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Jueves, 04 julio 2019 12:52

Discurso del cardenal Osoro en el IX Congreso Hispano Latinoamericano y del Caribe sobre Teología de la Caridad (21-05-2019)

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Queridos hermanos obispos. Sacerdotes. Consagrados y consagradas. Hermanos y hermanas todos.

De verdad que me siento honrado por dirigiros la palabra en este congreso Hispano Latinoamericano y del Caribe. Quiero precisamente que mis primeras palabras sean de cariñosa bienvenida a todos los que habéis llegado de esos pueblos queridos para mí.

Desde la Archidiócesis de Madrid nos sentimos entrañablemente unidos a las iglesias hermanas del otro lado del océano Atlántico. Desde hace mucho tiempo nos dais un precioso ejemplo de trabajo conjunto y de discernimiento comunitario desde las diversas realidades nacionales.

Haríamos muy bien, las iglesias de Europa, en imitar vuestro ejemplo antes desafíos que cada vez son más planetarios y que precisan la gestación de la cultura planetaria del encuentro.

Me habéis pedido que hable sobre la cultura del encuentro y ejercicio de la caridad. Permitidme que enmarque mi reflexión en una cita del Papa Francisco que se corresponde con un tuit del domingo 31 de marzo de 2019: «la caridad, especialmente hacia los más débiles, es la mejor oportunidad que tenemos para seguir trabajando en favor de una cultura del encuentro». En efecto no es difícil unir cultura del encuentro y ejercicio de la caridad, pues el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que nos interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo, tal como nos lo recuerda el Papa en la Evagelium Gaudium (n. 88).

Voy a estructurar la intervención en cuatro partes. El telón de fondo siempre va a ser la categoría del encuentro, con Dios y con los hombres, como fundamento de la cultura, que tenemos que construir con la ayuda del Señor. El guión que nos servirá para transitar por el drama histórico que nos toca vivir será el ejercicio de la caridad. No hablaré, pues, desde la abstracción, sino que voy a intentar hacerlo desde la práctica. La primera parte versará de la caridad originante de Dios. La segunda parte, la caridad fraterna. La tercera tratará sobre la caridad con uno mismo. Y, seguidamente, desarrollaré algunas ideas sobre la caridad política, para concluir con María, la mujer de la cultura del encuentro.

Quisiera partir de unas expresiones que yo digo: precisamente al hablar de la cultura del encuentro hay que hablar de tener un corazón grande. Y antes de empezar la primera parte, os diría que este siglo debe lograr una base nueva que sirva de referencia a la sociedad en todos los órdenes: político, económico, social… Por eso, defender la libertad auténtica, la verdad, la justicia y la paz, son bienes imprescindibles por una sociedad que se precie de humana y que se precie con aspiraciones a un progreso humano. Por eso, es urgente, y esto no puede hacerse a cualquier precio y de cualquier manera, que Jesucristo veamos cómo nos enseña el modo y la manera, las dimensiones que tiene que tener el corazón del ser humano y el corazón de nuestra sociedad para que construir la cultura del encuentro.

Quien arriesgue la vida por construir la cultura del encuentro, en primer lugar, requiere hombres y mujeres que se dejen amar por el Señor. Ese «como yo os he amado», es esencial. Requiere también mujeres y hombres que cuando los pueblos nos debatimos en confrontaciones de todo tipo, nosotros nos tenemos que encontrar necesariamente: en alguien, en algo más profundo, que nos haga sentir que somos una familia. Y, tercero, requiere mujeres y hombres que construyan la cultura del encuentro digna de la persona humana y de una verdadera cultura de libertad y de solidaridad. Y, en ese sentido, el olvido de Dios trae a veces las consecuencias también del Dios verdadero de construir una cultura de desencuentros, no de encuentros.

Comienzo con la primera parte: la caridad originante de Dios. Y me refiero a esta expresión que aparece en la primera carta de san Juan: Deus caritas es. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él, nos dice san Juan en su primera carta. Los cristianos tenemos el grandísimo privilegio de haber experimentado que la esencia de Dios, su identidad más íntima, es el amor. Nunca agotaremos las implicaciones tan descomunales de este misterio que aúna la trascendencia más absoluta de Dios y su tangible y palpable caridad entrañable.

Si en el principio estaba la palabra, y la palabra era Dios – tal como nos dice el Evangelio de san Juan en el mismo comienzo-, no es difícil concluir que en el principio estaba el amor. Porque Dios es amor y bondad creadora que se despliega en todo lo creado. En el hondón del alma de sus criaturas nace la nostalgia del infinito, que solo se colma cuando se encuentra con Dios. Desde ahí, la categoría encuentro se torna en una auténticamente sacramental. Los seres humanos aspiramos a encontrarnos con Dios en plenitud. Entre tanto, acusamos recibo de sus señales y detectamos sus huellas en la obra un poco explorada de su creación. Vamos sabiendo deletrear su nombre, releyendo en el libro aun incompleto de la historia, y singularmente acertamos a pronunciar su nombre bendito cuando nos acercamos a la historia viva, única, personalísima, singular e irrepetible de hombres y mujeres que anhelan sanación, que anhelan justicia y que anhelan liberación.

Por eso, hablar de Dios como modo originante y de nuestra vocación de encuentro con Él, no es una nadería. Implica muchas cosas. Unas afectan a horizontes de sentido en el que se mueve la espiritualidad cristiana, y otras cuestiones muy concretas de praxis que habrá que discernir adecuadamente. Me parece que hay palabras que pertenecen a la gramática cristiana. Pertenecen… Palabras esenciales para construir el encuentro. Y que tantas veces el Papa Francisco nos está recordando. Palabras como: vivamos la comunión, vivamos el perdón, vivamos la proximidad. Que da esperanza. Y que da encanto de vivir. Quizá donde más brillante se haya desplegado la teología del amor de Dios sea en un documento relativamente reciente del magisterio del Papa emérito Benedicto XVI, que llevaba por título Deus caritas est.

Y nadie ha extraído sus consecuencias y defendido con tanta pasión la cultura del encuentro como el Papa Francisco. Nadie. Y me remito a las publicaciones que hay por ahí. En efecto, el Papa actual siempre ha rechazado las visiones simplistas o los abordajes meramente dialécticos. Francisco defiende que la realidad es poliédrica, compleja e irreductible. Por eso, acude con frecuencia al símil del poliedro: realidades diferentes pueden vivir completándose y no necesariamente enfrentadas. Propiamente, es la misma realidad de nuestro Dios que en cuanto amor originante es trinitario: la realidad del Padre, del hijo y del Espíritu Santo constituye un misterio de comunicación que hace compatible la diversidad personal de Dios y su absoluta unidad.

Posiblemente, esta realidad es impensable en cualquier dinamismo humano, salvo que se piense desde la clave del amor y de la caridad entrañable. Por eso, la esencia originante de nuestro Dios es plural y diversa. Y, al mismo tiempo, es armoniosa; es una melodía, donde las notas pegan, y se complementan. También es centrífuga: invita a salir de sí, y por otro lado no se diluye en la acción, ni se conforma sin más con el entorno, sino que invita a transformarlo. De este modo, encuentras la fuerza extraordinaria que brota y se entiende desde el misterio de la encarnación, la paradoja de la cruz y la fuerza de la Resurrección. Es decir, es esa fuerza que brota de la aparente debilidad de estos dos acontecimientos y del tercero, que es el triunfo de Dios sobre todas las cosas. Desde ahí, el Señor devuelve a la humanidad el verdadero humanismo, para impedir que se instaure en esta tierra la orfandad, el naufragio, la fragmentación. Y, en este sentido, podemos afirmar que la cultura del encuentro nace del Evangelio. Es la contrapartida y la alternativa saludable a una cultura de desencuentros. Así lo escribo yo en una carta pastoral, que titulo Cooperadores de la cultura del encuentro.

Como conclusiones de este primer apartado, quiero destacar tres ideas. Primera: Dios es el fundamento de la caridad. Nosotros, como iglesia, somos un pálido reflejo del amor de Dios, al que nunca podremos sustituir ni mucho menos suplantar. Dios es siempre Dios. Y Dios es Dios siendo amor que sale a nuestro encuentro. Como dice el Papa Francisco en la Evangelii gaudium, solo gracias a ese encuentro, o rencuentro con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser verdaderamente humanos cuando somos más que humanos. Cuando permitamos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos, para alcanzar nuestro ser más verdadero. Ahí está el manantial de la acción evangelizadora (Evangelii gaudium, n. 8). Segunda: la identidad del amor de Dios es tan densa, tan profunda, tan intensa, que traspasa el corazón de todos los seres humanos. Sean o no creyentes. Por eso podemos descubrir semillas y destellos de su amor en personas con otros credos religiosos, incluso con posiciones ateas o agnósticas. Dios traspasa la frontera de las religiones y tiende puentes en todo lo humano. Incluso desentraña los misterios más complejos e intrincados de Dios. «Ves la Trinidad si ves el amor», pudo escribir san Agustín. Y, tercera, la fuerza del amor de Dios es universal, centrífuga, expresiva, desbordante. Y es abierta. No da testimonio del amor de Dios quien es selectivo o introduce dinámicas excluyentes o discriminatorias, por más que las fundamente en leyes o reglamentos. No creáis a quien hable de Dios, aunque sea de forma muy piadosa, pero con hechos y actitudes que no se corresponden a la identidad de un Dios que es amor. La caridad da otra forma de mirar. Como nos dijo el Papa Francisco en la vigilia pascual, Dios nos pide que miremos la vida como Él la mira. Que siempre ve en cada uno de nosotros un núcleo de belleza imborrable. En el pecado, Él ve hijos que elevar de nuevo. En la muerte, hermanos que resucitar. En la desolación, corazones que consolar. No tengamos miedo, por tanto. El Señor ama tu vida. Incluso cuando tienes miedo de mirarla, y vivirla. A pesar de todos los desastres que podamos hacer, su amor no cambia. Esta es la certeza inagotable de la vida. Su amor no cambia. Y su amor es el que nos da la verdadera belleza. ¿El santo qué es? Pues un hombre o una mujer que se ha dejado querer por Dios de tal manera que su belleza es el amor que Él entrega de parte de Dios a los demás. A veces sin nombrarlo. Pero esta es la belleza.

Segunda parte: la caridad fraterna.

Amaos como yo os he amado, nos dice Juan en el capítulo 13, versículo 34. Solo quien cree de verdad en Dios amor es capaz de amar al prójimo. Sea quien fuere. Bueno o malo. Amigo o enemigo. Y descubrir en él reflejo del rostro de Cristo. El encuentro es siempre encuentro personal y mutuamente personalizador. Nuestro Dios no solo es un Dios personal: es un Dios personalizador. Humaniza las relaciones interpersonales, de modo que la categoría de encuentro es más que una palabra: es un sacramental de su presencia que demanda un desarrollo también antropológico. En un artículo mío, que titulo Cooperadores de la cultura del encuentro, digo esto también. O esta afirmación. Perdonad que me cite, pero es que...

Tal vez ningún filósofo ha desarrollado de forma más sencilla y profunda lo que supone la projimidad como el pensador judío de origen alemán Martin Buber en su obra Yo y tú. Para Buber, primero somos relación desde el punto de vista fenomenológico. Es decir, primero somos conscientes de que hay otro. Y, por eso, y eso, nos hace tomar conciencia de quiénes somos nosotros en verdad. Es decir, la relación, nuestras relaciones, nos constituyen como personas únicas, como personas singulares e irrepetibles. El misterio de ser que somos se encuentra en el misterio que es el otro, en una relación mutua de reciprocidad. Ello es imposible sin el diálogo que incorpora al otro; que no lo excluye, sino que genera un vínculo con él basado en el asombro que produce la diferencia y el maravillamiento ante su misterio. El otro se torna en fin, un fin en sí mismo. Y no puede ser reducido a objeto. No puede ser reducido a instrumento. A los creyentes, no nos resulta difícil experimentar al totalmente otro, a Dios, como la fuente de este carácter sacramental que tienen los encuentro interpersonales. Pero el filósofo personalista profundiza aún más, y señala que hay dos modos de relaciones: una relación, el yo-tú; y otra relación, el yo-ello. Nuestras relaciones son: relaciones yo-tú, o son relaciones yo-ello. Las relaciones yo-tú se refieren al mundo personal y se sitúan en el reino de los fines de la persona; las relaciones yo-ello se refieren a un mundo de objetos, y también al mundo de los medios, de los instrumentos. Las únicas capaces de llenar de sentido la existencia son las relaciones interpersonales. Pienso en el desarrollo galopante de las tecnologías de información y comunicación; en la realidad virtual y en esa imagen cada vez más habitual de encuentro de personas, cada una enganchada a su teléfono móvil. Estar conectados no es sinónimo de estar comunicados. No es sinónimo. La tragedia de la soledad de tantos ancianos, o la alta tasa de suicidios entre gente mayor y gente joven, nos habla de que podemos estar rodeados de tecnología punta pero más solos y huérfanos que nunca. Solo la relaciones yo-tú nos aproximan. Solo desde el amor, caridad y cariño que sale al encuentro de otros, nos humanizamos. ¿Cómo hablar de una cultura del encuentro si nuestro universo cultural está dominado por las relaciones yo-ello?

La caridad supone que el otro es antes que yo. Buber así nos lo dice. Supone no solo que el otro, en cuanto imagen de Dios, es también manifestación suya; sino que incluso el otro, cuanto más otro sea, cuanto más diferente resulte, es más susceptible de complementar mi aproximación a la verdad, y más expresión de Dios manifiesto.

El presupuesto está constituido por un Dios cuya fuerza amorosa está desplegada en el cosmos, en la historia y en la vida. De modo singular se revela a los seres humanos, y de manera única, totalizante e irrepetible en Jesús de Nazaret.

Esta prioridad del otro debe implicar el combate contra lo que nos desiguala, que es tarea de la justicia. Y el cuidado de los que nos diferencian, ministerio de caridad, como reconoce el Concilio: el prójimo es otro yo, absolutamente incondicionado al que hay que reconocer. Remito a la Gaudium et spes (n. 27), donde el papa Francisco, y cito palabras de él: «En medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros: el del padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros. O mejor uno, uno solo: el de Dios, que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente el más pequeño, el más frágil, el más indefenso, el más necesitado, está presente la imagen misma de Dios».

Pienso, en este sentido, en el relato del buen samaritano (Lc, 10). Es el paradigma de la caridad fraterna. Es el paradigma de la relación yo-tú. Incluso como pieza literaria, ha llenado de admiración a artistas y literatos no creyentes. Aúna la belleza con la ética de la cogida y del cuidado. Y las dos, con la compasión de nuestro Señor, como lo recuerda el prefacio común, 8: Jesús buen samaritano, que se acerca a todo hombre (y digo palabras que decimos en el prefacio) que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.

La cultura del encuentro, por tanto, no puede llevarse a términos sin una caridad en ejercicio en la misma línea del buen samaritano. Quiero destacar que eso exige mirar como Dios mira. No es una mirada de juicio. Ni tampoco empeñada en hacer diagnósticos. Abro un paréntesis: este año yo, desde que estoy en Madrid, como esto es tan grande, hago un vía crucis en el que voy por 14 parroquias distintas. Tengo que pedir ayuda para que me abran camino, pero voy. Y siempre cojo un fondo musical para el vía crucis. Y este año, que a mí me impresiona, me había dado cuenta de que no había pensado tanto en esta idea como este año: es cuando Jesús está en la cruz, se están mofando de él, lo insultan, se ríen, atraviesan con la lanza su costado… Y Jesús mira al Padre, y dice: Perdónales porque no saben lo que hacen…. Es muy bonito ver cómo es el juicio de Dios con los hombres, con todos nosotros. Su juicio, ¿qué es? Amarnos. Querernos. Es muy importante. Es muy importante.

La cultura del encuentro nos lleva a esto. No puede llevarse a cabo sin una caridad en ejercicio. Es una mirada conmovida ante el sufrimiento, y henchida de compasión. Es la forma de mirar del samaritano que conduce a un discernimiento e inmediatamente a una actuación sanante y reparadora. Dios invita siempre a mirar de frente al dolor y a sostener la mirada en los ojos del hermano que sufre. Contrasta esta mirada con la esquiva del levita, del sacerdote, que acaban descomprometidos y salpicados de tanta indignidad como piadosas autojustificaciones.

La cultura de la indiferencia, como insiste el papa Francisco, nos ha llevado a la anestesia moral y a olvidarnos de llorar por el sufrimiento ajeno. Martin Luther King, en aquel momento preso, hace sabroso comentario a la parábola que se aproxima a la lógica de la cultura del encuentro. El activista, negro, imagina que el sacerdote y el levita se hicieron esta pregunta: ¿Qué me sucederá si me detengo para ayudar a este hombre? Pero el buen samaritano simplemente invirtió la pregunta: ¿Qué le sucederá a este hombre si no me entrego y me detengo para ayudarlo? La nota diferencial de la caridad fraterna es que el centro siempre es el otro. Por eso, no busca ni la autorrealización ni siquiera la santificación personal. Es más simple: busca el bien del otro. Porque es mi hermano. Porque refleja el rostro doliente de Cristo. Así, el otro es un retrato donde descubro a Cristo que me interpela y me convoca a darle de comer, de beber, a vestirlo, a acogerlo, a visitarlo. «Estuve enfermo o en la cárcel» (Mt 25). Por eso, la página del juicio final no es una simple invitación a la caridad: es una página cristológica que ilumina el misterio de Cristo y de la humanidad. Y, queridos hermanos, a la gente esto le gusta. El otro día, el día de san Isidro, en la pradera, yo digo Misa también en la basílica, pero es más oficial; cuando bajas a la pradera, y estaban 400.000 personas, eh?. Pues a mí se me ocurrió decirles, a la gente, después de predicar: digo, mirad, hay un carnet de identidad que todos tenemos; y yo os lo ofrezco; ¿y el carnet de identidad qué era? Las bienaventuranzas y el capítulo 25 este que hemos relatado ahora mismo, de san Mateo. Digo: ¿le queréis? Y empezó a decir todo el mundo: sí. y dije: no os oigo. Y se oyó un grito tremendo, ¿no? Es verdad que apetece. Este carnet, que nos cuesta alomejor tomar, y es fácil decir que sí. Pero nos apetece vivirlo. Y tenerlo.

Como veis, la parábola con la que Jesús responde a la pregunta sobre quién es mi prójimo se narra en este contexto de la misión de los 72. No hay envío evangelizador sin testimonio de obras y sin encuentro con el otro. El relato del buen samaritano es un tratado de teología de la caridad. No puedo dejar de comentar brevemente algunos signos que me llaman la atención, y que yo también, en alguna de las cartas que escribo, tengo comentado esto. El accidente ocurre mientras los tres personajes iban de viaje de Jerusalén a Jericó. El viaje es la misión, y las sorpresas que recibimos en el camino cuando somos auténticamente una Iglesia en salida, como nos dice el papa Francisco en la Evangelii gaudium: dispuesta a ejercer como hospital de campaña, y a sentirse ella misma herida y accidentada. El samaritano sintió lástima. Seguro que eso también le ocurrió al sacerdote y al levita, que probablemente además de religiosos pues seguro que no eran mala gente. La lástima es el momento pasivo de la misericordia y de la caridad. Lo tienen, pero no es suficiente. Ya no basta con ser buena persona. El infierno está empedrado de buenos deseos, como decía san Bernardo de Claraval, recogiendo seguramente el dicho popular. Por ello, la caridad reclama algo más que sensiblería capaz de desconectar, de pasar de largo, de olvidar. El evangelio, la caridad fraterna, reclama bastante más. Por eso, el buen samaritano se acercó. Esa es la caridad en ejercicio. El samaritano se acercó. No solamente le dio lástima. Se acercó. La que rompe la barrera de la acción y se atreve a tocar carne, como dice el papa Francisco. Sabiendo que toca la carne de Cristo. Por eso, el papa destaca el carácter primado de la caridad. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican restar más atención a otros asuntos. De lo contrario, como señalaba Benedicto XVI, y hemos recordado los obispos de España, cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.

El samaritano, además de corazón, usa la cabeza, las destrezas, las competencias adecuadas. Por eso, lo curó con aceite y vino. Y el ejercicio de la caridad exige una formación cuidadosa, porque trata con la fragilidad humana. Al ejercicio de la caridad hay que destinar a las personas más capaces, los medios más avanzados. Tampoco podemos olvidar que porque la caridad supone la referencia del tú frente al yo, el samaritano lo montó en su propia cabalgadura, destacando de este modo hasta dónde llega la implicación personal: el renunciar a poner en peligro los propios derechos para salvaguardar los ajenos. No se puede escapar que en el relato aparece una ayuda fundamental; me refiero a la existencia de una posada y de su titular, que siguió cuidando de la víctima después de partir su auxiliador. Ella asegura un lugar donde dormir, donde estar cuidado, alimentado y sentirse protegido. De esta dimensión más estructural de la caridad voy a hablar después.

Y, finalmente, no olvidemos que Cristo es el buen samaritano. El que ha de volver al fin de los tiempos. El alfa y el omega. Principio y fin. La reserva escatológica que nos alcanzará la caridad y la justicia completas. El que hará cuentas definitivamente con todos, para que nadie se quede sin nada. Por eso, aquella recomendación a la que le cuida: Volveré. Gasta lo que tengas. Lo que sea necesario.

La Iglesia necesariamente debe estar impregnada de la forma caritatis. Del modo que refleja la voluntad originaria fundadora de Cristo y la guía inspiradora del Espíritu Santo. De tal modo que aparezca como imagen perfecta de transferencia, de ágape divino. Y esto lo digo yo, refiriéndome en el último libro que he escrito sobre la Iglesia doméstica, en la página 20.

Sintetizando, esta caridad samaritana supone al menos tres cosas:

Primero: resistir a la crítica primera que trata de denigrar la cultura del encuentro y el ejercicio de la caridad como buenismo. Esto es un peligro hoy. Buenisno. El samaritano fue buenista. No midió riesgos. No calculó gastos. Solo le preocupó el bien del prójimo. Quienes tratamos de contagiar la voluntad amorosa de nuestro Dios, ¿cómo vamos a caer en el malismo? Quienes hemos cantado la canción que concluye el acto creador –y vio Dios que era bueno-, apostamos por fiarnos de Dios. Y ello nos lleva a seguir confiando en los seres humanos. Por eso creemos en su perfectibilidad, en sus posibilidades de cambiar, de mejorar, de rectificar los errores. Y creemos en la fuerza desbordante del bien que se colma en el Resucitado sobre los poderes del mal y de la muerte. Yo sigo siendo cura. Pero cuando era cura en ejercicio, en mi parroquia, y estaba con los muchachos. Un día, un chaval de 18, de los que vivían conmigo, sacó del cajón –todo el mundo sabía dónde estaba el dinero- y se coge y se marcha con el dinero. Con todo. De viaje. Y cuando ya se le ha terminado me llama a mí por teléfono y yo cogí… Buenismo. Me vine a Madrid a recogerle, porque estaba por Alicante. Yo tenía que venir a Madrid a otra cosa. Y, este, le pedí que hiciese un prólogo a un libro que publiqué sobre la Virgen estando de arzobispo de Oviedo. Y él, no dice el nombre, pero relata: gracias, Carlos, porque cuando te robé, te fiaste de mí. Dice más cosas, ¿no? Pero dice esa expresión.

Bien. Segundo: la cultura del encuentro que se basa en el diálogo primordial yo-tú  supone el reconocimiento del otro, del diferente como un igual, como un hermano. Esta fraternidad de base supone cosas elementales pero auténticamente revolucionarias. Por ejemplo, que los seres humanos tienen derecho de pasearse por la tierra y de disfrutar de la obra creadora de Dios, más aún si lo hacen por necesidad. Sin olvidar que el otro, cuanto más diferente a mí es, más se constituye en puerta de entrada al misterio del totalmente otro, que es Dios. Y yo puedo ser esa puerta. La diferencia no solo es un obstáculo, sino una condición de posibilidad para acceder a Dios, que por definición es diferente a nosotros. Y finalmente implica un peculiar posicionamiento religioso y ético. Lo afirma la triada bíblica clásica: la viuda, el huérfano y el extranjero. Los pobres, en definitiva, constituyen la lente primordial con la que hay que contemplar la realidad para no desentonar la mirada con Dios, que nos mira. Por consiguiente, para la Iglesia la caridad no es una especie de actividad o de asistencia social, que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia. De ahí que solo mire la perfección de las personas, su grado de caridad. No la cantidad de datos y de conocimientos que yo acumule, sino el grado de caridad.

Tercero: caridad con uno mismo. Como a ti mismo. Amar a Dios sobre todas las cosas como a ti mismo (Mt 22). Tal vez alguien se pueda sorprender porque yo ponga este apartado. Sobre todo porque el refranero castellano, trasplantado allende los mares, a veces contiene dichos como el popular «la caridad bien entendida empieza por uno mismo». Y claro, que yo diga ahora esta tercera parte, ¿verdad?... Si la sabiduría popular se refiere a que hay que mirarse el propio ombligo y desentenderse de los demás, hay que decir que debemos proscribir el refrán de nuestro patrimonio cultural cristiano. Pero hay otra interpretación sapiencial más conforme con la enseñanza de Jesús: «amarás al prójimo como a ti mismo».  Os remito también a esto que os decía antes, cuando era sacerdote joven: aquellos chavales, en situaciones muy complejas de entorno familiar, paso por reformatorios y por muchas situaciones familiares muy difíciles…  Allí pude descubrir la verdad de aquella afirmación de san Juan de la Cruz: donde no hay amor, pon amor y sacarás amor. Yo tenía esta experiencia: que la gente venía de una experiencia de haber, de no haber sido amados por nadie. Al contrario: estorbo. Se sentían arrojados a la existencia. No se querían: se odiaban, profundamente. Solo el sentirse queridos les devolvía la confianza y les permitía crecer en autoestima. E incluso ser capaces de perdonar a sus progenitores, a los que hasta entonces habían odiado.

Lo que quiero decir es que necesitamos querernos, aceptarnos tal y como somos, y también tenemos que cuidarnos. Los creyentes tenemos la ventaja de sabernos entrañablemente queridos por alguien, cuyo amor es más grande que nuestras vidas. Seremos perdonados setenta veces siete. Y somos asumidos incondicionalmente por el Señor. Setenta y siete veces siete. Y somos asumidos por el Señor. Con las piedras que llevamos en la mochila. Con todo. Por eso, nuestra caridad tiene que ver con la relación primordial con Dios. Sin el cultivo de la oración y la celebración de los sacramentos, la Iglesia podrá dar sin compromiso ético intenso. Pero no será el ejercicio de la caridad cristiana. Se podrá llegar a la heroicidad de la entrega generosa, pero se habrá olvidado de que lo nuestro no es hacer de «prometeos» voluntaristas sino de humildes «cirineos»  que ayudan al Señor en una causa que no es nuestra, sino que es la suya.

Por eso, porque el reino de Dios no es una conquista fatigosa sin un ambiente de colaboración, debemos estar más atentos a cuidar la espiritualidad, que es la fuente de nuestro compromiso cristiano. La cultura del encuentro y la caridad cristiana demandan esa mística de ojos abiertos que consiste en aclararnos rotundamente, en la experiencia de Dios, para de este modo ser diligentes, cuidadosos con los demás. «Nadie da lo que no tiene», dice otro refrán. Sin experiencia del amor de Dios no hay amor a uno mismo. Y sin ninguno de los dos amores, no hay fuente de la que extraer amor para ser regalado.

Yo he conocido, a través de la vida, a muchas personas entregadas y generosas, pero que pasado un tiempo de activismo entusiasta y militante, se quemaron y se abandonaron. Sin embargo, la caridad cristiana es paciente; es constante; dura siempre. «Un amor así no pasa nunca», dice san Pablo en el himno a la caridad. Por eso, el «como a ti mismo», lejos de ser una receta facilona para preservarnos del sufrimiento, es la garantía más seria de que no nos movemos por un impulso emocional, por un sentimentalismo espontáneo o momentáneo, o un simple empeño personal. «La caridad de Cristo nos urge», como dice Pablo en la carta a los Romanos.

Y, cuarto, caridad política. Y leo un texto de Apostolicam actuositatem: «A nadie se le ofrece por caridad lo que es debido en justicia». Como comenta algún autor, al buen samaritano debiera empezar a preocuparle no solo el accidentado al borde del camino, sino también el estado de la carretera y la seguridad ciudadana en la vida pública. De hecho, cuando el samaritano llevó al mesón al hombre apaleado, le asegura algo fundamental: un lugar donde sentirse seguro, dormir, alimentarse… Al día siguiente, pagó al mesonero y le pidió que siguiera cuidándole de él. No todo lo puede hacer el samaritano, por bueno que fuera; es necesario que haya estructuras de atención y de asistencia continuada: las leyes, las instituciones, los derechos, las políticas sociales, los mecanismos de bienestar…, aunque necesariamente deben ser repensados en clave del sistema mundo y sostenibilidad, son expresivos de la caridad política.

La sola atención samaritana, sin mesoneros y sin mejorar la seguridad en las vías, devendría en estéril. Lo expresó muy bien el Papa emérito Benedicto XVI, cuando dice: «La Iglesia no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia, porque el amor cáritas siempre, siempre, será necesario e, incluso, en la sociedad más justa». Para ser fructífero y serio el diálogo social, base de la cultura del encuentro, debe partir de la realidad orillando apriorismos ideológicos, porque la realidad es superior a la idea. La realidad simplemente es. La idea se elabora. La realidad, es. Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad.

Así nos lo dice el Papa en la Evangelii gaudium. De ahí la necesidad del contacto directo con la realidad. La inmediación con el sufrimiento, la injusticia y los anhelos de la gente, constituye un momento primero para esa vinculación con el espesor de lo real. Por su parte, la inductividad que parte de la realidad desnuda, y es iluminada por el amor de Dios, es el método que más ayuda a reflexionar sobre la caridad política.

Hay que meterse en la realidad y en el Evangelio. Pero meterla. No vale hacerlo desde fuera. La primacía de los pobres es innegociable, es innegociable, con el diálogo social. En un artículo que tengo, hablo de que Cristo no hace cosméticas. Cambia el corazón. Y cambia las relaciones. Y cambia la sociedad. No hace cosméticas. La primacía de los pobres es innegociable. Es innegociable.

La cultura del encuentro exige generar redes sociales, espacios abiertos; relaciones de vecindad, de projimidad, de proximidad y reciprocidad. El diálogo social supone la aceptación de la interculturalidad. Y, sobre todo, más allá de un diálogo estratégico, un diálogo existencial, el que tiene en cuenta otras experiencias humanas. Ello incluye el diálogo ecuménico e interreligioso. Daos cuenta de la importancia que está dando el papa a esto. Algunos pues no acabamos de entender esas prioridades, que son prioridades esenciales para la cultura del encuentro. Quizá desde este marco logréis entender esas prioridades. Ojalá las entendiesen todos los cristianos. Y también las entendiésemos los obispos, de paso. Es verdad. Es necesario.

De hecho, la Iglesia ha hablado de diálogo de civilizaciones: Gaudium et espes (34). Antes que pusiera el término de moda, antes, ya lo dijo el Concilio Vaticano II.

Centrándonos en el término caridad política, la expresión aparece por primera vez en boca de Pío XI en un discurso a la Federación Universitaria de Católicos Italianos, en 1927, cuando Mussolini acusó a la Iglesia de meterse en política. «El campo político –decía el Papa– abarca los intereses de la sociedad entera; y, en este sentido, es el campo de la más vasta caridad: de la caridad política, de la caridad de la sociedad», le respondió el Papa.

Por nuestra parte, en la Instrucción pastoral de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal, Católicos en la Vida Pública, de los obispos, llamábamos caridad política al amor eficaz a las personas que se actualiza en la prosecución del bien común en la sociedad. Expresión teologal del cristiano. De ahí que la caridad política no trata solo principalmente de suplir las deficiencias de la justicia, ni mucho menos de encubrir injusticias, ni un orden establecido y asentado en raíces profundas de dominación o de explotación; se trata más bien de un compromiso activo, operante, fruto del amor cristiano a los demás hombres, considerados como hermanos, en favor de un mundo más justo y fraterno, con especial atención a las necesidades de los más pobres. Y ello porque la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos. Y, por tanto, es la actividad política vivida como caridad social.

En el fondo, nada nuevo sobre lo que había expresado san Agustín en su comentario a la primera carta de san Juan, cuando escribe: «¿Tú das pan al que tiene hambre? Pero mejor sería que ninguno tuviese hambre. ¿Tú vistes al desnudo? Pero ojalá todos estuviesen vestidos y no existiese tal necesidad. Suprime a los desafortunados. Esto será una obra de misericordia. ¿Se extinguirá, entonces, el fuego del amor? Más auténtico es el amor con que amas a un hombre feliz, a quien no puedes hacer ningún favor. Este amor es mucho más puro y sincero. Pues si haces un favor a un desgraciado, quizá desees elevarte a sus ojos, y quieras que él esté por debajo de ti. Desea que sea igual que tú. Juntos estaréis sometidos a aquel a quien nadie puede hacer ningún favor».

Y otro texto de san Agustín, que no tengo aquí, pero que me gusta repetir, es cuando a los cristianos de las primeras comunidades del norte de África, al terminar la Eucaristía, les decía: «Y ahora, de lo que habéis comido, dadlo». Si habéis comido a Jesucristo, dad a Jesucristo. Comprometeos con los demás. Que son otros «cristos» que están ahí.

Tanto Medellín (1968) como Puebla (1979), y el magisterio de la Iglesia Latinoamericana y del Caribe posterior, utilizarán el término «estructuras de pecado», destacando el ámbito de lo económico como objeto de la caridad política. Ante la deuda externa impagable, la miseria, el hambre, la falta de higiene, la vivienda precaria, las condiciones de salud miserables para más de la mitad de la población, el analfabetismo, el desempleo, el subempleo, los desplazamientos forzosos están en buena parte, por no decir fundamentalmente, mediadas por lo económico.

Y termino este epígrafe recordando un texto del recientemente canonizado san Óscar Romero, en su carta pastoral La Iglesia, cuerpo de Cristo en la historia, del año 1977, que decía así. El pecado del mundo. Da pautas especialmente lúcidas sobre el pecado social. Y decía: «Propiamente, la Iglesia ha denunciado durante siglos el pecado. Ciertamente, ha denunciado el pecado del individuo, y también ha denunciado el pecado que pervierte las relaciones entre los hombres, sobre todo a nivel familiar. Pero ha vuelto a recordar lo que, desde sus comienzos, ha sido algo fundamental: el pecado social. Es decir, la cristalización de los egoísmos individuales en estructuras permanentes que mantienen ese pecado y dejan sentir su poder sobre las grandes mayorías. Ese es el objeto de la caridad política».

Y concluyo con tres cosas:

  1. La caridad personal reclama el ejercicio de la caridad política. Para ser auténticas ambas, deben beber del amor universal de Dios, y de su experiencia personalizante por el creyente.
  2. El diálogo que presupone la cultura del encuentro reclama no pactar con todo. La injusticia, la discriminación, el descarte, el abandono del prójimo, deben de estar proscritos en el programa personal de todo hombre y toda mujer, pero también de las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales que hemos creado los seres humanos.
  3. Con la Gaudium et espes (n. 30) debemos estar prevenidos para superar la ética meramente individualista, pues «el deber de justicia y caridad se cumple cada vez más, contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre».

Y termino con una alusión a la Virgen. No porque siempre terminan así los obispos, sino porque yo lo creo profundamente. María ha sido y sigue siendo la mujer de la cultura del encuentro. Aquello de: María se aquedó con su prima Isabel tres meses. El rostro de la misericordia de Cristo… Él revela la misericordia de Dios, que es fuente de alegría, y de serenidad y de paz. Dios manda a su hijo al mundo para que atestigüe, con su vida y con su muerte, que Dios es amor. Se trata de una misericordia que se hizo visible y tangible en Cristo, y que el Señor desea que siga prolongándose a través de todos los que somos discípulos. Pero siempre a mí me impresionaron aquellas palabras del Papa san Juan Pablo II: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece a sí mismo un ser incomprensible. Su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y hace propio, si no participa de él vivamente». Fue la primera encíclica que escribió el Papa san Juan Pablo II. Pero todo esto se habría quedado en retórica sin el concurso de una mujer excepcional que entendió como nadie la dinámica de la caridad. Es un dinamismo que empezó por un sí, aquel Sí: Hágase en mí tu palabra. Hágase en mí tu voluntad. Y culminó con otro sí a los pies de la cruz. Y así se convirtió en mujer de comunión, que renuncia a todo protagonismo y prototipo de la cultura del encuentro desde su invitación, diciéndonos «Haced lo que Él os diga» en las bodas de Caná.

María fue la primera morada de Dios. A través de Ella se hizo conocido para nosotros Dios. Tomó rostro humano, y nos enseñó que en Él todo se hace nuevo. Qué fuerza transformadora tiene el ver con los ojos de Dios toda la realidad.

El documento conclusivo de Aparecida presenta a la Virgen como primera y más perfecta discípula, icono de la Iglesia madre y familia de los discípulos de su Hijo. Que nos ayuda a trabajar en la dedicación del mundo y de la Iglesia, para que tengan vida.

Tres retratos os ofrezco, que también los tengo escritos y publicados:

  1. El retrato de su Sí a Dios. Con su Sí, logra que entre la caridad de Dios en nuestra intrahistoria. María puso y prestó su vida para esta misión. Muestra a todos, de todas las épocas, de todos los lugares del mundo, distinto, que no es un sueño irrealizable, porque Ella misma dice: solo es posible para Dios. Porque para Él nada hay imposible.
  2. El retrato de su salida al camino. Después de que María dijera Sí a Dios, salió inmediatamente al camino para ejercer la atención y la caridad a su prima Isabel. Nos dice el Evangelio que este camino no estuvo exento de dificultades. Pero salió a servir.
  3. Y, tercero, el retrato de su primer encuentro con su prima Isabel. Es un encuentro que transparenta. Que impregna la alegría de la fe. Cuando se acoge a Dios en nuestra vida, da una manera de vivir con sentido, con metas, con dirección y con muchas resonancias. Lo perciben aquellos con quienes nos encontramos; incluso el niño que aún no había nacido y estaba en el vientre de Isabel, saltó de gozo y percibió con su fuerza la presencia de Dios en María. Por otra parte, Isabel siente esa alegría. Y dijo algo que es excepcional. Que es excepcional. Que es una apuesta por cómo tenemos nosotros que evangelizar también, y vivir la caridad. Porque provocamos esta respuesta que dio Isabel: «Dichosa tú, que has creído, que lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Alegría y servicio al prójimo van unidos. No hizo visita de médico. Se quedó tres meses. María, con su salida al camino y permanencia servicial, anticipa la cultura del diálogo, la cultura del encuentro, y es caridad en acto.

Y quiero destacar, finalmente:

  1. La necesidad de una cultura del diálogo. No en vano, el término diálogo aparece en la Evangelii gaudium cincuenta veces. Exige ir más allá del espiritualismo, de las ideologías.
  2. Destacar el horizonte es logar una sociedad justa, beligerante con la desigualdad y la exclusión social, con memoria histórica para no repetir desastres del pasado, y consciente de las víctimas anónimas que se han dejado por el camino. Aquí: cultura del diálogo. Un horizonte a lograr. Un horizonte. Una sociedad justa. Memoria histórica.
  3. Es la hora de la sociedad civil. Y, con ella, de las tradiciones religiosas como facilitadoras de la cultura del encuentro. El cristianismo tiene mucho que decir. Y saldrá reforzado en esta hora de dificultad y prueba. Y no depende de nosotros, sino de Dios, y de nuestra capacidad para poner en el centro de nuestra vida y de la historia a Dios mismo, paradójicamente porque nuestro Dios nos sale al encuentro, en todos los caminos y en todos los recodos. En todos.

Un filósofo existencialista, Albert Camus, dice: «El mundo de hoy necesita cristianos que continúen siendo cristianos». Lo que el mundo espera de los cristianos es que hablen con voz clara, y con voz alta. Y que expresen su condena de tal manera que jamás la duda, una sola duda, pueda albergarse en el corazón del más simple de los hombres. Espera que los cristianos salgan de la abstracción y se enfrenten con el rostro ensangrentado de la historia de hoy. La unión que necesitamos es la unión de hombres decididos a hablar claro y a dar la cara. En eso consiste, también, la cultura del encuentro y el ejercicio de la caridad.

Y concluyo, como empecé, con el tuit del Papa del 26 de octubre de 2017: «Cultura del encuentro significa saber que, más allá de nuestras diferencias, somos todos hijos de Dios». Por eso, Dios es el abrazo vigoroso que nos vincula a todos los hombres, el suelo firme en el que se asienta nuestra diversidad, siempre abierta al diálogo y al encuentro con toda la humanidad. Por eso, la Iglesia tiene un desafío: que sea una auténtica casa de la misericordia, que haga visible la caridad de Dios.

Muchas gracias.

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