrimonio, que es previo a todas las demás organizaciones sociales. Maravilloso. Encontrarse con Cristo.

Por eso, queridos hermanos, hay unos desafíos que yo os digo que tenemos hoy. Y no busquemos otros. Volver a poner en el centro a Cristo. En el matrimonio, en la familia hay que volver a poner a Cristo en el centro. En el matrimonio y en la familia hay que luchar contra la cultura de la exclusión y de la marginación, entre otras cosas marginar a Dios, excluir a Dios de mi vida. ¿Pero cómo voy a excluir a alguien que ha hecho lo más grande que se puede hacer, la belleza más grande que se puede entregar al ser humano: ponerle imagen, la belleza más grande que se puede hacer dar al ser humano, construir un edificio, que el ser humano pueda venir a este mundo y a esta tierra, que pueda vivir?.

Hermanos, yo siempre digo que a mí, personalmente, las mejores cosas de mi vida nunca las aprendí en ninguna de las universidades en las que pude estar antes de ser sacerdote y después de ser sacerdote; las aprendí en mi casa, con mis padres y con mis hermanos. Aprender a amar, aprender a querer, aprender a servir, aprender a olvidarse de uno mismo, aprender a poner en el centro a Dios en mi vida, aprender a dejarme organizar la vida por Dios, las primeras palabras que yo oí sobre nuestro Señor y sobre su Santísima madre fueron a través de mis padres. Poner en el centro a Cristo.

Mirad. Hoy hay un desafío: que la secularización pretende encerrar la fe y pretende encerrar a la Iglesia en la esfera de lo privado, en la esfera de la intimidad, tú mételo dentro. No. ¿Cómo voy a meter dentro lo que está, me llena el corazón y me desborda?¿Cómo voy a meter dentro la fe? Tengo que comunicarla a otros. Tengo que hacerla presente en este mundo. No es una cuestión para vivir en la intimidad. No: hay que hacerla presente en medio de este mundo y en medio de esta historia. El matrimonio pone en el centro a Cristo. Hay que tutelar la convivencia, queridos hermanos. Tutelarla, como lo habéis hecho vosotros: cuando han venido los hijos, al que más cuidabais era al más pequeñito. Todos lo hemos hecho alguna vez. Porque toda convivencia lleva a esa justicia que es el servicio de los últimos. Y en el matrimonio también eso sale hacia fuera. Hoy hay un desafío que es también proponer estilos de vida contrarios a la naturaleza y a la dignidad del ser humano. Esos están ahí. Pero, queridos hermanos, si ponéis como vosotros en el centro a Cristo, habrá mucha gente que vea la belleza de este edificio excepcional que es el matrimonio y que es la familia cristiana.

En segundo lugar, el matrimonio alimenta su fe. Hay que tener una fe viva, lo habéis escuchado del apóstol Santiago. Una fe sin obras está muerta. Recordar lo que nos dice Jesús en el Evangelio: cuando iba por el camino, después de ellos decir que ciertamente tú eres el Mesías, el Señor les dice cuáles son las consecuencias de esa fe que tenéis. Y empieza a decirle a Pedro que va a morir, que resucitará al tercer día. Pero esto a Pedro le distorsiona la vida, y dice: pero, bueno, qué me está diciendo este, si mi camino es el del triunfo, si yo quiero estas cosas. Jesús se volvió de cara a Pedro y dijo: quítate de mi vista, Satanás, tú piensas como los hombres, no como Dios.

Hermanos, no nos dejemos engañar: el matrimonio aumenta su fe en esa relación con Cristo y haciendo el camino de Cristo, no otros caminos. No pensemos como los hombres, pensemos el matrimonio como lo ha pensado Dios mismo. Esto es lo que nos trae aquí esta mañana a todos nosotros, y esto hay que hacerlo con obras en una familia donde todos los días, al terminar el día, os perdonáis, os pedís perdón, y cuando aparecen los hijos también lo piden, y donde alimentáis vuestra vida de la gracia de Dios y del sacramento de la Eucaristía, y de la Palabra de Dios. Propongamos, queridos hermanos, la belleza de este proyecto a este mundo. El edificio que os decía antes, que es el matrimonio y la familia, siempre tiene que estar en construcción, siempre. Porque a veces, como en los edificios, entra humedad, se quita la pintura, y hay que arreglarlo, se puede caer alomejor alguna piedra, hay que ponerlo, pero siempre centrados en Cristo.

Por último, hermanos, el matrimonio se abre al proyecto de Dios. Lo habéis escuchado en la primera lectura que hemos proclamado, lo habéis visto a través del profeta; qué fuerza tienen para nosotros las palabras que nos ha dicho el profeta Isaías: el Señor me abrió el oído, el Señor me ayuda, el Señor se me acerca, el Señor todo esto lo hace porque desea que yo me abra al proyecto de Dios. Por eso hoy el Señor nos dice también lo que nos decía el Evangelio al final: ¿queréis vivir un matrimonio cristiano? El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. El que quiera salvar la vida por sí mismo la va a perder; que la pierda por mí, por mostrar mi amor. En este caso, en vuestra vida, el uno al otro, como lo habéis hecho, se salvará. Y no solamente en esa salvación, sino ahora mismo, ya: está la salvación, está la alegría, está la paz, está la fraternidad, está la convivencia, está la ilusión, está la lucha por hacer más feliz al otro, está ese edificio bello que tenemos que construir también en medio de nuestra gran ciudad, queridos hermanos y hermanas. Esta gran ciudad necesita, en todos los lugares, en todos los edificios, matrimonios vivos que viven de cara a Dios, matrimonios que ponen en el centro a Cristo y que lo notan quienes viven junto a ellos, matrimonios que alimentan su fe, que celebran la Eucaristía dominical, que escuchan la Palabra de Dios, que rezan en su casa, que no se conforman solamente con tener grandes paisajes o grandes cuadros de no sé qué tipo, hay signos evidentes de que en esa casa vive un grupo que cree en nuestro Señor Jesucristo, un grupo que como vosotros os queréis abrazar a Dios y al proyecto de Dios. A eso venimos. Cristo se hace presente. Abrazaos a Cristo. Qué maravilla, qué fuerza, qué belleza, qué hondura tiene este día, hoy: 50, 25 años de fidelidad, con dificultades, pero siempre resueltas volviendo a Cristo. Es la única forma de resolverlas de verdad.

La fe no es cuestión secundaria. Ya. Por eso hoy damos gracias al Señor de la única manera que podemos hacerlo, junto a Cristo, que es el que da las gracias verdaderas a Dios Padre, y unidos a Él le decimos: gracias Señor por la familia cristiana, gracias Señor por este edificio que es el matrimonio, que comienza en el matrimonio y que se engrandece con los hijos. Gracias. Abracemos a Jesucristo en compañía de nuestra Madre, la Santísima Virgen María, y de San José, su esposo. Que esa familia sea para nosotros el icono de nuestra familia. Amén.

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